Entender a Leonardo Da Vinci, como dice Paul Válery, es sumergirse en la construcción de su conocimiento.

MARINA WARSCHAVER

Paul Válery, en su libro Introducción al método de Leonardo Da Vinci, dice que se puede imaginar una flor, una proposición, un ruido y casi en simultáneo uno puede seguir las imágenes tan cerca como quiera; cualquiera de estos objetos de pensamiento puede cambiarse, deformarse, perder sucesivamente su fisonomía inicial al gusto del espíritu al que pertenece, pero sólo el conocimiento de ese poder le confiere todo su valor. Entender a Leonardo es sumergirse en la construcción de ese conocimiento: una determinada manera de mirar. Si recorremos el camino de aprendizaje artístico que tuvo Leonardo advertimos una agitación permanente hacia el conocimiento: una curiosidad hacia todo lo visible y su funcionamiento.

Da Vinci fue aprendiz en el taller del pintor y escultor Andrea del Verrochio, que en Venecia hizo el monumento a Bartolommeo Colleoni. En este taller, Leonardo fue iniciado en los secretos técnicos de trabajar y fundir los metales, aprendería a preparar cuadros y estatuas, abordaría los desnudos y vestidos, estudiaría las plantas y los animales y recibiría una capacitación en las leyes ópticas y perspectivas. Leonardo despuntaba como genio. Gombrich entiende la causa de su genialidad: Leonardo era un artista florentino y no un intelectual. Leonardo creía que la misión del artista era explorar el mundo visible, tal como habían hecho sus predecesores, sólo que con mayor intensidad y precisión. A él no le interesaba el saber libresco de los intelectuales. Al igual que Shakespeare, supo poco latín y menos griego. En una época en la que los hombres ilustrados de las universidades se apoyaban en la autoridad de los admirados escritores antiguos, Leonardo no confiaba más que en lo que examinaba con sus propios ojos. Ante cualquier problema con el que se enfrentase, no consultaba a las autoridades, sino que intentaba un experimento para resolverlo por su cuenta. No existía nada en la naturaleza que no despertase su curiosidad y desafiara su inventiva.

Exploró los secretos del cuerpo humano haciendo la disección de más de treinta cadáveres y los dibujó en plumilla, tinta marrón y aguada con carboncillo sobre papel, como se observa en sus estudios anatómicos que se encuentran en la Biblioteca Real del Castillo de Windsor. Fue uno de los primeros en sondear los misterios del desarrollo del niño en el seno materno; investigó las leyes del oleaje y de las corrientes marinas; pasó años observando y analizando el vuelo de los insectos y de los pájaros, lo que le ayudó a concebir una máquina voladora. Las formas de las peñas y de las nubes, las modificaciones producidas por la atmósfera sobre el color de los objetos distantes, las leyes que gobiernan el crecimiento de los árboles y de las plantas, la armonía de los sonidos, todo eso era objeto de sus incesantes investigaciones. Todo eso lo volcó en su arte.

En su época Leonardo era un ser extraño y misterioso. De algún modo, lo consideraban un mago. Eran escasas las personas que podrían vislumbrar la importancia de sus ideas. Da Vinci era zurdo y se encaprichó en escribir de derecha a izquierda, de modo que sus notas sólo pudieran ser leídas con mediación de un espejo. El mundo visible era su obsesión y todas sus exploraciones de la naturaleza estaban en función de esa obsesión. Los secretos que conocía estaban al revés en sus escritos. Sólo a aquellos que pudieran dar vuelta su mirada se les revelaría el misterio de su conocimiento.