El mantel escatológico

Grotesco y comicidad en la nueva novela de Marcos Apolo Benítez

Juan Bautista Ritvo
Marcos Apolo Benítez, escritor.

¿Qué pasaría si los intestinos resucitan?
Si están llenos, podrían inundar el Paraíso de excrementos,
una idea que ha hecho exclamar a Guillermo de París:
¡Maledicta Paradisus in qua tantum cacatur!
Ludueña Romandini

Las primeras palabras de un texto son decisivas porque ya tienden a la conclusión y en la conclusión volvemos a leer el comienzo que lo habilitó. Estas primeras palabras abren y delimitan un espacio, un tono, un alcance y hasta la posibilidad abierta del cierre. El relato de Lo incomible, de Marcos Apolo Benítez (Azul Francia), comienza por el mantel y al finalizar se ordena en torno al tesoro familiar, esas joyas que nadie puede tocar, y que sobrenadan la aventura familiar afirmando que en la disolución y en el consumo pútrido, algo intacto reluce como el oro excrementicio gobernado por un mandato feroz que consagra el vínculo endogámico.

Dice inicialmente quien narra, y lo hace con un discurso notoriamente diferente del que vendrá; a la vez que lo justifica justificando el sórdido remate: “El mantel, para entender algo hay que empezar por el mantel. De lo contrario, solo quedan los sobreentendidos y entonces no se entendería nada”. Este mantel cubre la mesa familiar, asigna lugares, lleva la marca de lo que allí se depositó: mancha, semen, vino, salsa. El mantel vela y a la vez abre, como a la vez vela y abre el comentario inicial, cuando anuncia, dejando de lado cualquier sobreentendido (los sobreentendidos son malentendidos tronchados), que el mantel también es sábana. Y sigue la serie, será también manto y mortaja, mientras la tela torcida del recuerdo se convierte en mancha, semen, sangre.
El mantel tapa la mesa familiar y la mesa familiar es el escenario de una ceremonia sacramental, pero de una sacramentalidad grotesca, incluso esperpéntica, en la cual la etimología alcanza su máxima justificación. La Iglesia a través de sus doctores, hace de la escatología el tratado de las cosas últimas, allí donde exhibe al desnudo su delirio sistematizado: en el fin de los tiempos no solo volverán a la vida cada una de las almas, sino también cada uno de los cuerpos. Aquí se comprende el deslizamiento etimológico de skatos, excremento, a escatología, tratado de las cosas últimas. En todo caso, la mierda, por ser la forma más pura del residuo humano y animal, puede caracterizar a la esencia del hombre: el hombre es el que caga y mea y llena de malos olores la tierra, mientras lucha denodadamente para ocultar estas funciones tras la pantalla del pudor, y la dignidad del espíritu.
Ahora bien, a partir del mantel y su carácter ordenador de series metonímicas (mantel, sábana, mortaje) y también su inscripción en el orden de los indicios, que igualmente son metonímicos, lugar que, al igual que una prueba criminal lleva en sí toda la inmundicia que ningún lavado frenético puede expulsar, a partir de todo esto, digo, se abre la escena monstruosa presidida por el padre, obscena figura émulo de Ubú Rey, tan informe y grosero como son informes e inquietantes los otros personajes, en primer lugar, la narradora, en segundo su madre, siempre en el límite de la reintegración de su producto, maestra de ceremonias de la escena que organizará el festival de pedorreos que consagra la unidad de la familia, base del orden sacro, moral y social.

He aquí el padre, el que como un espantapájaros procura siempre defender la mesa familiar. Como si se tratase de la visión de un espejo cóncavo, a la narradora, mientras le crecen  las carnes maleables como plastilina (le crecen las tetas, el culo, las caderas), mientras le exuda la concha que queda atrapada en medio de esta efusión de carne y de grasa, el cuerpo se le crispa por esta pregunta que organiza los distintos paradigmas del relato: “Qué eran entonces < se trata de fines del siglo XX> la familia, la casa y la ciudad sino una sobra ya venenosa, un desperdicio loco, un consumo revulsivo, un bocado indigerible?”. Se advertirá que la adjetivación es deliberadamente esperpéntica, como lo son los pedos, los bocados gruesos e incomibles, el evangelio paterno mezclado con el barullo del televisor. Este padre que proclama que la cabeza de cerdo es un manjar, se sume completamente en los ritos eróticos de una consumación, casi sin velo, antropofágica.
No hace falta esforzarnos mucho para descubrir que este mundo putrefacto es el nuestro, porque es el mundo político que los políticos fingen desconocer, un mundo cuya locura pudo llevar a un Hitler al poder; pero también hay que reconocer que Benítez encontró, luego, sin duda, de una ardua labor, un estilo adecuado para transmitir la inmundicia que en nuestra vida cotidiana e incluso en nuestra vida literaria, velamos una y otra vez, sin que, conviene aclarar, nada se nos pueda reprochar. ¿Cómo vivir sin velos? Encontró el parapeto de una frase despojada, de una estructura límpida que busca sin prisa incorporar toda una terminología cotidiana que le permita describir las escenas entre cómicas y grotescas –una comicidad grotesca– con una distancia impasible, articulada y enmarcada. Sin duda, Marcos ha respondido a un desafío complejo ¿Cómo introducir un universo que es el reverso de las buenas y sólidas costumbres, reverso tan confuso y asfixiante como la misma mierda, sin perder de vista que se está haciendo literatura, que se está produciendo un objeto cuya cóncava hipérbole, sin dejar de hablar de lo que efectivamente está hablando, está anhelando la intensidad de la luz que cada escritor, a su manera, intenta aprehender como se aprehende el relámpago del dios? En la contratapa del libro Juan Terranova destaca dos cosas: el nivel abrasivo de la lengua y al mismo tiempo su transparencia. Son observaciones justas.

