En un nuevo libro de conversaciones, el especialista francés Roger Chartier analiza la situación de los libros y la experiencia de la lectura en pandemia.
DIEGO ERLAN

Conocemos el caso. Quizás sea la historia de lectura más conocida y fascinante de la cultura. La de Menocchio es la historia de una interpretación deforme luego de haber leído una serie de páginas, líneas que activaron en una cabeza una fantasía alucinante. Cuando la Inquisición empezó a investigar por herejía a aquel humilde molinero friuliano del siglo XVI conocido como Menocchio (su nombre verdadero era Domenico Scandella) sintió curiosidad por los orígenes de esas ideas. La que les resultaba más extraña era la que explicaba, según Menocchio, la creación del mundo. Desde su cosmovisión, el mundo no había sido creado por Dios ni por ninguna otra divinidad. Menocchio estaba convencido de que la Tierra había existido en estado de caos, pero se había solidificado cuajándose como un queso, del que crecieron inmensos gusanos que luego se transformaron en ángeles. Podría ser una imagen propia de Lovecraft o algún fotograma de una de esas películas excesivas de Bertrand Mandico, como la reciente After Blue (Paradis Sale).

Carlo Ginzburg supo investigar el juicio por herejía, analizar el caso y establecer una serie de conclusiones que se volvieron referencia para distintos campos de estudio. En El queso y los gusanos estudia de qué manera aquel molinero friuliano aislaba, a veces deformándolas, palabras, frases, comparando pasajes distintos, haciendo brotar fulminantes analogías. Ese análisis lleva a Ginzburg a postular una clave de lectura para Menocchio: lo que hacía era triturar y reelaborar sus lecturas al margen de cualquier modelo preestablecido.

Sus afirmaciones más desenfadadas tenían origen en textos inocuos como los Viajes de Mandeville o la Historia del Giudicio. “No es el libro como tal, sino el enfrentamiento entre página impresa y cultura oral lo que formaba en la cabeza de Menocchio una mezcla explosiva”, plantea Ginzburg. La lectura de Menocchio –entiende Martyn Lyons– se basaba en textos eruditos, que por azar llegaron a sus manos en la pequeña comunidad en la que vivía, y que había tomado prestados: la Biblia en lengua vernácula, el fantástico relato de Mandeville, una edición no expurgada del Decamerón de Boccaccio, El florilegio de la Biblia y el Corán. Ginzburg analizó que estas lecturas le dieron a Menocchio las herramientas conceptuales que necesitaba para expresar su propia visión del mundo. Asimilaba y distorsionaba lo leído. Su herejía surgió a partir de confrontar e intercambiar la palabra escrita, por un lado, y, por otro, la cultura campesina arcaica. Recién pensaba en Menocchio y en estas conclusiones de Ginzburg porque, como dice Roger Chartier, la lectura es fundamentalmente una práctica y lo relevante es reconocer que se la debe pensar en su pluralidad histórica y social. “Las lecturas están siempre inscritas en una diversidad de determinaciones que remiten a los códigos, convenciones, expectativas y competencias de los lectores, que varían según los lugares y los tiempos.”

Chartier parte de ese postulado básico para tratar de pensar la situación actual en el libro Lectura y pandemia, que reúne una serie de conversaciones que mantuvo con Nicolás Kwiatkowski y Alejandro Katz y luego con Daniel Goldin. Es interesante el diagnóstico que hace Chartier sobre la situación de la lectura. Estos años de confinamiento (donde nuestra vida social se llevó a cabo entre pantallas) tuvieron sus consecuencias y una de ellas, para Chartier, es cultural. “Vivir en el mundo digital posiblemente sea generalizar para la lectura, para todas las lecturas, cualquiera que sea su objeto, las prácticas dominantes en el mundo digital: las de las redes sociales”, plantea. Y la lectura de las redes sociales es una lectura acelerada, impaciente, fragmentada. Uno de los riesgos de la preponderancia de este tipo de lectura sería para el conocimiento y el otro sería para la democracia. El tono de Chartier no es apocalíptico, para nada, sino que plantea que el mundo lector debe entender su condición anfibia: se trata de experiencias de lectura diferentes y hay que entender cómo manejarlas.

En el ecosistema del libro no hay un solo soporte de lectura y la experiencia de lectura se modifica en cada uno. No se trata de denostar la lectura de libros digitales ni el acceso a los libros en el entorno digital. El lector, entiende Chartier, es un cazador furtivo, un peregrino, un viajero. El entorno digital tiene una lógica temática, tópica, algorítmica, donde el lector se vuelve previsible. Y sobre eso, justamente, plantea Kwiatkowski en una pregunta: sin la posibilidad del encuentro entre los lectores y el libro físico (y sus geografías particulares) no existe la posibilidad del azar. Chartier acepta que esa es una figura importante para pensar la distinción entre las dos maneras de relacionarse con la lectura: dos lógicas. Una permite descubrir lo que no se buscaba, que abre la posibilidad de lo inesperado o del encuentro que sorprende. Esa es la lógica del viaje, que podría perderse si sólo nos atenemos al algoritmo, que permite encontrar más rápidamente lo que se busca, lo que ya se conoce y se vuelve predominante, ubicua. Lo propio del algoritmo, plantea Chartier, es que te permite encontrar lo que esperabas, porque el algoritmo sabe lo que cada uno espera. De esta manera, Chartier ilustra la oposición entre ambas lógicas. “No implica necesariamente que una sea superior a la otra: corresponden a deseos y experiencias diferentes”.