La virtud noruega

De la mano de la editorial Gatopardo llega la corrosiva y premiada novela de Nina Lykke que conmocionó a los lectores europeos.

PAULA PUEBLA

Contemporánea del best seller sensible Karl Ove Knausgård, la noruega Nina Lykke obtuvo en 2019 el Premio Brage, galardón más importante de su país, por las virtud de la obra de ficción Estado del malestar, editada este año por la casa editorial catalana Gatopardo.
A partir de una historia sencilla, y con una prosa que no se sobrecarga en descripciones pero sí se detiene en observaciones punzantes e irónicas, la autora construye algo más que una novela con los atributos de mercado típicos para ser elegida como “el libro del año”. Lykke realiza una autopsia minuciosa, dedicada y con pátinas satíricas, a la sociedad de la clase media surgida del estado de bienestar nórdico. En ese sentido, ficción y crítica social se funden sin rugosidades estilísticas, sin golpes burdos de registro —con una impronta que recuerda los puntos altos de la literatura de Michel Houellebecq—, para ofrecer una novela donde el mundo íntimo de una mujer de mediana edad choca de frente contra las imposiciones cada vez más absurdas del mundo que la rodea.

Estado del malestar puede leerse como la historia de un amantazgo de dos personas que fueron pareja en su juventud y, a la vez, como un ensayo contra su propio tiempo. No hay posibilidad de hacer una lectura de escisiones porque es virtuosa la manera en que Nina Lykke, con una mirada sagaz y sumamente inteligente, manipula ambos lazos hasta lograr un moño equilibrado para un libro elegante pero no por eso privado de oscuridades. Y si hay algo a lo que la autora no le teme, es a tocar las fibras sensibles de la sociedad de la abundancia harta de sí misma.
Erin es médica y atiende un consultorio en un hospital en la ciudad de Oslo. Lleva una vida doméstica y de trabajo como cualquier mujer de familia nuclear noruega, acostumbrada al grado alto de demanda en ambas esferas. Sin embargo, esa rutina de controles médicos a una población que “se está volviendo cada vez más frágil y sensible y al mismo tiempo más maleducada y exigente”, y de horas de parálisis y Chablis frente al televisor se ve trastocada por lo que podría llamarse un “furcio tecnológico”, de esos que hoy puede tener cualquiera, y que se repetirá en la historia y marcará el segundo cimbronazo en la vida de la protagonista:  “[…] una le manda a alguien una solicitud de amistad sin querer o le envía un mensaje a la persona equivocada y entonces le cambia la vida de repente”.
En Estado del malestar, Facebook e Instagram no son aplicaciones que pasen por anecdóticas, sino que funcionan como portal entre dos dimensiones. Dos dimensiones que pueden ser la virtual y la analógica, sí, pero también la que es apta para ser mostrada a los demás y la que no, la declarada —“Las redes sociales son como las tarjetas de Navidad que se mandaba la gente en los noventa. Ahora se envían durante todo el año”— y la oculta. Mientras que Erin se muestra torpe y desinteresada ante el avance de las redes sociales, Linda, la esposa de su amante, “es de las que suben fotos todos los días, aunque solo sea una de un jarrón de flores y una taza de café y ‘por fin un ratito para mí’” con una alta capacidad para “presentar su vida de una manera que te da ganas de vivirla”. Un contrapunto perfecto del anquilosamiento virtual de la protagonista y narradora.

La historia de amor entre Erin y Bjorn se desarrolla a espaldas de dos matrimonios entre infelices y ya sin nada por decirse aunque, cada uno en su medida, sujetos a ciertos estándares de vida y apariencia. El de Erin y Aksel —también médico y adepto al sky— responde a las reglas implícitas que maneja el barrio progresista en el que habitan, donde las leyes igualitarias de convivencia simulan ser laxas pero se aplican como si estuvieran escritas en piedra. El de Bjorn y Linda lo hace según las costumbres del buen usuario de internet empachado de la positividad y la dopamina que son los corazones, entusiasta de postear fotos de nietos, comida y vacaciones.
Adicta a “tirarse en el sofá a ver la tele y beber vino blanco” y a los posteos incesantes de la esposa de Bjorn, Erin siente un rush de energía al escuchar los lamentos de su amante sobre el estado de situación en su hogar. Ese contraste entre la pantalla y el relato, esa constatación de infelicidad, hace del amorío un lugar seguro y, al mismo tiempo, una receta para que aquel mundo oficial funcione de manera más armónica. “Bjorn me convirtió en la esposa ideal”, como si la infidelidad “fuera lo único que hiciera que todo encajara” en una vida dividida en dos, en la que “ambas partes eran interdependientes”.
La astucia de Nina Lykke se luce cuando aborda los delirios de su sociedad a través de los pacientes que Erin recibe mientras discute imaginariamente con el esqueleto que adorna su consultorio. “La gente va mucho al médico y confía mucho en el estado del bienestar” y, uno tras otro, la doctora debe escuchar enfermedades imaginarias de hipocondríacos o fanáticos de los estudios clínicos, adultos desafiados en su autoridad (inexistente) por sus niños odiosos —“que aparentemente tienen lo todo, unos padres que los quieren más que a nada en el mundo y que los cubren de amor, de atenciones, de dinero y de ayuda, y, sin embargo, a estos jóvenes les falta algo que yo sí tenía: la sensación fundamental de que “sin mí el mundo funcionaría peor”—, excusas para ausentarse del trabajo y hasta a una mujer que solicita un aborto porque el nacimiento de su bebé se superpone con unas vacaciones que lleva planeando durante meses. “Me veo a mí misma como una profesional de la limpieza que en el mejor de los casos consigue limpiar un rinconcito que al día siguiente vuelve a estar lleno de basura”, confiesa Erin que no ve una salida luminosa al trabajo que ejerce, con más o menos vocación de servicio, todos los días dentro del sistema de salud de Noruega.
“Creemos que si conseguimos lo que queremos, todo saldrá bien. Esa es la vela y el lastre de la humanidad. Pero no podemos tenerlo todo siempre. Así son las cosas. En cualquier caso, no a expensas del Estado”. Y así, como puntada final a un texto sin desperdicio, Lykke deja el aire abierto para el debate, ya no localista sino de alcance universal, que se pregunta por las pertinencias de los estados en sociedades cada vez más cooptadas por las fuerzas —muy visibles— del capitalismo cabrío. El ruido de fondo de la novela parece versar  “Estado versus Mercado”.