La tradición grotesca, merece mencionarse, sobre todo porque ella es, en su continuidad, un modo de protesta y de desesperación, una demanda muda dirigida a un dios indiferente y a un mundo despojado de sentido. Séneca, contemporáneo de Nerón, se inspiró en las grandes tragedias, pero lo que él le interesaba era el festival de peste, matanza de hijos, injusticias macabras. Se sabe que Séneca, a través de traducciones quizá salvajes, llegó al teatro isabelino, a Marlowe, a Ford, y no solo al primer Shakespeare. El grotesco exacerbado habla, a través de su espejo, del intenso luto del espíritu. Desto se trata, con todas las letras, del luto del espíritu; del deseo de alquimia.
Y ni qué hablar de un nombre mayor: La vida del Buscón de Quevedo, que alcanza en su exposición niveles teratológicos, sostenido incesantemente por el esplendor de su prosa. Desde luego, la protagonista del relato de Benítez no es pícara, y no en virtud de las tradiciones del género, sino por su posición: la gorda del relato es un puro sufrimiento sin salida y sin estrategia para obtener algún lugar adecuado en este mundo; el pícaro, ya lo sabemos, engaña a quien lo engaña en un circuito de degradación incesante. Pero también en el Buscón aparece de muchas y lacerantes maneras para nada aminoradas por el humor negro, la violencia de los cuerpos, de y sobre ellos. Baste recordar que al padre del Buscón el verdugo lo ejecuta y luego destroza el cadáver para exponerlo como lección dirigida a la población. Valle-Inclán también es una muestra de esto; su esperpento es un grito, un grito elaborado con la lengua del escritor gallego. Cuando Benítez, y este es un ejemplo entre otros, habla del trono del padre situado en su lugar en la mesa, con un matamoscas manual hecho de “asqueroso plástico”, ¿cómo evitar, por contraste, pensar en que el matamoscas es una caricatura absoluta y deliberadamente imbécil de ciertos poderes, poderes de la sugestión y de la palabra, que habitan nuestro mundo, muchas veces oxidados por la pátina degradante de lo cotidiano?

Juan Bautista Ritvo

Quiero insistir en esto: la escritura no es catarsis, ni bolsa de boxeo, ni ejercicio de tiro al blanco. Cito otro fragmento de Lo incomible: “La psiquiatra me aconsejó que llevara un diario para escribir todas mis emociones. ¡Catarsis! dijo. Fue así que comencé con la escritura para descargar el resentimiento, la amargura y la tristeza. El diario como tiro al blanco, como bolsa de boxeo, como grito al viento… Sobre el tejido adiposo e impenetrable la escritura hacía de punción y succión. Era una manera artesanal y precaria de remover la grasa. Del desgarramiento se desprendían trozos de memoria y dolor. De la grasa consternada caían durezas de imágenes, voces, palabras, sensaciones. Entonces recordaba el asco de una mirada, la reprobación de un tono de voz, los comentarios insidiosos o el vértigo de ser tragada por eso mismo que comía, como si llenarme la boca fuera una manera de sellar una boca ajena”.
Podemos advertir que, a través de las progresiones, con una metáfora sin duda justísima sobre la grasa consternada, la misma prosa produce un doble alejamiento: del realismo psicológico y del realismo costumbrista.
Esta gorda que se expande como todos los gordos del relato como materia maleable e informe, no es un ejemplo de alguna enfermedad, salvo que le demos al término enfermedad una expansión que abrace al mundo humano, a lo inhumano en lo humano. Es el fondo terrible sobre el cual construimos la luz y el vértigo, la inalcanzable tierra de promisión.