Las máscaras del flâneur

Oficio y artificio en el último libro de Edgardo Scott

Mariano Granizo

No hay libro más odioso con sus lectores que el que empieza por chantajearlos o condicionarlos desde su solapa. Ese es el espacio desde el que se pone sobre aviso todo aquello que debería llevar al lector a elegir o aceptar el texto sin cuestionamientos; acaso por eso, se impone siempre la idea de que es el autor el que está ahí presente, y que no solo es la misma persona que ha escrito el libro sino también la que va al supermercado, la que paga los impuestos o se sienta en el inodoro. Scott no; sólo es un tipo que ha hecho algunas cosas, todas relacionadas a la escritura. Por lo pronto, la existencia en él de un oficio es lo que único que nos dice la solapa de su último libro de relatos.

Sabemos además que lo que dice un personaje no es lo que opina el narrador, que a su vez no es la opinión del escritor y que, en última instancia, tampoco es la del sujeto que vive los días cuando no está escribiendo. Por esto mismo se puede asegurar que Edgardo Scott ha elegido mostrarse como lo que es: un tipo con oficio de escritor, un tipo que, además de manejar una escritura fluida (que cualquier lector más o menos agudo puede llegar a tener hoy en día), logra poner distancia entre él, ese tipo nacido en Lanús en 1978, y las intervenciones como observador del mundo que rodea a un personaje muy parecido a él que atraviesa los relatos que componen el libro titulado Cassette virgen (Emecé, 2021).
Relatos, digo bien. Porque lo que cuenta Scott en este texto fragmentado, apostillas, huellas, restos de una persona quizá parecida a él, bien podría terminar en cualquier parte de lo narrado sin que ese final constituya un cierre, porque no va hacia ninguna parte, porque no tiene ningún fin más allá que la escritura, porque no busca entrar en esa pedagogía ni el cariz mediador de una idea como ocurre en el cuento clásico. Sí se planta con firmeza en ese rumiar silencioso de la lengua y sus puestas en acto, en ese placer que surge de hablar la “lengua materna” en tu lugar de origen (una lengua construida en base a elecciones y concesiones, propias y ajenas, actuales y añejas), llena de personajes y lugares propios del mundo que podemos habitar a diario, con mayor o menor distancia, revelándonos, quizás, un hábito de flâneur o caminante, que ya había leído en los otros, como flâneur de textos y vidas ajenas, en Caminantes (Godot, 2019); porque, como bien recuerda el clásico libro de Louis Huart, es caminante o es flâneur, según se trate de la lengua materna o de la lengua extranjera; Scott vive en París, traduce del inglés, escribe en argentino.

En este recorrido fragmentario, Edgardo Scott se coloca las máscaras apropiadas, según la ocasión lo requiera, para trazar un itinerario que se sucede entre patios internos de hoteles y casas perdidas, personajes memorables de un edificio compartido (personajes, porque nunca podrá saber quiénes eran en realidad), un monumento a los veteranos de la Guerra de Malvinas, escuelas públicas, clases de inglés, trabajos diversos, anécdotas recuperadas (y modos de contarlas), serpientes que te miden para devorarte, masculinidad noventera, hermanos y la idea de fraternidad, la figura de Ricardo Piglia y el primer concierto de Joy División.
Lo sabemos de sobra: la lengua extranjera es siempre indócil, cuando no imposible de dominar. Y suele volverse una máscara grotesca que nunca le quedará bien a quien pretenda portarla fingiéndola propia, por más que dedique muchos años a su estudio.
Scott lo intuye; es por eso que astutamente opta por colocarse una máscara sobre otra y otra y otra más. Porque esas máscaras jamás dejan de ser apenas un antifaz siempre revelador del artificio: aunque callemos el nombre del portador por simple delicadeza, un antifaz que no consigue poner la suficiente distancia con la construcción de la ficción (distancia que, claro está, es su construcción misma), generando un texto inclasificable, el registro fragmentario de un flâneur con oficio.