La tradición melancólica

Hacia una arqueología de la imaginación de Occidente

Juan Bautista Ritvo

Algo impreciso, oscuro, irrefrenable, es decir, humoral.
Martín Cerda

Melancolía, genio, locura, sí, nosotros tenemos el hábito,
en nuestros países de Occidente, de asociar estas tres nociones.
Yves Bonnefoy

1.

¿A qué ha quedado reducido actualmente el vasto continente melancólico? Inicialmente interesó a la medicina antigua y también a la astrología; luego, su influencia marcó las investigaciones del pensamiento judío y árabe, se dilató su influencia a lo largo del medioevo y su impulso perduró hasta el siglo XIX. Sin duda, el positivismo fue su enemigo, ya que prefería investigaciones empíricas, despojadas de connotaciones míticas y de vastos e incontrolables enlaces. El siglo de la monografía, de la tesis, de la acumulación erudita, le reservó a la tradición melancólica, cuya historia ha sido tan bien trazada por Panofsky, Klibansky, Pigeaud, entre tantos, el lugar del antecedente precientífico. ¿Es así? ¿Hay algo en la tradición melancólica que no haya sido absorbido por el pensamiento actual? Una analogía proveniente del psicoanálisis podrá ayudarnos a dar una respuesta; digo bien, analogía y no identidad.
Se sabe que lo que Lacan denomina objeto a, herencia del objeto parcial que el psicoanálisis, implícita o explícitamente, siempre tematizó, es un objeto imposible, profundamente indivisible, aunque cause división. Quiero decir, este objeto vacío sin concepto, es irreductible: al cabo de todas las divisiones, ahí permanece como algo literalmente atómico. Causado por la división subjetiva y sostén de esta, siempre está ahí como el enigma indespejable del deseo.
La tradición melancólica tiene tres elementos irreductibles, no porque no se los pueda analizar, sino porque el análisis llega, a la postre, a algo que lo excede largamente. Esos tres elementos, a los que prefiero llamar figuras, puesto que están atravesados por todos los registros. Son el abatimiento, el furor erótico y el negro, color por excelencia de Occidente. Estas tres figuras son formas del humor, en el sentido más vasto y, no obstante, preciso del vocablo: algo líquido, que fluye incontenible y que propiamente, por su carácter, continuo, no constituye elemento discreto; algo que al igual, que esos papeles japoneses que invocaba Proust, al tomar contacto con el agua se despliegan súbitamente como se despliega un mundo, un mundo de dolor, de abatimiento que contrasta, como Saturno, con el furor desmesurado y llega a confundirse con lo absolutamente opaco e informe: lo negro. Y en cuanto a lo negro —metáfora de un muro impenetrable y doloroso, el que, en cuanto abatimiento, no ofrece, por decirlo así, ninguna superficie aguda, porque todo es idéntica e insoportablemente romo, asfixiante, como sí, por lo contrario, la ofrece la espina o la espada; quiero decir, lo negro doblega el ánimo, más que generarle una herida lacerante— lo negro, entonces, también aparece ligado a la desmesura, a lo que en el lenguaje de la tragedia se denomina hybris. El pensamiento, en su notoria impotencia, tampoco puede reducir estos momentos constitutivos de la vida humana.

Jackie Pigeaud

2.

Jackie Piguead publicó, al comienzo de la década del ochenta del siglo pasado, una tesis compleja y erudita titulada La enfermedad del alma. Estudio sobre la relación del alma y del cuerpo en la tradición médico-filosófica antigua, un libro testamentario, en el cual quiso mostrar el valor actual de la melancolía: ¿vale la pena juzgar que la melancolía, o mejor, la tradición melancólica, tiene un sitio propio, no ocupado ni reducible por la psiquiatría, la medicina, el psicoanálisis, la filosofía, la literatura? Quiso mostrar que, pese al carácter heteróclito de la tradición melancólica, hay allí un hilo conductor que se aloja en nuestra cultura como una chispa jamás apagada, como un acicate que no es ni bendición ni bálsamo, sino una pregunta insistente que nos conduce al fondo mismo de las imágenes que son como la napa de nuestra civilización.

