“Me obsesioné con Greco”

En “La luz de una estrella muerta”, Paula Klein parte de la obra y la biografía del artista Alberto Greco para reconstruir la vida de la París en los años cincuenta.

PABLO DÍAZ MARENGHI

Hay vidas que se consumen a toda velocidad y con potencia ignífuga. Los pocos segundos que tarda un fósforo en volverse ceniza y que su luz se transmute en oscuridad. Dicha imagen podría funcionar a modo de metáfora que ilustre la vida de Alberto Greco. Artista plástico, nació en Buenos Aires en 1931 y murió en España, a los 34 años, de una sobredosis en 1965. Su suicidio fue su última gran obra artística: en su mano, dicen que con un pintalabios, escribó la palabra “Fin” y sobre la pared “Esta es mi mejor obra”. Ese sería su último acto. 
Referente del arte conceptual, se instaló en París junto a Marta Minujin, otro emblema aún vivo, y llamó la atención de propios y ajenos. Su vida y sus producciones, algunas bautizadas como “Vivo Dito”, adornaron calles y museos. Su vida reunió elementos poéticos y literarios que inspiraron a una argentina, Paula Klein, a producir una ficción que lo retrate. Luego de años de investigar su vida y su contexto de forma académica, Klein terminó escribiendo La luz de una estrella muerta (Mansalva), novela que entrecruza a una investigadora que vive en París, alguien que podría ser una suerte de alter ego suya, con Greco. La voz narrativa va y viene entre el pasado y el presente, se mueve entre la mirada de esta joven llamada Elena que se obsesiona con Greco y la vida del propio artista, recreando su época. 

La autora estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires y tocó el violoncello durante varios años. Recuerda sus primeras influencias: “Padres muy lectores. Una excelente profesora de secundario que sigue siendo amiga, que me viene a ver a París porque ella también se fue a España y nos cruzamos. La adoro. Nos escribimos cartas y creo que gracias a ella terminé estudiando literatura. Me hacía hacer ejercicios extra, me mandaba a escribir cositas. Me las corregía de buena onda. Después, como mis papás trabajaban en la Costa Atlántica, conocí un librero ahí que me dejaba pasar la tarde leyendo en su librería y me hizo leer clásicos en la adolescencia. Me lo crucé ayer, tiene una librería en San Telmo (Fedro) y le dije: “Vos me hiciste leer Dostoievski”.

Klein, quien enseña literatura y vive hace una década en la capital francesa, vino a la Argentina cuando la pandemia se lo permitió y charló con Cuaderno WH en un bar, como en la vida pre pandémica, acerca de su novela, sus comienzos en la escritura y la figura de Greco quien últimamente gozó de un nuevo y merecido reconocimiento público gracias a una muestra en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires que puede visitarse hasta febrero de 2022. Klein afirma que Greco “Es como un fantasma que sigue estando en el discurso de los grandes de su época”.

Una vez que terminaste la carrera de Letras, ¿Ya tenías decidido ir a Francia?
Siempre fui medio nerd. Me veía investigando, me gustaba, era medio rata de biblioteca (risas). Me había presentado en una beca para España que no había salido pero ya había tenido la experiencia de armarla y pedirla. Después viajé a París tres meses por mi cuenta, ahí me hablaron de otra beca del Consulado Francés en Buenos Aires. Me presenté para la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales y salió. No quería hacer el doctorado acá porque tenía ganas de viajar. Tenía un buen grupo de amigos en Francia que cuando fui me hospedaron. La pasé tan bien que dije: ¿Por qué no acá? Quería vivir afuera. París me encantó.

Yendo a tu novela, aparece París como algo muy importante. ¿Esa fascinación fue parte de lo que vos sentiste?
Sí, ni hablar. Un profe que me conoce bien me dice: “Esto es pura autoficción”. A mi no me gusta el término porque siento que desde que decís una gota de ficción cubre todo de ficción. Y toda la ficción está basada en la experiencia. Tiene mucho de mi experiencia de becaria. Fue todo gracioso y pintoresco pero, por ahí, alejado de lo que yo imaginaba. Te das cuenta que si bien para nosotros es increíble ganarte una beca en Europa, la existencia que tenés allá sigue siendo precaria. No tenés acceso a un montón de cosas que la ciudad parecía prometerte pero, en la realidad, no accedés. Estaba muy fascinada por Copi, que se fue a París en los 50/60s, me gustaba mucho explorar eso de “argentinos en París en los 50/60s” y reconstruir ese mundo. Comparar nuestra experiencia con esa generación que se fue. 

