El desplazamiento
Casualidad y destino en la segunda novela de Fernando Bogado.
Paula Puebla

(Fotografía: Milena Pazos)
Literatura sobre la literatura es la motivación que marca una constante en la obra de Fernando Bogado, autor a quien conocimos por la entrañable Tierra ganada al río. Publicada este año por Omnívora Editora, Lebensraum se erige como una narración que indaga sobre contrapuntos universales, pero no por eso exentos de una singularidad atravesada por las miserias de un hombre cercano a la figura del antihéroe. Casualidad y destino. Vida, enfermedad y muerte. Amor y amantazgo. Escapar o ir a la guerra. Una melange de elementos que convergen en armonía para darle cuerpo a los días decisivos del protagonista en Islas Galápagos.

— El protagonista está, al parecer de forma provisoria, en las Islas Galápagos. En una de sus derivaciones, afirma: “Entiendo que hay un destino. Pero yo no quiero, nunca quise ser parte de él. Creo que mi actitud de negarlo emerge, por un lado, de la convicción de que existe y, por el otro, del fuerte deseo de seguir lo que a mí me parece correcto”. ¿Cómo se vincula el desplazamiento del personaje con esta ética del destino?
— Hace poco, hablando con Fernando Krapp, me di cuenta de que en la primera novela que escribí también había un personaje que viajaba. La elección de dónde situó la historia y demás tiene que ver con lugares que conocí, entonces la idea del escenario distinto, diferente a Buenos Aires, sirve para enriquecer la novela desde el punto de vista descriptivo. En la anterior me pasó con Brasil, en esta con Galápagos. Cuando estuve, lo que me flasheó de ahí fue la explosión vital que no se puede detener. Hay vida por todos lados, cosas rarísimas, desde las tortugas gigantes hasta lo que veías si metías la cabeza debajo del agua, cosas que ni siquiera tengo palabras para definirlas, tantos colores, tantos animales.
En esta historia, me parecía paradójico que un personaje tan miserable, mediocre, tan apegado a la idea de que va a morir, esté ubicado en un lugar que tiene que ver con una cosa diametralmente opuesta a como él se siente. Ese contraste me parecía interesante.
Por otro lado, el desplazamiento me parece vital en el sentido de que hay muchas historias que comienzan con alguien que llega, ¿no? Este personaje está llegando y trata de entender qué está haciendo ahí, no sabe muy bien. Podría haber ido a cualquier otro lugar, pero me gusta que haya elegido Galápagos, porque después eso se va conectando con otras cosas: cuando descubre quién es realmente Rafael, cuando relaciona la expansión hacia el este del personaje de Diermissen con la que él piensa realizar también. Uno de los puntos que me permitió cerrar la novela, en términos del desplazamiento, del destino y la coincidencia, fueron los primeros minutos de Magnolia, de Paul Thomas Anderson, donde aparece esto de “tiene que ser casualidad”. Acá es lo mismo, un tipo que se va a cualquier lado pero después encuentra muchas cosas que riman. No puede ser que todo encaje, tiene que ser casualidad. La cuestión del viaje a Galápagos se va resignificando en todos estos niveles. Lo que parece casual, luego termina yéndose para otro lado.