“¿Una vez más la melancolía?” –se pregunta Pigeaud. Y se responde: “Sí, es una buena ocasión para reflexionar sobre lo que busco. ¿Tenemos un lazo espontáneo con lo Antiguo? En todo caso tenemos ese nombre de melancolía, que uno no deja de querer evacuar y que resiste”. Nunca mejor dicho: évacuer et qui résiste… Dos términos antagónicos que reflejan el lazo pasional que el estudioso mantiene con su objeto: o abandonamos este vasto, lacunario, tan inaferrable como seductor territorio, a las disciplinas actuales que lo segmenten y se lleve cada una su parte como quien dispone de un tesoro confuso, en el cual hay que poner un poco de orden antes de evacuarlo, o bien es algo que resiste las fragmentaciones, los préstamos, las citas que poseen un valor tópico, y que lo hace resistir (voy a utilizar una metáfora de Freud) como resiste un dominio extranjero interior de nuestra cultura, es decir, una instancia bífida, que está adentro y a la vez afuera nuestra civilización. El nombre y la voz de la melancolía, con toda evidencia, golpea ese centro sin centro, ese sitio que el individuo viene a ocupar cuando cesa la protección de las religiones civiles.
Una oportuna cita que hace Pigeaud de una expresión de Gladys Swain en Diálogo con el insensato puede definir de qué hablamos cuando hablamos del complejo melancólico: “Debe haber una palabra —dice— en que se indique una continuidad entre una pendiente banal del alma y su loca exasperación. Hay por lo menos una locura que se comunica inmediatamente con las afecciones y los humores de todos los días, una locura a la que se pasa insensiblemente y de la que se sale del mismo modo sin una ruptura segura. En mi opinión, eso es lo que simboliza el equívoco semántico del término melancolía”. Dos cosas merecen ser subrayadas en esa cita: 1) la continuidad entre la banalidad y la exasperación; 2) la noción de humor —que aquí equivale a afección— es justamente porque implica la mezcla inestable de aspectos contrastantes, la que permite pensar una continuidad sin ruptura. O, para decirlo de otro modo, en el fondo de lo humano hay algo fluctuante, profundamente inestable, que puede girar súbitamente en direcciones contrarias sin perder su continuidad, que vuelve a interrogarnos y desde diversos lugares; sean estos lugares la filosofía, la psiquiatría, el psicoanálisis, e incluso la medicina.
¿Qué oponer a este estado desequilibrado, que no sean meros remedios naturales o químicas u observaciones extraídas del sentido común de todos los tiempos? ¿Qué oponer a este desequilibrio que puede alternar el abatimiento más feroz, como lo muestran las innumerables figuras de Occidente que culminan en la Melancolía de Durero, con la furia desorbitada de Ayax, quien, brotado por el humor negro, y cegado por la divinidad, mata una tropa de animales creyendo destruir al enemigo? Pero lo que se opone a esto en un terreno lo suficientemente diverso como para que se suponga que no hay antagonismo, me refiero al terreno de la filosofía, más específicamente a la ética, es el saber reflexivo del sabio y también el simple hedonismo del ser común.
Al final de la sección segunda de su trabajo, de un modo muy discreto pero insinuante, lo dice Pigeaud en una frase cuyo alcance no podemos ignorar: “La eutimia —dice— es la ataraxia del pobre; la ataraxia, es decir, la ausencia de trastornos del sabio, en su beatitud. Ciertamente. Pero, ¿no somos acaso, todos, pobres?”. La interrogación final indica una las direcciones más ricas del libro.

3.

