El punto en el tiempo
Valeria Sager y el deseo realista en las obras de Juan José Saer y César Aira.
Natalí Incaminato

Durante los años en los que Valeria Sager elaboraba su tesis doctoral, circulaban algunos tópicos en la doxa académica más audible que, con mayor o menor intensidad, giraban en torno a lo que se podría calificar (parafraseando a Miguel Dalmaroni) como la “injuria realista”: “realismo” era sinónimo de simplificación lingüística, ingenuidad filosófica, género demodé, postura estética, teórica y política superada, etc. El punto en el tiempo funciona, en parte, como un aparato de desmontaje de varios de esos supuestos: el “realismo” que comparten las obras de Saer y de Aira no se define por una oposición a lo “formal” o por la suposición de una relación directa entre el lenguaje y el mundo, la mímesis, la representación.

Valeria Sager nos recuerda allí que tanto la idea de “lo real” como la de “forma” son controversiales, cargadas de matices, y que participan de problemas articulados con discusiones estéticas histórica y geográficamente fechadas y, más aún, de concepciones teóricas y filosóficas de larga data. Lejos de varias cristalizaciones de la crítica, el realismo se define por una configuración formal, por el ordenamiento de ciertos procedimientos a partir de una lógica: las descripciones de Balzac, por ejemplo, no aseguran la transparencia del lenguaje; al contrario, son interrupciones que ahuecan el texto, y esas hendiduras se resisten a la linealidad.
El otro concepto con el que Sager lee, el de “Gran obra”, también puede remitir a pesadas herencias críticas: según ellas, la “Gran obra” sería el resultado de una ambición maximalista cuyo origen es una voluntad, la del tan asesinado Autor, o significaría una etiqueta de legitimación y de Museo. Lejos de esas glorificaciones, la idea de “Gran obra” debe entenderse en el sentido material de las dimensiones que tiene una obra: el espacio que ocupa y el tiempo que lleva desplegarla. “Realismo” y “Gran obra” confluyen en el punto de la ocupación del tiempo y de la invención de magnitudes abarcativas. Sager descubre que tanto en Saer como en Aira encontramos la construcción formal y el avance narrativo y, además, que esas configuraciones están atravesadas por el uso de algunos elementos de la narrativa borgeana, en especial las paradojas.
En ambos, además, el realismo opera como deseo: el deseo de un mundo, de este y de otros, y la pulsión de alcanzar la simultaneidad y el espesor de lo real, pero partiendo de la distancia, diferencia o interrupción entre las palabras y las cosas. El acierto fundamental de la lectura de Valeria Sager es no pasar por alto el espesor teórico y filosófico del problema de lo que llamamos “real” o “realidad” y su relación con el lenguaje y el sujeto: la intervención en el realismo de los dos escritores también es una especulación o un pensamiento específicamente literario sobre o dentro de esas cuestiones.

Lógica y deseo de lo real, entonces, pero que sin embargo se dan de maneras diferentes en los dos escritores. En el caso de Saer, la autora debe desmontar nuevamente ciertas valoraciones de la crítica que nos han permitido leerlo y a la vez no leerlo: concretamente, los modos de abordaje de Punto de vista, que homologaron a Saer al predominio de la “forma” entendida como trabajo con la sintaxis y hermetismo de la prosa. En relación con esa opacidad, sería el autor de la fragmentación, de la discontinuidad y el paradigma de la negatividad adorniana. En contrapartida, Sager sostiene la idea de “forma” pero ya no reducida a lo sintáctico o a la complejidad de las frases: se trata de un ordenamiento del tiempo del relato y se vincula con la invención de un mundo. En su lectura, subraya los momentos en los que en la obra de Saer hay continuidad, algo pasa: personajes, acciones, un mundo pensable y material que se constituye entre lo continuo y lo discontinuo, una afirmación que tartamudea, un “movimiento continuo descompuesto” (Juan José Saer, La grande). En el autor de Glosa hay una sed que no cesa de lo real, pero lo real en tanto advenimiento e irrupción: lo que pasa no termina de suceder hasta que se narra o se nombra, y en ese intervalo se despliega la “Gran obra”: la historia de varios personajes desde su juventud hasta sus 50 años, que se desplazan en un mapa repleto de lugares. En la lógica de la “Gran obra” saeriana, en los recuerdos o informaciones que reenvían a novelas anteriores o posteriores —de forma paradigmática, en La pesquisa— lo que se recorre es una interrogación de lo paradójico. Dada la incongruencia entre el lenguaje y el mundo, el realismo en Saer, dice la autora, es el despliegue en el tiempo y el espacio de la indagación del imposible encuentro entre el pensamiento, el lenguaje y la experiencia, reunión que emerge sólo en algunos momentos azarosos e incalculables luego de muchos fracasos. Son (aunque el verbo “ser” es inadecuado) restos materiales, granos de real, momentos fugaces de espesor singular o centelleos de dicha, como la mancha amarilla de “La mayor” o la risa de Tomatis. Se trata de, en términos de Juan Ritvo, “un decir posible en la extrema imposibilidad”.

Aira, por su parte, entiende de otro modo la producción de un mundo: Sager muestra que, en vez de acentuar la distinción entre la realidad construida por la escritura y la realidad exterior, imagina una continuidad entre las dos que le permite definir al realismo por su lógica rigurosa y por sus explicaciones. “Explicación” equivale a “realismo” en tanto máquina que encadena causas y efectos, y que es capaz de incluir lo que parece más absurdo y disparatado. El realismo en Aira es verosimilización y su “Gran obra” es el despliegue que busca alcanzarla de forma incesante, dado que nunca termina de cumplirse: la “huida hacia adelante”, como la de la liebre, produce el tiempo, la extensión del relato.
En un plano, la escritura demiúrgica de Aira inventa la fábula que permite producir ese tiempo y esa extensión, y entre ese plano y la historia que se desarrolla hay una asimetría, una diferencia que abre series. A través de la velocidad, la historia llega a su máxima complicación y ocurre la verosimilización: todo cae en su lugar, se anudan las divergencias entre tiempos, entre arte y vida, palabras y cosas, ficción y realidad. Si en Saer los personajes, azarosamente, son asaltados por el espesamiento y el “grano de real”, en Aira la aceleración los empuja a la confluencia en lo simultáneo, a la manera del taumatropo. Por el poder de la invención, las palabras se convierten en cosas como en la magia, se abren y expanden las posibilidades combinatorias y de transformación, como sucede con el dinero o con los átomos. En el continuo aireano no hay lugar para el vacío, y quizás esta sea otra diferencia con Saer: no se lamenta la falta. Como en Parménides, o como en la univocidad de Gilles Deleuze, todo es continuo y uno, por lo tanto da igual el punto de comienzo porque las cadenas de causas y efectos empiezan y terminan en todas partes.
Valeria Sager recuerda que el narrador de Stendhal en Rojo y negro sabe que las novelas son el lugar donde tiene lugar lo que todavía no sabemos, lo que todavía no es visible. De forma similar, El punto en el tiempo es el libro en el que tiene lugar lo que todavía no sabíamos y no veíamos de Saer y de Aira.