¿En esa búsqueda resaltó la figura de Greco o primero pensaste en él?
Inconscientemente se dieron las dos cosas a la vez. Lo de los argentinos en París lo venía pensando desde que llegué a París. Lo de Greco surge porque me harto de la literatura. Terminé la tesis, estaba harta de escribir para congresos literarios y dije: vamos con los artistas, son más divertidos, vamos a hablar de arte. Logré que me invitaran a un par de congresos a hablar de arte argentino de los 60. Ahí empecé a trabajar sobre Edgardo Antonio Vigo, artista de La Plata, que hace señalamientos y algo similar a lo de Greco y a partir de Vigo empiezo a caer con todo un círculo de artistas que se fueron a París como los del grupo GRAV, donde estaban Le Parc, Morellet, Yvaral. Ahí caigo con el manifiesto del arte vivo de Greco y digo “qué loco este manifiesto”, lo del Vivo Dito. Habré hecho como cinco congresos hablando de arte (no me hice especialista en arte para nada pero como que estaba en esa). En 2017 estuve todo el año investigando en arte. Ahí me di cuenta que Greco había estado en París, que el primer Vivo Dito oficial lo hace en las calles de París en el 62. Entonces empecé a preguntarme: ¿Por qué llegó? ¿Cómo vino? Me doy cuenta que la primera vez llega en el 54 y ahí fue como empezar a investigar y a preguntar a gente. Tuve la suerte de contactar a Paula Pellejero, que es una chica que hizo el documental Alberto Greco, obra fuera de catálogo, que fue súper generosa y me compartió mucha información. Ahí lo vi claro que iba a ser una novela de Greco. Me fascinó.

Tu novela tiene una estructura híbrida que intercala narración, diálogos, descripciones con citas de periódicos, fragmentos de poemas y demás piezas textuales ¿Cómo le diste forma a eso?
Empecé escribiendo notas sobre Greco. Pero me daba mucho pudor darle una primera persona. Estaba envuelta en una escritura cercana a la ficción documental. Estaba escribiendo algunas instantáneas de la vida de Greco que me parecían muy novelescas. En algún momento, estaba tan metida en su obra, que me hice una playlist de Greco (lo hago siempre), Palito Ortega, Libertad Lamarque, estaba tan metida en esa cosa tan kistch, que me comí al personaje y dije: quiero darle la voz en primera persona para hablar del amor de él por Claudio Badal, un pintor chileno que fue su gran amor y supuestamente la causa de su suicidio por el desamor que le genera su desengaño amoroso. Ahí surge una primera persona y me asusto. Ahí hablé con mi grupo de amigos con los que me juntaba a escribir y decidí hacer una ficción sobre una chica que está fascinada por Greco, como si fuera el relato de la investigación y que, de repente, lo escucha a Greco. Cuando me di cuenta que mi narradora iba a ser una suerte de investigadora en París empecé a ver todo más claro. Me costó entender cómo iba a intercalar su vida en la París de hoy con los años sesenta de Greco, porque quería respetar que todo lo que dijera de Greco fuera real. No quería inventar nada. Edgardo Scott, que escribió la contratapa, leyó lo que estaba escribiendo y me dijo: “Me parece que funciona”. 

Es difícil dosificar la información pero en la novela se encuentra equilibrada.
Es triste porque decís: “Me leí todo esto y tal vez no se nota”. Tenía ese miedo. Pero, al mismo tiempo, era la elección de la ficción que, me parece, debía tener un ritmo rápido. Es lo que me gusta leer. Mis gustos me llevaron a escribir algo que no sea tan pesado o académico. Le podé como 50 páginas de la parte más densa. En un cuaderno fui recopilando cosas que investigaba y guardando anexos: frases de Sebreli, fragmentos de diario en los que se habla de las racias de homosexuales en el 54. Eso me pareció importante porque es algo que por ahí la gente no se acuerda. Que la historia de la homosexualidad de aquel momento quedara gravitando con algo documental. 