— Pareciera que hay un punto de partida, que es Buenos Aires, que es el Instituto, que es la vida en pareja y el amantazgo, que viene a trazar las líneas por las que circulan los vínculos y los hechos estancos. Sin embargo, ante la noticia de una enfermedad que avanza sin piedad, el personaje elige dejar todo eso atrás. ¿Qué busca en esa obsesión por Bruno Diermissen y en ese punto de fuga?
— La aparición de la enfermedad para mí tiene que ver con el hecho de que él escapa porque no quiere enfrentarse a todo lo que hizo en esa vida. El hecho de sentirse culpable, de tener esta tensión con respecto a su pareja regular pero también con respecto a la otra persona con la que estuvo, que también le devolvió algo que parecía no encontrar en la otra. Él elige no enfrentarse y casi parece que la enfermedad es una excusa para huir de todo eso a lo que no podía dar la cara.
También tiene que ver con la génesis de la novela que es el resultado de dos trabajos de traducción diferentes, uno para una revista de bioética y otro es un libro del Tercer Reich. En la revista, me tocó traducir un artículo del portugués al castellano que era sobre un argot, un término que se usa sobre todo en Inglaterra, que es “ir a Suiza” y se refiere a las personas que tienen una enfermedad terminal y hacen una especie de turismo de muerte. Ese artículo me flasheó mucho y me pregunté cómo podía haber un personaje que haga ese tipo de turismo, pero el problema es que en la región el único país que tiene legalizada la eutanasia, más o menos, es Colombia. El viaje también tenía que ver con la “inspiración” en ese artículo.
Lo que encuentra en Bruno Diermissen es una especie de motivo para seguir haciendo lo único que sabe hacer que, en última instancia, es investigar. Se mete con un objeto que desconoce totalmente y él tampoco es un especialista. Si bien tiene una idea de literatura y demás, no es un especialista de la Segunda Guerra Mundial. Inclusive, sus fuentes de investigación son las que a cualquiera puede acceder sin ningún tipo de formación: una carpeta, datos que le pasan, páginas de la National Geographic, quizás las peores fuentes. Sin embargo, aquello le permite meterse en esa sintonía y llevarlo a la pregunta sobre el motivo específico por el cual el personaje se obsesiona con Diermissen. “¿Por qué pasó tanto tiempo mirando esto?” “¿Por qué tengo ganas de resolver si Bruno se sacó tal o cual foto con las víctimas?”. Volviendo a estos primeros minutos de Magnolia, a él le llega esa carpeta de casualidad, porque un pariente de Diermissen un día pasó por el Instituto y se la olvidó. Queda muy suspendida esta tensión entre casualidad y destino, que nunca se resuelve y se traslada a todos los órdenes. Él no sabe por qué le interesa tanto Bruno pero insiste.

(Fotografía: Milena Pazos)
— El protagonista asegura que “no elegimos los espejos donde reconocemos nuestro reflejo”, para justificar la relación que ha ido forjando con este fotógrafo de la SS, a quien aborrece por lo que ha hecho pero en quien no puede dejar de pensar. Sobre este punto, aparece algo muy interesante, vinculado a una discusión muy actual, que refiere a las ataduras morales de la obra con el artista. ¿Qué pensás que sucedía con el arte del siglo XX que no ocurre con el de la actualidad?
— Está muy bien lo que señalás. Siendo ya mi segunda novela, y pensando en la tercera, veo que se repite la reflexión acerca del lugar de la literatura, de la tensión entre literatura y realidad. Básicamente, creo que la literatura no sirve como una herramienta de transformación política real o de intervención sobre la realidad. No descubro la pólvora, esta es una posición muy adorniana, pero me parece que hay una producción literaria contemporánea que realmente está convencida de que la literatura es una herramienta para cambiar la sociedad y claramente no lo es. Eso es quedarse en la superficialidad de lo que debería hacer la literatura y me parece que es una trampa política. Creo que para cambiar la realidad hay que hacer política, ¿no? Hay que militar, si me apurás, casi te diría que es preferible tomar las armas a creer que escribiendo una novela uno cambia la historia. A mí me molesta la figura del intelectual que cree que está haciendo política porque escribió una novela sobre algo que está pasando ahora, ¿viste? Eso es lo peor. La gente que realmente está cambiando la historia es la que participa políticamente en algún lugar, que hace algo.
Dicho eso, es interesante trabajar la forma novela para poner en escena esa tensión entre realidad y literatura, entre política y literatura. La ambigüedad constante que vuelve sobre el personaje es en realidad la ambigüedad estructural de la literatura, que está en esa niebla donde no se sabe bien qué puede y qué no puede hacer, en ese gesto de político de inutilidad si querés. Estoy convencido de que es así y de que hay que insistir sobre eso, porque sino el funcionamiento relativamente moral de la producción narrativa, sobre todo, que quiere funcionar de modo testimonial, interceder políticamente, al final termina reforzando el statu quo.
En esta novela, es un investigador de literatura el que se hace la pregunta sobre el problema de la belleza en el siglo XX, de la obra de arte que, en una frase benjaminiana, es también un documento de barbarie. Toda producción artística que se precie tiene que lidiar con el hecho de que emerge de un trasfondo así. Y eso no salva a ninguna obra de arte, ninguna es ajena a esa emergencia. En la obra literaria más plena, más cerebrada, de Kafka a Joyce, de Borges a Virginia Woolf o a Alfonsina Storni —quizás la mejor poeta del siglo XX— hay un diálogo muy abierto con el hecho de que emergen de un trasfondo que tiene que ver con el horror, con la situación política oscura. Por ejemplo, las hermanas de Kafka murieron en un campo de concentración y es muy fuerte poner esos datos en serie, porque regresan a este costado de barbarie. La pregunta sobre el arte del siglo XX es una forma muy lateral de pensar la ubicación y el estatuto actual de la obra de arte. Creo que este problema de la literatura asumiendo roles morales es un esfuerzo por tratar de borrar o poner en segundo plano el hecho de que también emerge de un costado de barbarie, del cual es muy difícil desligarse. Es preferible trabajar eso dentro de la trama narrativa antes que darlo por saldado.