Si en el griego clásico thymos evoca una glándula responsable de la energía vital y “eu” significa “bueno”, eutimia refiere al buen ánimo. Pigeaud, intencionadamente, se lo adjudica al pobre, quien debe mantener un hedonismo y una resignación elemental frente a todos los acontecimientos de su vida. Y ya se sabe, tanto en Grecia como en cualquier otra tierra y época, el pobre sufre hambrunas, despojamientos, reclutamientos militares y tantas cosas más de las cuales no necesitamos hablar aquí.

Mas, el sabio, ¿no es él mismo pobre? La ataraxia, significa, entre otras cosas, ausencia de temor, incluso indiferencia. Para Demócrito, autor de la teoría sobre la ataraxia, teoría que heredó Epicuro, la ataraxia es la tranquilidad del ánimo gracias al saber del sabio, quien es capaz de tener mesura en el placer, resignación ante lo que es incambiable y, por lo tanto, un modo de vivir pleno y armónico. Mas, la frase de Pigeaud y toda su obra, de otra parte, ¿no muestran que hay aquí una mezcla de ilusión y de mezquindad que oculta la pobreza universal? Se advierte entonces que, pese a que la teoría de los humores de la cual participa el humor negro que llamamos justamente, melaina kolé, melancolía, que comporta su carácter líquido, inestable y constitutivo con otros humores —la bilis amarilla, la sangre, la flema— a pesar de que surgió en el vasto terreno antiguo de la medicina, ha constituido, en todo tiempo, aunque de un modo frecuentemente implícito, un claro enfrentamiento con las distintas formas de la ética griega.
¿Se puede resignar a la ataraxia? ¿Con qué reemplazarla? El psicoanálisis dice desde siempre que no se trata de conservar la indiferencia, que es una forma de renunciar a la vida, sino de apostar por el deseo. Pero el deseo implica el goce, es decir, el sufrimiento, el enfrentamiento con la muerte, con la fragilidad de la existencia. Quiero decir: hay salidas al enfrentamiento, pero en ningún caso podemos considerarlas salidas superadoras. Así volveríamos a las ilusiones de la filosofía antigua que perduran hasta hoy. El enfrentamiento que la actitud melancólica, tomada en toda su complejidad, genera con el campo ético posee, sin duda alguna, un alcance profundamente trágico.

4.

Es necesario todo el ardor de alguien como Nietzsche para rechazar una concepción tan elogiada por los eruditos que, al parecer, quieren, como se dice corrientemente, tapar el cielo con las manos. ¿Taponar el deseo? ¿Desconocer el papel de la sensibilidad y, sobre todo, el lugar del azar? El propio Aristóteles, da pábulo a una versión trágica de su trayectoria intelectual, cuando reconoce que la felicidad no es posible sin el bienestar corporal y algunos bienes de fortuna que independicen al hombre de la maldición de la esclavitud. Una vez más ¿la ataraxia? El hálito del espíritu es complejo, hecho de luces y de sombras, de dolores y de raptos; la presencia del cuerpo es siempre una amenaza potencial al tiempo que una promesa indeterminada de felicidad: Ningún Diógenes viviría feliz en su tonel con un cáncer… ni expulsado por un tirano que ni siquiera le permitiría vivir en los márgenes de la ciudad.