Por momentos, la narradora se identifica con esa sensación de exilio o desarraigo que tiende puentes entre París y Buenos Aires. También ella se siente identificada con Greco. ¿Cómo lo trabajaste?
Hubo algo en esa sensibilidad tan kitsch de él, tan pasional, que me encanta. Me encanta que la gente me cuente historias. Soy la peor ladrona de vidas privadas. Incluso gente que no me conoce le termino sacando todos los secretos íntimos. Me alimento de las historias amorosas de desconocidos. Entonces dije: “Este tipo tiene una vida apasionante. Está con hombres y las mujeres también se enamoran de él”. Me pareció un personaje ideal para darle libertad a mi narradora y ella también crea que le van a pasar grandes aventuras. Decidí hacerla bien naif y que crea que le van a pasar cosas. Me parecía que era una manera de entrar en la onda de Greco que era un tipo que siempre vivió fantaseando y de las locuras que se creaba en su mente.

¿Cómo analizás la relación entre París y Buenos Aires? ¿Dónde ubicás las raíces de ese idilio que entrecruzó a tantos artistas?
Hay toda una historia intelectual que me parecía bueno incluir. No sólo argentinos yendo a París sino gente de París viniéndose acá, lecturas transatlánticas, traducciones. Fui allá con un proyecto de Master de Copi y César Aira. Cuando estuve allá, se me abrió otra veta que era Cortázar, Georges Perec y Oulipo. Trabajé tres años en el archivo de la Oulipo. Ahí conocí a casi todos los Oulipianos. Hay muchas vetas.

En la novela aparece como personaje el chileno Alejandro Jodorowsky y sus ya míticas sesiones de psicomagia. ¿Hay algo de realidad en ese relato? ¿Cómo surgió incluirlo?
Me gustaba porque soy fan de sus películas y siempre me llamó la atención la psicomagia pero desde un punto medio crítico. Hasta hace muy poco, en el café que nombro en la novela, La Promenade, daba las reuniones y la gente iba. Lo vi de afuera, nunca logré entrar. Varias amigas lo hicieron. No creo en nada pero cuando me lo cuentan me encanta. Con las historias que me contaron armé el ritual que hace Elena en la novela. Me gustó hacerle vivir a la narradora algo que yo no hubiera hecho por pudor. 

Vivís en Parías hace más de diez años, tu tesis la escribiste en francés y la novela en español. ¿Esto té generó algún tipo de reflexión en torno al lenguaje y a tu identidad?
Para mí escribir en francés sigue siendo arduo. Porque lo aprendí de grande, hice un enorme esfuerzo para escribir mi tesis en francés. Pero sigue siendo algo muy duro. En ningún momento se me pasó por la cabeza escribir ficción en francés. Si me doy cuenta de que pasar diez años ahí me llevan a cometer un montón de barbarismos hablando en español. Incluí algunas palabras en francés porque me parecían más coherentes para alguien que vive ahí y que se entendían. Me fascina, por ejemplo, Copi que se pone a escribir en francés e italiano, mezcla lenguas. Pero a mí no me podría pasar.

Tu novela es, entre otras cosas, una suerte de máquina del tiempo rumbo a un mundo de bohemia y artistas ¿Sentís que quedan huellas de aquel pasado en la actualidad? 
Greco actuó como extra en Funny Face, una comedia musical con Fred Astaire y Audrey Hepburn. Lo vi en tiempo real moviéndose, que nunca lo había visto. Vi su gestualidad. Y, también, vi la París de los cincuenta que era negra. Toda cubierta de hollín. Entonces decís qué loco, por ahí esa París más mítica, los años dorados, era una ciudad super sucia. Mirando tantas películas de época sentí que París es como si todas las capas geológicas quedaran en un punto. Es una ciudad tan monumental, en un momento digo algo que pienso: “es un mausoleo enchapado en oro”. Todo resplandece, todo parece un decorado y, al mismo tiempo, es terriblemente bello. Hay lugares que podés ir y siguen siendo iguales a la década del 50 y 60. Es una ciudad que tiene la magia de hacerte creer que el tiempo no pasa. Algunos dirán ‘qué horror’. Pero tiene esa capacidad de resucitar a los muertos.

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