Un detalle perdido en la biografía de René Daumal permite leer desde otro lugar su pensamiento estético, plasmado en uno de los ensayos incluido en “Pequeñas claves de un gran juego poético”.

DIEGO ERLAN

Hay un dato interesante para subrayar en la biografía de René Daumal: entre los quince y diecisiete años, a mediados de los años veinte, en una ciudad francesa como Reims, empieza a cuestionarlo todo. Y como una suerte de respuesta a esos cuestionamientos empieza a experimentar con diversas sustancias (primero con tabaco y alcohol, desde luego) pero también con otra forma de vida (se impone la agitación nocturna entre su grupo) y con sensaciones más extremas: una de ellas es la asfixia. A los quince, dieciséis o diecisiete años Daumal trataba de asfixiarse sistemáticamente para entender cómo desaparece la conciencia y qué poder ejerce sobre ella. A esa edad, dice, descubre la poesía. A la misma edad en la que sus amigos católicos descubrieron el satanismo. Un siglo después tiene el perfil de una reencarnación posible de Rimbaud. Como si Daumal tuviera un poster del poeta maldito pegado en su habitación de adolescente. Y en esas noches de charlas sobre ocultismo y poesía escribió, a los veinte, Pequeñas claves de un gran juego poético, una aproximación a su búsqueda estética. Un tanteo. El mismo Daumal, en 1935, confesaba haber tenido dudas de publicar el libro ya que aceptaba no haber llegado a lo que hubiera querido decir y, sin embargo, confiaba en encontrar algo en esa muestra. “Piezas líricas que están más cerca del grito que del canto”, arriesgaba, con las que tenía la intención de “desaprender a fantasear, aprender a pensar, desaprender a filosofar, aprender a decir”.

En uno de los ensayos que se agregan a esta edición, Daumal entiende a la poesía como a la magia: existe una poesía negra o una poesía blanca. Y aceptaba que el poeta tiene una noción confusa de su don. El poeta negro la explota para su satisfacción personal. “Cree que tiene el mérito de este don, cree que realiza voluntariamente poemas”. Y no es así. Daumal distinguía tres fases en la operación poética: la del germen luminoso, la del revestimiento de imágenes y la de la expresión verbal. Todo poema empieza en un punto oscuro y para hacerlo brillar hay que hacer silencio. (“Escribir con la boca callada”, diría Osvaldo Lamborghini mientras que su hermano mayor, Leónidas, escribiría ese poema de los dos sabios: el sabio negro y sabio blanco. ¿Casualidad? No lo creo). La segunda fase, que es la del germen luminoso, es una forma de desmalezar: revisar imágenes, encontrar conexiones, pero más que nada rechazar a las que sólo buscan servir a la facilidad, la mentira y el orgullo. La última fase es significativa con lo que mencionamos al principio sobre la biografía de Daumal. En esta fase, la de la expresión verbal, el poeta busca la respiración propia: aquel adolescente que trataba de asfixiarse en la adolescencia para hacer desaparecer la conciencia, en el año 1941, tres años antes de morir, encontraba en ese aliento una forma de apoderarse de los mecanismos de la expresión, comunicándoles su cadencia. El poeta, entonces, se erige como un alquimista que mezcla en una sola sustancia viviente, materias tan diferentes como las emociones, los conceptos y los sonidos. Esa creación es un monstruo agazapado. Un nuevo organismo que tiene vida y esa vida se la otorga el ritmo del poeta.

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