Pigeaud presenta inicialmente la estela funeraria que representa a Democlides, una estela elaborada seis siglos antes de nuestra era: un marinero joven que va a morir en una nave arrastrada al naufragio; estamos ante la que luego se convertirá en la típica imagen de la melancolía: sentado, el busto inclinado, vencido, diría, y con una mano sosteniendo la cabeza que se inclina; y aquí dice algo extremadamente importante: No tiene los ojos en el vacío —dice— Mira fijamente un punto que no se podría determinar. No hay manera de determinar ese punto que el joven mira fijamente; (¿la muerte próxima? ¿la muerte en el mar y sus huesos sin sepultura? ¿el horror de un más allá que cae sobre él en una edad inesperada?); ni siquiera podríamos llamarla mirada, porque la mirada, en cuanto tal, es un punto de referencia, y Democlides carece de toda referencia final. Él es, históricamente, en su presentación iconográfica, el primer modelo de la imagen del abatimiento, imagen insuperable que posee algo que se transmite bajo la forma de lo intransmisible, si cabe la expresión.
¿No es esta una de las lecciones fundamentales de la melancolía? Muchos suponen que las construcciones actuales en torno a la melancolía que ponen el acento sobre la identificación del melancólico con un objeto tóxico que hay que eliminar para encontrar, por fin, un lugar en el Otro, resuelve el problema. Y no es así: dado que el hombre puede dar salida a su duelo, pero en modo alguno resolverlo; dado que puede arbitrar salidas precarias que circunscriban una herida inolvidable, lo que indudablemente está lejos de ser poca cosa (cfr. Patricia Fochi, El duelo, la infición del mundo), la amenaza melancólica está presente en la patología, que ya sabemos es la normalidad por excelencia. Hay más: los modos mismos de la melancolía con su acento agudo sobre el pharmakon, a la vez remedio y veneno, exaltación y penoso derrumbe, su marca excluyente sobre todo lo que escapa al llamado “justo medio”, precisamente porque es pura demasía, como lo marca explícitamente el Problemata XXX, que afirma que lo excesivamente frío se torna súbitamente cálido y al revés y de que lo que domina a esta enfermedad es el exceso, la superabundancia, lo extremo, estos mismos modos, digo, obligan a una reformulación constante de la patología —cosa que no suele acontecer— y a justificar por qué razón Freud tomó como guía de su construcción del psiquismo tanto al duelo como a la melancolía.
En precisamente en este lugar, que la melancolía se conecta con la tradición daimónica —el daimon no se confunde en absoluto con su caricatura, lo diabólico cristiano— justamente porque hay algo inexplicable en la melancolía y ninguna de las categorías del pensamiento griego, antiguo o clásico, puedan dar cuenta de ese factor indeterminado, carente de nombre propio, que a veces puede ser benéfico, otras maléfico y, en definitiva, profundamente ambiguo. Curiosamente, los griegos cuyos textos subsisten, especialmente los trágicos, son profundamente oscilantes en cuanto a la terminología; en el último texto de Eurípides que es una despedida del mundo trágico, Dionisos a veces es denominado daimon, en otras ser divino: ¿un dios demoníaco como el de Eurípides en Las Bacantes?