— Hablás de una distancia también. El arte en el siglo XX se alejaba lo más que podía de ese objeto que iba a mirar, a observar, a describir. Y hoy, por decirlo en el lenguaje no académico que me es propio, la literatura selfie —en la que uno es objeto, es personaje, es centro, y todo lo demás es periferia— parece conformarse como su contrapunto, ¿no? Hay negación del horror y negación de la distancia.
— Te sumo otra cuestión. Ese es el gran tema de la literatura del yo. No creo que todos los escritores estén haciendo eso, pero sí que hay un sector importante de la literatura contemporánea argentina que va hacia ese lado y que, obviamente, al perder esa distancia, te queda una cosa muy del registro banal del yo. Como se quejaba Borges en el prólogo de La Invención de Morel, que refería a la transformación del tedio cotidiano en asunto. Justamente, la pregunta sería cómo distanciarse de ese tedio cotidiano. Mi respuesta ante ese panorama ha sido hacer algo que parece que ya no se hace, que es sentarse a investigar algo que uno no sabe. Porque además de pronunciar la distancia, hay que producirla. A través de una investigación a título, te diría, símil académico, donde uno debe meterse a fondo y en la que va a invertir tiempo. Esa narrativa es la que mejor puede responder a esta concentración tan subrayada en lo yoico. No me parece mal como principio, pero sí me pregunto sobre qué tipo de yo se escribe, porque parece la banalidad de la pena burguesa cotidiana.
Hay escritores de mi edad que todavía están haciendo algo mucho más jugado, que es animarse a la literatura de género pero en el sentido más puntual del término. Los cuentos que escribe Tomás Downey, por ejemplo, que me parecen alucinantes. Juan Ignacio Pisano, que ganó el primer premio FILBA, con una novela de ciencia ficción, muy en la onda post apocalíptica Mad Max, que tiene reglas. También me parece muy interesante Michel Nieva, que está haciendo algo que no es muy fácil de encontrar en la literatura contemporánea, con una ciencia ficción muy apoyada en el lenguaje.

— Lebensraum significa espacio vital y transcurre en un lugar donde la naturaleza es la marca país, su principal capital, y cuya fauna, por momentos, parece adquirir un estadio muy superior al de los humanos. “Estoy viviendo el eterno presente de los animales. Soy un animal más. Encerrado en esta jaula florida, en este infierno soleado”, afirma el protagonista que se ha entregado, por decirlo de alguna manera, a otro tiempo. ¿Qué buscaste en este tejido entre lo animal, lo humano y la muerte?
— La idea de lo animal está fuertemente vinculada con la de la naturaleza en el sentido de la indiferencia natural hacia estos temas, si querés, humanos. Como una naturaleza que hace porque hace y porque está más allá de las restricciones simbólicas que a nosotros nos permiten ordenar los hechos, entender la vida y demás. Hoy la naturaleza es una temática abordada por determinadas obras desde una crítica ecológica. Pero en la novela está la naturaleza como algo que no se puede detener y como algo que no está puesto en peligro, ¿no? Salvo por algunas cuestiones, pero que también parece que están dispuestas armónicamente.
Lo que me interesaba ver en la naturaleza es la tensión que arma con la obra de arte. Una naturaleza incontenible, que no se puede frenar, y algo que trata de capturarla y entenderla pero que se reconoce como algo limitado. En la novela anterior, Tierra ganada al río (Letras del Sur, 2018), me gustaba esa idea de que la obra de arte le ganaba a la experiencia. Una victoria pírrica, un ratito de orden, pero que después eso tendía a disolverse, como la tierra que se gana al río. Y situar esta novela en Galápagos tenía que ver con una vida desinteresada por la miseria humana, lo que hace doblemente miserable al personaje. Un chabón que es un cobarde, muy metido en su muerte, pero que al mismo tiempo está ahí y hay algo que no puede dejar de dar cuenta por esta naturaleza explosiva que tiene a su alrededor.

