Escribir a Maradona
El más grande mito plebeyo del fútbol mundial no deja de interpelar a la cultura.
Paula Puebla

Hay textos que se le animan a lo inasible. Textos que desafían la inmensidad que puede condensarse en una única persona y los múltiples personajes que en ella se encarnan. Textos a los que no les tiembla la voz y que encuentran en su hechura una manera de aflojar el nudo en la garganta, de vencer el terror —y el cliché— de la página en blanco. Textos que se construyen desde la impotencia pero que no bajan la mirada al reconocerse emisarios de una misión imposible. Mi Diego. Crónica sentimental de una gambeta que desafió al mundo (Libros del Lince) de Alejandro Duchini y Todo Diego es político (Síncopa) de Bárbara Pistoia se atreven a escribir a Diego Armando Maradona y salen a la luz casi al tiempo que una muerte —en medio de las muertes masivas generadas por el Covid19— sacudió al mundo, para permitirse una mirada caleidoscópica del astro y plantear un espiralado de preguntas que no hacen sino reafirmarse en lo indescifrable. ¿Qué puede escribirse sobre una persona como —me reprocho la inutilidad cifrada en ese “como” irreverente— Maradona? ¿Hay acaso algo que no haya dicho o haya dejado por decir él mismo, una de las figuras contemporáneas que gozó y padeció de una exposición mediática de niveles alucinatorios? ¿Cómo se escabullen las palabras ajenas en la usina de lenguaje propio que era, además, el jugador?
Estos dos libros de no ficción descubren y velan, reafirman y trazan incógnitas, toman distancia y se acercan hasta el paroxismo al ídolo popular que, por momentos, parece estar más presente en una ausencia que no termina de ser aprehendida.
Mi Diego. Crónica sentimental de una gambeta que desafió al mundo

“Esta mañana murió Diego Maradona. O tal vez murió hace mucho. O posiblemente no muera nunca. Hace diez horas que no dejo de pensarlo. Salgo a la calle y hay humedad y hay soledad y se percibe tristeza. A esta hora hay gente que aplaude desde balcones o desde las veredas a manera de homenaje”, escribe el periodista todavía en carne viva en el primero de los doce capítulos de su libro para luego preguntar, no sin lacerar lo que todavía no sana: “¿Cuándo empezó a morir Maradona?”.
En un repaso que apela a reconstruir una historia sinuosa, acechada por el vértigo y la soledad del poder, Alejandro Duchini organiza las miradas sobre Diego en lo que subtitula, quizás sin remedio, como una “crónica sentimental”. No rebusca datos, no regurgita información; deja de lado aquella fantasía periodística que persigue la objetividad para, en todo momento, vincular la carrera del 10 a su historia personal. “¿Cómo contar las vidas de Maradona, si no es a través de las marcas que nos dejó?”, se pregunta el autor y agrego: ¿Qué es Diego sino también cómo se filtró en la intimidad de nuestros hogares, de nuestras vidas y amistades?. Duchini deja en claro desde el comienzo del libro que las volutas que aquel pibe de Fiorito trazaba con la pelota no se circunscribían al campo de juego; por el contrario, el césped era el punto de partida de una belleza que se manifestaba para romper dimensiones y penetrar todo cerco de racionalidad. Constata: “En septiembre del 79, [Maradona] la iba a destrozar en el Mundial Juvenil de Japón. De ahí viene mi primer recuerdo concreto de Diego. Sin YouTube ni VHS, lo veo en mi memoria. En blanco y negro […] Los madrugones para ver los partidos a las siete de la mañana. Me daban permiso para faltar al colegio y seguir durmiendo una vez terminados los partidos. Diego nos daba el espacio para arañar la alegría en un país gris, sumido en la tristeza de la dictadura”. Más adelante, Duchini capitula el mundial del ‘82 y pone en contexto los usos extra-futbolísticos de la entonces promesa local: “El gobierno militar no quería que Maradona se fuera del país. El fútbol era una construcción de propaganda inmejorable”; “Además, el ambiente era denso. Había quienes creían que no era oportuno que el equipo se presentara en pleno conflicto bélico. Pero los militares sabían que el fútbol era fundamental para tapar la realidad. Sobraba el chovinismo”. Luego, el autor sintetiza la épica del ‘86: “[Diego]Era un héroe que había vengado simbólicamente , aunque no tenga comparación, las muertes de soldados argentinos en la guerra de Malvinas. Cuando le hizo los dos goles a los ingleses —uno, con “la mano de Dios” y el otro, el mejor de los mundiales— se vació de todo”.
La barrera entre el ámbito público (lo deportivo) y el privado (lo hogareño) fue disuelta por Maradona pero también en Maradona. Este punto es uno sobre el que Alejandro Duchini indaga, no solo por las referencias a su propia vida sino por las personas a las que encuentra y refiere en Mi Diego. Algunos allegados, sí, de nombres conocidos, pero también personas a las que nuestro ídolo rozó de manera fugaz, generosa, anónima y desinteresada, en alguno de esos hiatos milagrosos en los que estaba a salvo del asedio de la prensa. Anécdotas variopintas, entre el pibe de barrio y el reventado, que contribuyen a multiplicar los ladrillos de una historia que termino demasiado temprano, en noviembre del 2020.
Todo Diego es político