No se advierte que esta tradición que encontramos ya en los textos homéricos (véase La démonologie platonicienne de Andrei Timotin), viene al encuentro del humor melancólico para conformar esta suerte de subestructura presente, muchas veces de manera disimulada por la misma moral de los filósofos y sabios griegos, en el seno de nuestra cultura. Pigeaud no se equivoca. Y es muy sugestivo que Goethe, en su Poesía y Verdad, haya dado una imagen inolvidable del daimon, recogiendo la tradición antigua tal y como se manifiesta en nuestra cultura, permitiendo así un lazo común entre las épocas: del texto aristotélico —que dudosamente sea del propio Aristóteles— hasta las grandes obras de Marsilio Ficino, Timothy Bright, John Donne, Robert Burton que consiguen, en ciertos respectos que nos interesan muy particularmente, una primera culminación en el discurso de Goethe.
En la referida Poesía y Verdad, afirmó en las páginas finales que toda su vida intentó mantener a raya a lo demoníaco que vivía en él, y su modo de defenderse era justamente erigir una imagen. Transcribo el fragmento pertinente en la justa versión de Rosa Sala: “Creyó reconocer en la naturaleza —dijo—, tanto en la viva como en la inerte, tanto en la animada como en la inanimada, algo que solo se manifestaba mediante contradicciones y que por eso no podía ser retenido en ningún concepto y, aún menos, en una palabra. No era divino, pues parecía insensato; no era humano, pues carecía de entendimiento. No era diabólico, pues era benefactor; no era angelical, pues a menudo permitía reconocer cierto placer por la desgracia ajena. Se parecía al azar, pues no demostraba tener causa alguna; se parecía a la predestinación, pues hacía pensar en cierta coherencia. Todo lo que a nosotros nos parece limitado, para ello es penetrable. Parecía disponer arbitrariamente y a su antojo de los elementos necesarios de nuestra existencia. Comprimía el tiempo y extendía el espacio. Solo en lo imposible parecía moverse a sus anchas mientras rechazaba desdeñosamente lo posible. A este ser que parecía abrirse paso entre todos los demás, segregándolos y uniéndolos, di en llamarlo ‘demónico’, siguiendo el ejemplo de los antiguos y de quienes habían percibido algo similar. Traté de salvarme de este ser terrible refugiándome, según mi costumbre, tras una imagen” (Goethe, J. W., Poesía y Verdad, Alba, Barcelona, 2010, p. 812).
Volvamos sobre el origen de la tradición melancólica. En un texto que acompañó la traducción francesa de El problema XXX, I, de Aristóteles (y que Acatilado acaba de recuperar en el volumen titulado de El hombre de genio y la melancolía,  traducido por Cristina Serna y revisada por Jaume Portulas), Pigeaud sostiene que la melancolía forma parte de la arqueología del imaginario cultural. Yo prefiero una fórmula más concisa que intentaré justificar: la melancolía es la arqueología de la imaginación de Occidente, marcado por ese luto, ese negro que contrasta con la blancura de la muerte en Oriente y también con la penumbra del tokonoma japonés, ese luto que interroga la profunda oscuridad de la que somos tributarios.

5.

Es en el comienzo del breve texto que el corpus aristotélico dedica a la melancolía, en el cual van a mostrarse juntas, en la misma frase, las dos expresiones contrastantes: ¿Por qué —se pregunta Pigeaud— todos los hombres excepcionales o sobresalientes están afectados por la bilis negra? He aquí las dos expresiones de larga tradición en Occidente: melaina kolé, bilis negra o atra bilis y perissós, lo que sobrepasa la normalidad.

El texto menciona, entre otros héroes o personajes míticos, a Empédocles, Platón, Sócrates, como para que no quepan dudas acerca del lazo íntimo entre la genialidad y la enfermedad cuyo color es el luto de Occidente. Ahora bien, el lazo entre ambas permanece en la tiniebla más radical. De los cuatro elementos de cuyo equilibrio nace el temperamento del hombre según el saber antiguo, la atra bilis es el único no empírico. Se lo supone producido por el bazo, se supone también que afecta al hígado, pero su naturaleza humoral es una incógnita. Por el contrario, los otros tres elementos son detectables de manera empírica: flema, sangre, bilis amarilla. Gracias a la tradición médica de la Antigüedad, míticamente intersecada y transformada, la bilis negra se autonomiza de la teoría de los temperamentos, es decir, de la concepción del equilibrio humoral, para constituir un lazo entre la genialidad y la locura que llegará a ser, con el tiempo, uno de los momentos más destacados del romanticismo europeo. Ambos momentos, muestran una profunda incompatibilidad en la compatibilidad que la tradición pretende adjudicarle: lo excepcional es un desborde de la norma, un más allá enigmático y no obstante creador, a la vez poético y patológico, sin perder jamás su aspecto teratológico, es decir, monstruoso; lo cual establece una alianza inquietante entre dimensiones contrastantes, máxime en una cultura, la antigua tal y como la transmite la tradición escrita, que preconiza éticamente el justo medio, el equilibrio proporcional, la calculada mesura elevada a virtud, es decir, a hábito, otorgando al sabio el sitio de la ataraxia, que es el sofrenamiento de las pasiones y la búsqueda de la imperturbabilidad.

