¿Cómo fue la mítica colaboración entre William Burroughs y Kurt Cobain?
ANDRÉS HAX

Acérquense, que les voy a contar un cuento navideño. Vamos a empezar con esta foto, que robamos de la red.
Por allí saben de qué se trata, porque es un cuento muy conocido, pero como es un muy buen cuento, se merece que se lo cuente de vuelta. Otra vez, como decían los Teletubbies. La cuento acá, para que ustedes a su vez lo cuenten después, a su manera, tal vez hoy mismo en la mesa navideña, en esta llamada Nochebuena, escuchando un disco de fondo que enseguida les voy a recomendar. Está en la red, también, para escuchar gratis, pero viene de otro mundo; un mundo mejor, más misterioso y fresco, que nunca conocerán porque no existe más y nunca, pero nunca, va a volver.
Era el mundo en el cuál aún no existía Internet. O, en realidad, cuando sólo era un embrión. Lo hubiéramos abortado. No nos dimos cuenta que estábamos abriendo una caja de Pandora; que lo que se estaba construyendo era un panóptico; que nos estábamos entregando al mayor experimento social y humano de la historia de nuestra especie; al que nos estábamos sometiendo irreversiblemente. Pensábamos que todo era gratis. Estábamos equivocados. Nada es gratis. Pero eso es otro tema. Volvamos a la foto.
Es una linda foto, ¿no? El hombre con bastón tiene setenta y nueve años. Es un tipo complicado. ¿Qué pensarías de él si te dijera que vivió de una mensualidad de sus padres ricos hasta que tuvo más de cincuenta años? Fue así. El chico de la foto tiene veintiséis años. En cinco meses se va a suicidar, con un tiro de escopeta a la cabeza. Pero eso pasa después. En éste día, el día de la foto, hay felicidad.

Es una tarde soleada de otoño. Octubre de 1993. Están en Lawrence, Kansas, en la calle Learnard Ave a la altura 1927. Pueden buscarla en internet. La casa no está a la venta actualmente, pero está valorada en unos 169,900 dólares. Tiene dos habitaciones, un baño y un total de 80 metros cuadrados. El viejo se fue a vivir allí, tras una vida tumultuosa, porque, entre otras cosas, era un lugar donde los vecinos no te miraban mal si una tarde soleada salías afuera a disparar tus armas. Al viejo le encantaban las armas y los cuchillos y los gatos.

El chico lo vino a visitar porque un año antes los dos habían colaborado en un disco de sólo un tema que dura nueve minutos y cuarenta y un segundos. Para el chico fue uno de los gran logros de su vida, a la misma altura de haber tenido una hija con su esposa, dice. Era guitarrista y cantante. El viejo era un escritor y pintor y tal vez una especie de brujo. En el disco, que grabaron a distancia (Kurt, el nombre del chico, en un estudio en Seattle; y William, el nombre del viejo, en un estudio de grabación cerca de su casa en Kansas) es ctal omo son ellos: torturado e irreverente, pero a la vez luminoso y bello. Es casi insoportable vivir con esta contradicción. En eso, los dos hombres de la fotografía eran hermanos.
Kurt improvisa cacofónicamente en su guitarra eléctrica sobre la canción navideña, “Silent Night” y otra conocida como “The Anacreontic Song”, el himno de una sociedad de músicos londinenses –gentlemen y amateur– del siglo xviii. Por su lado, William lee un cuento suyo publicado originalmente en 1973. El título del álbum comparte el del cuento: The “Priest” They Called Him.

Se trata de un viejo cura, adicto a la heroína (como fue William, como lo es Kurt), que sale a la calle una nochebuena para pedir limosna para los enfermos de tuberculosis. No consigue dinero. Le roba la valija de cuero a un adolescente. Está enfermo de abstinencia. El cura necesita heroína. Necesita drogarse ya mismo. Pasan cosas sórdidas. El cuento, de apenas cuatro páginas, tiene un cierre a puro knock-out. El último párrafo lee:
The boy was sleeping when the Priest left room 18. He went back to his room and sat down on the bed. Then it hit him, like heavy silent snow, all the grey junk yesterdays. He sat there and received the immaculate fix and since he was himself a priest there was no need to call one.
O, si prefieren, in Spanish, sería más o menos así:
El chico ya estaba durmiendo cuando el cura se fue de la habitación 18. Volvió a su habitación y se sentó en la cama. Y allí le pegó, como una nieve pesada y silenciosa, todos los ayeres grises drogados. Se sentó allí y recibió el último golpe inmaculado y, dado que él mismo era un sacerdote, no hacía falta llamar a uno.

William murió en 1997 a los ochenta y tres años. En el último apunte en su cuaderno, que escribió tres días antes de morir, puede leerse: “No hay un final con sabiduría dado por la experiencia –any fucking thing. No hay un grial sagrado, no hay un Satori final, ninguna solución. Solo conflicto. Lo único que puede resolver el conflicto es el amor. El amor que sentí por Fletch y Ruski y Spooner y Calico. Amor puro. Lo que siento por mis gatos pasados y presentes. ¿Amor? ¿Qué es? El más potente quitapena natural que existe. AMOR.”
Kurt, que podría tener cincuenta y cuatro años hoy, dejó una larga carta de suicidio. Se despide de su pareja y de su hija. Explica que nunca pudo ser feliz. Logró lo que quiso en la vida y terminó siendo veneno puro. Se perdió en el camino. Lo extrañamos.
Cuídense.
Merry X-mas.