Natalia Torres, Águeda Pereyra, Carina González, Javiera Pérez Salerno, Yanina Safirsztein, Florencia García Alegre, Ayelén Zabaleta, Sofía Ferro, Lorena Álvarez y Bárbara Pistoia (también compiladora) son las autoras de este volumen que, en un tono ensayístico, se aproximan a Maradona como “signo abierto” entre “los guiños divinos y los anclajes terrenales”. Desde posiciones distintas y miradas diversas, en el libro hay un gran gesto de arrojo y apropiación si se considera o se toma como principio moral que “mujer” —o “mujer feminista”— y “Maradona” —o “fútbol”, todavía se oye— deberían ser asuntos separados.
En “Prometeo (des)encadenado”, García Alegre escribe: “A los 15 años, Diego ya era el sostén de su familia, con la que se había instalado en un departamento en ‘el centro’, con el pálpito caliente entre resolver lo necesario y la llegada de lo inminente”. Unos párrafos después, continúa: “Maradona enfrenta a todos, sin grises ni vergüenzas, haciéndo pública su posición social, su pelea con el poder y statu quo y el significado de un villero que se convirtió en héroe, incluso para quienes no lo vieron jugar”. La autora recurre a la mitología para repasar ciertos momentos de la historia maradoniana y desde ahí, un campo de imaginaciones fértil, articula “Las burlas de D10s a los dioses” con una visión profunda y cargada de ironía.
En “El armado de un hombre”, Yanina Safirsztein trabaja sobre esa marca distintiva de Maradona que era narrarse desde la tercera persona, algo que describe como “una de las experiencias más radicales y humanas: la sensación de ajenidad sobre sí mismo. El Diego, cuando habla de él, no se define desde el yo”. Y refuerza: “Cuando el Diez habla de sí mismo como si fuese otro, cuando no se apropia de su nombre, lo que está haciendo es lo mismo que hizo con su fútbol, con su magia y con su arte: una donación”. La autora continúa con el enigma detrás del nombre, ese que se nos da como propio pero no es. Explora la multiplicidad de sentidos que confluyen en “el Diego” y arriesga una interpretación al casi anagrama entre “Armando” y “Maradona” con una mirada que trenza lengua y singularidad.

Como bonus track, Carolina Sanín cierra el conjunto de ensayos con uno titulado “El reversible”. La escritora parte la territorialidad puesta en tensión por el fútbol y una definición propia del deporte que mueve millones: “El fútbol desdice, en cada gol, la demarcación del territorio. Además, en el fútbol se juega a la desorientación. No importa cuál de las mitades de la cancha le corresponde a qué equipo: son iguales, ninguna mejor que la otra”. La colombiana apunta que en ese terreno marcado por rectas, casi signado para la guerra, lo que se constata es, en realidad, la desintegración de su sistema, y ubica a Diego Maradona como aquel más capaz de hacerlo, en tanto “parece señalar la posibilidad —la realidad, la conveniencia— de la reversibilidad. Parece insistir en la confusión entre arriba y abajo, izquierda y derecha, oriente y occidente, norte y sur, cara y dorso, anverso y revés”. Diego subordina el sentido por el movimiento, por el ritmo (nunca más propio), lo que Sanín adjudica a “la intuición de una libertad extrema”, algo que “implica una gran subversión y una suspensión en el vacío. Y que así Diego parece Dios”.