El marciano

Un perfil del narrador y creador del sello editorial Marciana.

Fernando Krapp
Denis Fern´ández
Fotografía: Valentina Rebasa

El lugar le queda bien. Lo que hay a su alrededor es un decorado que parece hecho a su medida; arrancado de su profusa, disgregante y confusa imaginación. Estamos en un café enfrente de la Plaza Tribunales. El café tiene una decoración exuberante. Abunda el cobre, los pisos parecen cortinas de viejas casas burguesas, las paredes están cargadas con estampas florales. Denis Fernandez se sienta al lado de la ventana. Es alto, usa anteojos redonditos, parecidos a los de John Lennon. Es difícil entrevistarlo. Cuando se le intenta hacer una una pregunta en clima de “entrevista”, responde: ¿en serio vamos a hablar así? La respuesta dice mucho sobre Denis Fernández. No hay nada que le moleste más que la falsedad, la impostura, el chamuyo. Sobre todo cuando habla con amigos. Ante la intención de hablar sobre él (así) sonríe. La intención es conversar acerca de su último libro titulado Especie salvaje y de las novedades de la editorial Marciana que dirige desde hace unos años, y con la que viene imponiendo un criterio y una mirada sobre la literatura argentina y latinoamericana contemporánea. Esta entrevista entonces es así; en ausencia hacia fuera. Porque hablar con Denis es así; caótico, disléxico y acelerado. Lo mismo pasa cuando se lo lee.
Denis Fernández nació en la localidad de Lanús, al sur del conurbano bonaerense, en 1986. Un lugar acorralado por galpones sin máquinas, largas avenidas sin rumbo y boliches levantados en casas victorianas. Cursó sus estudios secundarios en una escuela inmaculada de larga tradición católica; uno de los establecimientos educativos más recónditos del conurbano y con más sucursales. Como su tocayo (Denis Rodman, por supuesto), jugó en las inferiores de Lanús al basketball; un club de mucha categoría e historia a la hora de picar la pelotita. Estudió Comunicación, tuvo negocios varios y un buen día dejó todo para dedicarse a la escritura. Esa decisión, traspolada a nuestro pequeño universo, implica dejar el conurbano para mudarse a la capital.

Inició una serie de peregrinaciones, de casas de amigos a casas de amigos, una vida nómade contenida, marcado por un momento de fascinación y de entrega y de miedo y de euforia por la gran ciudad. Estudió guión de cine, publicó unos primeros pinitos en el periodismo, escribió poemas eléctricos que recitó en lecturas de poesía, esa contraseña para habitar la noche porteña en la segunda década del Siglo XXI. Empezó taller con Hernán Vanoli y eso se nota en sus primeros cuentos publicados por la editorial 17grises bajo el bello título (todos los títulos de su literatura son bellos) de Monstruos Geométricos. Denis Fernández traía con él no solo un estilo muy definido de frases cortas y poéticas, con una suave seducción epiléptica entre la trama y su forma, sino también un universo simbólico conectado con la cultura popular; el cine de David Cronenberg y David Lynch, la música pop, la cultura de la psicodelia, la obsesión por el fin del mundo, las mutaciones, las aplicaciones delirantes de la ciencia y la búsqueda frenética por entender cómo hacemos para vivir juntos.
A los cuentos le siguió una novela: Cero Gauss (2018) continuaba con su universo y lo ampliaba. También narraba una cartografía que durante años ha sido vampirizada por el género policial y el costumbrismo; Denis Fernandez logró hablar del conurbano y el mundo del trabajo (un mundo que mueve los hilos de las precarias relaciones sociales) desde el terror. Y lo hizo con el cuento más viejo de todos: el doppelganger. Cero Gauss puede leerse desde Carretera Perdida, claro que sí, pero también desde “El capote” de Gogol. Es la historia de un hombre desdoblado entre un prestamista de pasado oscuro y un hombre que decide criar una planta carnívora. El crecimiento de la planta marca una trayectoria de autoconocimiento y destrucción. El título remite a su tema: la eliminación algebraica de la matriz en un sistema de ecuaciones lineales.

Difícil de entender, la verdad. Aunque lo que se entiende es que la búsqueda de la narrativa de Denis Fernández poco tiene que ver con la causalidad del realismo convencional (a una acción le sigue otra y otra y otra hasta un final más o menos coherente con esa sucesión lógica) o la narrativa autoerótica del yo tan de moda en nuestros días (a una acción no le sigue nada sino que algo me pasó con eso y lo escribo porque para mi es interesante, etc.). Esa búsqueda de una lógica que excede las paredes del realismo es lo que intenta dinamitar Cero Gauss desde la fortaleza misma del costumbrismo: narrar el conurbano no apelando a un reflejo más o menos fiel, más o menos tierno, más o menos trunco, sino desde una impresión descolocada. O vale decir, desde una represión. Analizar cómo eso que se ha reprimido vuelve bajo una forma deforme y desdoblada. Y Denis Fern´ández no lo hace desde la copia, sino que lo hace con un algoritmo que no funciona del todo bien; desde una tecnología chamánica desapegada que los narradores del universo de Denis Fernández consideran ancestral.
¿De dónde viene eso? El mundo del conurbano está plagado de culebrillas, de tiradas de cueritos, de seres mitológicos que son la herencia trunca de las migraciones internas del noroeste, nordeste y de la mesopotamia argentina. Ese bagaje cultural, esa herencia cordillerana, mezclada con una sustitución de importaciones, con la materialidad dura de una industria liviana, es lo que refleja la narrativa de Denis Fernandez. El propio escritor ha dicho sobre los cuentos de Liliana Colanzi que pertenecen a un género de ciencia ficción en donde lo que falta es justamente la ciencia. Narran los despojos de esa ciencia, sus efectos residuales, mezclados con mitos ancestrales (reales o inventados, poco importa), ese rastro fantasmático de “acá hubo una tecnología” y ahora es un demonio, es lo que le interesa contar.