Lo poético —la intensidad extrema de la lengua, donde se encuentran el azar y el objeto absuelto, liberado de la tiranía cronológica— y su contraste a la vez que alianza con lo monstruoso que excede la regla y se confunde con el furor, es un enigma que define por entero a la tradición melancólica. Y en cuanto a lo negro —metáfora de un muro impenetrable y doloroso, el que, en cuanto abatimiento, no ofrece, por decirlo así, ninguna superficie aguda, porque todo es idéntica e insoportablemente romo, asfixiante, como sí, por lo contrario, la ofrece la espina o la espada; quiero decir, lo negro doblega el ánimo, más que generarle una herida lacerante— lo negro, entonces, también aparece ligado a la desmesura, a lo que en el lenguaje de la tragedia se denomina hybris.
(El texto aristotélico, en una de sus mayores incógnitas, menciona a personajes geniales afectados por la melancolía, pero también, por ejemplo, a Ayax, tan valiente como desequilibrado, un personaje al cual la locura del dios ciega y así no produce obras ni revela verdades sino que comete actos que, cuanto menos, son vergonzosos. En Ayax hay un frenesí que está lejos de ser bello. Ayax pretende el escudo de Aquiles en el momento en que este muere; cuando es Ulises el que lo hereda, una cólera terrible e incontenible lo invade; de pronto es asaltado por visiones y confunde una tropa de carneros con enemigos argivos; embiste contra la tropa, mata a los animales de modo feroz y al despertar, profundamente avergonzado, se suicida arrojándose sobre su espada. En pleno acceso, una sustancia negra brota de la nariz y de su costado. Y, no obstante, nada de esto es repugnante: Ayax fue un héroe dotado de valor, de fuerza, de dignidad, de lealtades inalterables. A la inversa, los personajes de genio creador han mostrado siempre su veta inquietante.
En lo que respecta a Sócrates y a Platón, bastaría referirse a la manía erótica tal y como se desarrolla en el Fedro. Los comentadores universitarios han hecho, por lo general, una lectura pudibunda e insignificante de la temática de lo demoníaco en Platón, donde, por ejemplo, se ignora la duplicidad, la ironía, la sugestión envolvente; se suele ignorar que las descripciones del eros celestial no hacen otra cosa que acudir a las metáforas fálicas para arribar a la escena del rapto erótico, que es en toda la extensión y de manera inequívoca, un orgasmo).