— La guerra también está muy presente, no solo mediante la historia de Diermissen sino también en la de Rafael, el dueño del hostal Germania, que sostiene que “la guerra predispone a la memoria” mientras que “la paz es sinónimo de olvido”. ¿Qué dicen afirmaciones como estas en relación al protagonista, que ha decidido cursar su enfermedad sin “combatirla”? Lo pienso en relación a las metáforas bélicas que se usan para referirse a los tratamientos de las enfermedades, algo sobre lo que escribió Susan Sontag hace tiempo.
— La contraposición con la figura de Rafael tiene que ver con el hecho de que el protagonista es alguien que no toma el control de lo que está pasando y no lo intenta tampoco. Y Rafael es la voz que dice que hay que hacer algo, que no se puede buscar la tercera posición todo el tiempo.
Mientras escribía la novela salió Wërra, de Federico Jeanmaire, y la compré muy preocupado porque yo estaba, en última instancia, escribiendo reflexiones que tenían que ver con el problema de la guerra. Y no me pareció tan buena, había empezado bien, estaba presentada con un tema interesante, pero conducía a una idea muy sonsa de lo que es la guerra: un intercambio de puntos de vista que llevan a que gente que no tiene nada que ver muera. Para mí, la guerra no es meramente lo que dice uno y lo que dice otro, no es nada más un desacuerdo sobre algo. Hay otro problema ahí operando, mucho más cerca del pensamiento posmarxista, y acá me sitúo en Laclau estrictamente, de que la política es la forma de tratar de evitar un trasfondo de guerra natural, ontológico. Nosotros estamos predispuestos a la violencia, entonces ¿cómo articularla de una manera no mortal? A través del disenso político. Pero la guerra está siempre en el trasfondo, no es apenas un desacuerdo. Yo no creo que todo el tiempo se pueda sostener una tercera posición, en algún momento tenés que tomar partido, ¿no?
Ahora en la novela tenés gente que ha tomado el peor de los bandos posibles. Diermissen es un nazi. El protagonista todo el tiempo dice que su historia es apasionante pero en el fondo no olvida que el tipo era un agente de la SS que mató gente. Rafael, a la larga, tiene algo con la instancia bélica que lo deja en un lugar particular, sabe que hay que tomar una posición y al mismo tiempo ser consciente de ella. Yo creo que es la gran pregunta que termina quedando en suspenso hacia el cierre de la novela: ¿qué vas a hacer ahora con todo esto?
Me resultaba gracioso que el personaje parece haber tomado la decisión de irse a Colombia, que sería también desligarse de su propia muerte o transformarla en una instancia más de burocracia organizada, pero lo detiene es que cierran los aeropuertos por la pandemia. Él también está forzado a una situación ambigua que ya no está produciendo él mismo sino que el contexto así lo dispone.
Habría que revisar a fondo qué pasa con nuestros relatos que recuperan de una u otra manera el problema de la guerra. Hay una observación muy interesante de Martín Kohan en El País de la guerra que, en los contextos de guerra argentina, la literatura escapa, no así en los contextos de paz. La contraposición es Diario de la guerra del cerdo, de Bioy Casares y Los pichiciegos, de Fogwill. Vayamos a respuestas que están más adelante, Las Islas, de Carlos Gamerro, también, una novela donde la guerra aparece satirizada pero con una especie de forma grotesca muy interesante. Muestra todos los movimientos, los colores, los vaivenes, que tienen ese tipo de decisiones tan particulares, y que luego explora en el resto de su narrativa. Patricio Pron con su novela sobre Malvinas, Nosotros caminamos en sueños, también tiene esta nube. Confesión, la última novela de Martín Kohan, que me parece un escritor muy atrevido, hace su propio juego estético y abre preguntas. La literatura tiene que servir para eso. Yo no tengo una respuesta clara de qué es la guerra; sí sé en qué zonas uno tendría que ubicarse y es interesante rastrear ese tratamiento para ver las respuestas. Wërra también es una respuesta a una idea de guerra, pero me parece que termina buscando una conciliación donde no la hay. Quiere cerrar el vacío a través de una posición biempensante pero falsa.
— ¿Qué es un libro para vos?
— Para mí un libro es un objeto alrededor del cual giro. Toda mi vida laboral se compone de muchos trabajos y todos tienen que ver con los libros. Trabajo como editor, como periodista cultural, como docente, como investigador. Para mí el libro es mi vida, en el sentido más literal, pero también es algo que me parece transportable. Tengo un amigo, Juan Moretti, que dice que le gustan los libros que tienen justo el tamaño del bolsillo de la campera. Eso está buenísimo. Siempre que salgo, lo único que llevo seguro son los cigarrillos y un libro. Hay algo muy compañero en todo eso, ¿viste?