No resulta para nada raro que Especie Salvaje, su última novela (2021), en ese sentido, haya nacido (o crecido, porque en su mundo, un poco a lo Felisberto, las cosas “crecen”) de un viaje que el autor hizo con ayahuasca. En una entrevista que sí dio, Denis dijo: “Lo que pasó fue que salí de la ayahuasca y quedé flasheado. Estaba angustiado, y quedé más angustiado; quedé en un mood del que no sabía hacia dónde disparar. En mi caso, si no escribo se me cae el semblante y ando medio perdido. Incluso en la vida, sin proyectos en el horizonte, estoy errático con todo. Entonces esto empezó así, con muchos poemas”. Después de eso, Denis Fernández tuvo otro viaje; menos lisérgico aunque no menos delirante.
Intentó guardar el archivo, lo perdió y por un hackeo que le hizo un amigo, recuperó el archivo. El archivo tenía ochocientas páginas de códigos binarios y números alocados. Salteado, en medio de ese maremoto de programación arcaica, estaba su texto perdido. Su amigo le dio una indicación prosaica: “vas a tener que buscar ahí”. Y así lo hizo. Pero al hacerlo, no pudo evitar editar su propio texto con las indicaciones aleatorias de una computadora fuera de sí: “A partir de eso el libro cambió. Si no pasaba eso este libro sería otra cosa, un libro narrativo común. El rompimiento del texto, que se convirtió en un código binario, fue trascendental. A partir de ahí nació el libro.”
Especie Salvaje cuenta la historia de un chico que tiene clavada en su espina dorsal una “pata de cabra”. Para quien no esté familiarizado con el término, la “pata de cabra” es una enfermedad terrible que asola a los bebés cuando tienen vómitos, arquean la cabeza hacia atrás, y lloran sin consuelo. Se cree –es lo que cree la madre del narrador, lo que le dice el curandero de la cuadra– que su hijo tiene gusanos en la columna vertebral, y eso le está tocando una de las zonas más versátiles que tenemos: la médula. Sin ella, el cuerpo se despega de las indicaciones del lenguaje. Sin la médula nuestra sala de comando que llamamos cerebro no tiene lugar; el lenguaje se pierde en un espiral y el cuerpo se desdobla entre la acción y el pensamiento. El narrador –como la querida Yuna de Aurora Venturini– va perdiendo el órgano que lo diferencia de las otras especies. En esa caída libre que inicia el personaje, escrito con una lengua poética que salta cualquier género, Especie Salvaje se cuenta como un tour de force hacia la desintegración del narrador.

En el último tiempo se ha dado que muchos escritores tienen también editoriales. Si antes los escritores o las escritoras se acercaban al periodismo cultural para hacer sus primeras publicaciones y poner su nombre en circulación con la secreta intención de llegar a un editorial, hoy la estrategia está en tener la propia editorial y entrar a un mundo literario que pasa más por lo que ocurre en la FED que en la Feria del Libro del predio de La Rural. Denis Fernández pertenece a una nueva tradición de escritores que no tienen ambiciones de entrar a una editorial “grande” (o al menos eso inspira) y que entiende que el diálogo literario con sus contemporáneos pasa también por leerse y editarse entre sí. Con ese espíritu, creó hace unos años la editorial Marciana, y ha publicado a una serie de autores con los que su propia literatura hace sistema: al gótico latinoamericano de Giovanna Rivero en Tierra fresca de tu tumba, la novela de aventuras sci-fi Quédate conmigo de I Acevedo y sobre todo, con la escritora Lucila Grossman y su extraordinario Mapas terminales (hace poco publicó también su segunda novela, Acá empieza a deshacerse el hielo). También ha sacado libros más personales aunque no por ello menos “marcianos” como Arroyo, un bello libro sobre el proceso de escribir, de la actriz Susana Pampín. O el inclasificable Mario Bellatín (de quien Denis Fernández se ha declarado fan) con El palacio. Cada nuevo libro de Marciana, no solo echa luz sobre el movedizo universo literario en latinoamérica, sino sobre la propia escritura de Denis Fernández y cómo él la concibe.
Después de conversar casi cuatro horas, Denis Fernández  pidió la cuenta en este bar. Hizo varios comentarios sobre las paredes, sobre los cuadros del lugar y sobre la alfombra con flores que cubría las paredes (“Esto parece Pánico y Locura en las Vegas”). Se había hecho de noche, y tenía que volver a su casa. Invitó a cenar un “pollo con papas” y después de los abrazos y los golpes en la espalda, dijo: “pero no hablamos nada de la novela”. Tenía razón. No habíamos hablado nada, pero él había dicho todo.