Conjurar lo extraño
En La vida es extraña, Andrea Álvarez Mujica hace de la imaginación una herramienta para reordenar el pasado y ajustar cuentas con el presente.
Mariano Granizo

Toda novela está anclada a su tiempo, surge de él y se solidifica en la última corrección a la que se enfrenta. La realidad, por lo tanto, está allí, en el contexto en que comienza a circular el texto sin que el autor lo pueda encauzar, más allá del compromiso con su tiempo que haya tenido el escritor con aquello a que le daba forma, compromiso interno y externo con lo escrito. Andrea Álvarez Mujica con La vida es extraña (Hormigas Negras, 2021) propone la que puede ser la primera novela que asume la realidad del estado pandémico en la cabeza de los lectores; sin linealidades obvias, sin una intención de reflejo simplista de lo ocurrido, Mujica echa mano al género de la ciencia ficción como un marco que habilite la posibilidad de referir sin nombrar.

Pero la ciencia ficción no gobierna el texto, sino que se presenta como la posibilidad de intervención sobre aquello real que rodea al escritor, Leopoldo, protagonista de la novela. El carácter especulativo de la ciencia ficción permite alejarse de la cosa, construir otra cosa que remita a ella sin serlo y, finalmente, intervenirla, significarla, pero sin colapsar sus sentidos ni sus resultados. El compromiso de Mujica está en la elección del estilo, en sofrenar la autorreferencialidad, desdibujándose y haciéndose enorme a la vez en la imagen del personaje escritor, con todos sus clichés (miserias incluidas).

Mujica construye un personaje que asume la necesidad de escribir por encargo, es decir, escribir por dinero, es decir, escribir dentro de los parámetros de un género adecuando una idea ya preexistente o buscando que surja en el trayecto de la escritura. La vida real, la cotidiana, la que lo implica en actos como preparar un bife con papas fritas o retirar de la escuela al hijo, esa vida real lo muestra lleno de miserias y tristezas irresueltas que alimentan la construcción ficcional, pero sin ser un derivado de ella o un gesto catártico absurdo por lo imposible en lo fáctico. Para Leopoldo, la escritura es trabajo, y esto implica a veces estar más de acuerdo con el producto y otras menos o, incluso, hasta asqueado por haber participado de esa escritura; escritura de ficción o periodismo: allí puede estar la autobiografía de Mujica, pero solo para quien necesite creer que es ella quien porta el nombre al que se le atribuye la novela desde la tapa.

Mujica escribe acerca de la posibilidad de escribir sobre un hecho tan próximo, sobre los mecanismos para hacerlo, sobre las causas por las que un escritor puede llegar a verse tentado a hacerlo; todo esto sin siquiera hablar sobre el hecho, solo manejando leves insinuaciones, algo que altera la normalidad y preanuncia un posible fin del mundo, una toxicidad en el aire a la que puede burlar tomando las medidas de cuidado necesarias, un reflote reactualizado, en proyecto tan solo, de El eternauta, retomando la potencialidad narrativa y acorde a los tiempos que corren, agenda incluida.
Entonces, lo que venimos diciendo es que Mujica escribe sobre un personaje que escribe una novela sobre un escritor que vive en un momento apocalíptico o de ruptura con la normalidad instaurada. Mujica, por eso mismo, comienza su narración con un capítulo cero que no es otra cosa que una escena de la novela que Leopoldo está intentando escribir; ya en el capítulo uno, al sacar la nariz de la línea de flotación de lo ficcional, podemos percibir en el día a día del personaje escritor, narrado en una tercera persona que es testigo de su derrotero progresista entre otros progresistas inmersos en un país plagado de situaciones y gente que en nada se le parecen; pero es allí donde surgen las ideas que irán a poblar la ficción, una forma de ajustar cuentas con lo real que, se sabe, no podrá modificarse, o al menos no en la medida que un escritor como Leopoldo, cliché, ya se ha dicho, y un tanto bobo para enfrentar la realidad, desearía. Ceder ante lo que preferiría no escribir, pero filtrar referencias literarias (Mailer, Hemingway, Proust), como si así se sintiera Leopoldo mucho más tranquilo con eso de escribir por dinero. Hacerlo por dinero, hacerlo por un ajuste de cuentas con la realidad, hacerlo para ocultar lo real de su vida tras episodios que, lo más sci-fi posible (naves espaciales, viajes en el tiempo, batallas contra otros a los que se considera enemigos, armas extrañas y entidades extraterrestres: sí, el imaginario de Oesterheld a la enésima potencia), le permitan ocultar a Leopoldo la verdadera razón por la que escribe, un intento desesperado por reordenar el tiempo, esos fragmentos de recuerdos dispersos en su cabeza que, en el día a día, no tienen existencia alguna, materialidad, y que precisa que sean fábula para que, finalmente, le hagan sentir que ha estado vivo, de un modo más inocuo del que hubiera deseado, pero vivo al fin.
En La vida es extraña, Mujica es cruel con su personaje; pero, en ese acto de crueldad en que carea al escritor progresista por antonomasia, plantea el único sentido de la ficción: intervenir lo real, al menos para comprender sus efectos.