Es curioso: Robert Burton adopta como máscara la de Demócrito y se autodenomina Demócrito Junior. A través de las edades, Demócrito fue adquiriendo cualidades diversas, favorecida la operación por la antigüedad del personaje, por haber sido el fundador de una doctrina de la cual la mayor parte se ha perdido, sobreviviendo apenas gracias a Epicuro; condiciones que permitieron a las diversas edades, a partir del helenismo, ejercer una presión proyectiva que terminó por adjudicarle al personaje aspectos por completo alejados de la doctrina original. Es la risa el carácter dominante, el cual llega sorprendentemente a conectar el humor negro, siempre sombrío, con el humor actual, siempre cáustico, pero no necesariamente negro. Las cualidades del humor literario, caracterizado por invertir de continuo la perspectiva, tornando grande lo pequeño y, por el contrario, volviendo grande lo pequeño, cambiando de lugar lo telescópico y lo microscópico, nunca dejan de estar vinculadas a la melancolía, es decir, al humor negro, al flujo indefinible e incontenible de lo oscuro indespejable. Pero son Las Bacantes de Eurípides el nexo que devuelve –o que nos devuelve hoy– esa marca oblicua que atraviesa toda la historia subterránea griega, esa marca que de acuerdo con los parámetros clásicos es irracional, y a la cual Pigeaud le concedió enorme importancia. ¿Qué otra cosa es que esa ya enumerada compatibilidad incompatible, ambigüedad que es oscilación entre los extremos —por algo prefiero hablar de una imaginación melancólica— que a la vez los mezcla y los desmezcla como si afirmara una verdad que difícilmente admitimos, y que sin embargo cuando algo se identifica y a la vez no se identifica en el juego de los opuestos polares, se impone súbitamente algo tercero e indeterminado –o más bien indeterminadamente determinado, determinado por la indeterminación– que no engloba a los contrarios sino que los proyecta hacia una alteridad sin origen, una alteridad incondicionada de la cual solo condicionadamente podemos hablar. En Las Bacantes esa alteridad, la última palabra pronunciada en Macedonia, y no en Atenas, por Eurípides, llega a afectar la misma dualidad de naturaleza y de cultura, de lo crudo y lo cocido. El cabrito, que es la ofrenda al dios, cabrito destrozado y comido crudo, denuncia la atracción por algo salvaje que ninguno de los conceptos de naturaleza que provee la sabiduría griega puede alcanzar. La procesión báquica de las mujeres hechizadas por el daimon, pone en escena una dramática cuya máscara femenina revela y a la vez oculta esa alianza entre las profundidades del cuerpo y el vacío, que es uno de los enigmas de la poesía trágica.
Esta tragedia, a la cual Pigeaud le concede todo su valor, podemos decir que resume de manera conmovedora lo que hay de indecidible (en un sentido no formal del vocablo), de indecidible existencialmente en la cultura griega; ese indecidible se nos ha transmitido por el discurso y la imagen melancólica. Lo cálido se vuelca en lo frío, y tanto uno como otro pueden dar muerte y vida; las maravillas del dios, que es al mismo tiempo daimon, Dioniso, implican el centelleo, el susurro de lo que brilla, la extraordinaria densidad de lo femenino, pero al mismo tiempo la crueldad que se vuelca a lo crudo, el despedazamiento del cabrito buscando su sangre, que preludia el despedazamiento de Penteo; al final de la tragedia la madre, Ágave, se queda con la cabeza de su hijo, arrancada de cuajo, en sus manos ensangrentadas.

¿Qué es Dioniso? ¿Cómo pueden convivir en él las fluctuaciones del espíritu deseante con el horror del goce más irrepresentable? ¿Cuáles son las consecuencias de reunir Afrodita con Baco?
Problemata XXX encierra un hallazgo muy grande y que tendrá trascendencia: compara el espíritu (en el sentido más pleno de spiritus, envolvente, burbujeante, incluso tóxico) con el espíritu del vino, asociando así la pasión báquica con la pasión de la locura, tanto la inspirada como la extravagante. Pigeaud no cesa de atribuirle aspectos a Dioniso claramente daimónicos, como, por lo general, lo hacen los comentaristas tanto de esta tragedia como de la figura de Dioniso: Es a la vez el dios más dulce y el más terrible, como él mismo lo dice ‘Conocerá (Penteo) al hijo de Zeus, a Dioniso, que es un dios por naturaleza en todo su rigor, el más terrible y el más humano para los humanos’. Dios burlón, dios engañoso, dios terrorífico y sin embargo generoso…” Solo la imaginación puede mantener unidas estas cualidades que no son exacta y simétricamente contrarias —la simetría de los contrarios es un dato que conduce siempre a un círculo superior, englobante, superador— son cualidades oblicuamente discordantes, heterogéneas y no obstante dotadas de un núcleo homogéneo imposible de definir, salvo por el brote de una imagen que señala una dirección posible de indagación sin que esta señal agote la virtud tremenda de la imagen; cualidades, entonces, que se desplazan, deslizan, huyen y al tiempo convergen imprevistamente, como si consagraran siempre el poder inagotable del azar.
¿No es esto la esencia de lo daimónico como lo expuso Goethe? En ausencia de síntesis —en el sentido corriente del vocablo, que reúne todo en Uno— la imaginación —como lo calculó Fichte ya en Fundamento de toda la Doctrina de la Ciencia (1794)— es constitutivamente puro movimiento oscilante que compatibiliza lo incompatible sin dejar de afirmar la incompatibilidad, lo cual produce, curiosamente, el mismo movimiento que el autor de Problemata XXX había descubierto en el vino: una porción produce exaltación, un poco más, apenas un poco más, produce derrumbe. El vino es, para los griegos y para nosotros, un profundo símil de la potencia fálica y así lo declara el texto aristotélico: infla, desinfla, se mueve del modo alocado y súbito que es propio del viento. Estamos ante otra lógica, que desafía a la propiamente aristotélica. Es una lógica que no se basa en elementos sino en constelaciones y en la cual la emergencia de cualidades nuevas e imprevistas es la regla no saturable.

6.

Resta, con todo, lo más importante. La principal oscilación de la imaginación se produce entre el discurso y las imágenes por él suscitadas; pero también entre el discurso y las imágenes exteriores a él. La distinción es un poco superflua incluso en el caso de que hablemos de imágenes objetivadas —pinturas, esculturas, etc.— o de imágenes oníricas. En todos los casos está en juego aquella afirmación de Oscar Masotta que habla de la incompatibilidad entre lo escópico y la palabra; incompatibilidad que es, no obstante, solidaria, ya que ambos términos vienen a afirmarse en su mutua incompatibilidad. Es la experiencia del sueño la que nos guía en este respecto. Uno de los editores del libro de Pigeaud aparecido en Otro Cauce —Alejandro Manfred— escribió que la melancolía “solo se deja atrapar bajo las leyes propias de la imagen, las de la economía de la nitidez y de lo borroso”. Lo que veo en la percepción, lo que creo ver en las imágenes que recuerdo o tengo frente a mí, y si tenemos en cuenta que tanto lo que creo ver como lo que veo, a pesar de sus diferencias, tienen un régimen similar, un régimen que apunta justamente a lo borroso, a lo que está fuera de foco, a los bordes muchas veces inadvertidos, pero que nos conducen sin que lo sepamos; en fin, todo lo sometido al régimen escópico, terreno de soslayos y de desbordes, de presentimientos y de acechanzas, está distribuido no exclusivamente en los individuos, sino también en los órdenes tópicos de la cultura, en imágenes que no son independientes del discurso, el que de alguna manera, si no las crea con seguridad las configura, pero que al mismo tiempo se dirigen a un más allá que la mera discursividad, por sí, no puede alcanzar.
Son como las imágenes oníricas, que a medida que las describimos se van diluyendo al tiempo que permanecen supuestamente intactas tras un muro, a la espera de su retorno. Imágenes que se captan borrosas o lejanas y sin embargo ciertas en su distancia. De esas imágenes tópicas, la melancolía le ha aportado a la cultura de Occidente varias configuraciones. En especial dos: el abatimiento y el acceso de furor. Por cierto, podemos describir ambas pasiones, pero iconográficamente —primero en los sueños y luego en las imágenes que plasman pintores y grabadores— sugieren el temblor humoral del cuerpo, la posesión del alma, el vértigo extremo de la existencia en lo que tiene de informe y de inexplicable.
Quisiera terminar con una cita del comienzo de la obra de Pigeaud y que encabeza el nombre de Democlides: “Cuando se entraba en la extraordinaria exposición que había organizado Jean Clair (Melancolie. Genie et folie en Occident), uno era recibido por esa estela funeraria que representa a un joven hoplita, Democlides, hijo de Demetrio, en la proa de la nave sobre la cual, o en la cual, probablemente encontró la muerte. (…) Y sin embargo, no es hacia el mar adonde mira el joven. No es una contemplación del mar lo que la eternidad le impone. Su mirada ni siquiera está vuelta hacia él mismo. No tiene los ojos en el vacío, Mira fijamente un punto que no se podría determinar”. Es esta última frase la que quiero subrayar: alguien fija su mirada donde no puede fijarla porque allí nada responde, nada se refleja, ninguna interrogación se sostiene.