Hugo von Hofmannsthal y Karl Kraus
Maximiliano Crespi

Hay una meta, pero no hay un camino;
lo que llamamos camino es vacilación.
Franz Kafka, Aforismos, 26.
En el breve prólogo a El Libro de los Amigos de Hugo von Hofmannsthal, Pablo Gianera, el agudo ensayista y traductor del volumen publicado por La Tercera Editora, arriesga como al pasar una serie de hipótesis atendibles en más de un sentido: “A diferencia de su rival Karl Kraus, Hofmannsthal no se resigna a la vanidad del pensamiento concluso que precipita en el aforismo. Suele ser asertivo, pero no pierde la humildad. Quienes pretendamos ahora reunir nuestras Aufzeichnungen, nuestras anotaciones en libretas, deberíamos ser parejamente humildes y rendir homenaje a Hofmannsthal”.

Dejando a un lado el anuncio entre líneas de la primera persona en la frase final, hay planteadas en el fragmento citado al menos tres cuestiones que podrían ser objetables:
Punto uno: la argumentación que pliega el carácter de una disposición anímica no sobre un estilo sino sobre una adopción genérica. Sólo bastaría citar el nombre de Franz Kafka para quebrar esa identificación lineal entre el aforismo y “la vanidad de un pensamiento concluso”. Y bastaría también recordar las primeras líneas de la “Declaración” que abre la selección de artículos de Die Fackel en la edición española de Acantilado, a cargo de Adan Kovacsics (“Sólo soy uno más entre aquellos epígonos / que en la antigua casa de la lengua han vivido. / Mas dentro tengo mi propia vivencia, / escapo por fuerza y destruyo Tebas. / Aunque tras los viejos maestros venga / doy venganza a los padres de forma sangrienta. / Sí, epígono: intuyo lo digno del pasado / Mas vosotros sois los informados tebanos”), para hacer notar que el carácter y la fuerza del pensamiento krausiano tiene en efecto raíces mucho más profundas que la mera vanidad personal.
Punto dos: la idea que postula una rivalidad entre las formas y los géneros como ecos de una rivalidad (previa) entre las inclinaciones estéticas y los temperamentos de estilo. Alcanzaría entonces con mentar los nombres de Goethe, Shakespeare, Lichtenberg y Wilde, de los más profusamente citados por Hofmannsthal en El Libro de los Amigos, para deshacer ese esquema de polarizaciones y afinidades electivas. Ya el joven Kraus consideraba a Goethe —como el propio Hofmannsthal— una de las más grandes plumas de la historia y solía citarlo de memoria, con una precisión quirúrgica, con recurrente frecuencia; por otra parte, como bien dice Edgard Timms, “Kraus siempre respondía a los acontecimientos políticos empapado de Shakespeare”; asimismo, apreciaba y celebraba al profesor Lichtenberg en tanto diarista, pero lo consideraba “de verdad insuperable como aforista”; y, finalmente, tenía a Oscar Wilde por uno de los escritores decisivos de la época, tanto por sus construcciones literarias como por su “coraje y conciencia moral”.
Y punto tres: esa suerte de consejo (gratuito) que sindica la humildad como un atributo literariamente positivo o, por lo menos, preferible. Sobre esta cuestión, y dejando a un lado los cada día más frecuentes casos de afectación chantajista, valdría la pena recordar que, si bien la actitud vanidosa tampoco garantiza resultados, a diferencia de la humildad, no puede ser acusada de buscar en la empatía una solicitud de indulgencia.

El Libro de los Amigos es sin duda una obra maestra de la prosa breve. Y es probable que los lectores de Markson vean en él acaso a uno de sus precursores. El procedimiento de la cita y de la apropiación textual funciona en efecto como una política de la amistad. Pero no en el sentido en que la concibe Proust, como una amistad en su primitiva pureza, sino como una amistad en medio de la guerra. Porque el de Hofmannsthal es ante todo y sobre todo un compendio de citas que sintetiza una moral. Y en función de eso alimenta esa especie de amistad límite que es la que emerge del reencuentro con las voces de los escritores muertos como respuesta oblicua y, por eso mismo, a la vez elegante y efectiva ante la sorda banalidad del presente.

Tiene razón Gianera: el de Hofmannsthal es el libro de y para los amigos: “el remitente es el destinatario; y el destinatario, el remitente”. En ese círculo se sella un pacto de fidelidad, pero también la ilusión romántica de una complicidad extemporánea. Padres y abuelos vuelven a la vida mutilados, pero paradójicamente más fuertes. Vuelven convertidos en aliados para dar su mejor estocada en una batalla que les es ajena y en la que se baten sin mezquindades y sin compasión.
Karl Kraus llevó sus convicciones hasta el final. “Hago que el guardia baile al son de la música que prohíbe”, escribió con picaresca lucidez. Convencido de que sin injusticia y sin arbitrariedad nada se lleva acabo, construyó una obra de dimensiones colosales en cuyo núcleo se impone una moral que, escrita en presente, tuvo que tomar posiciones muchas veces beligerantes ante los grandes nombres del pasado. Escribía desde la certeza de que es falso que los muertos no cambian. Por eso insistía en recordar que “la fealdad del presente tiene fuerza retroactiva”. Y por eso al verse solo en medio de una batalla de ideas, como William Hazlitt aunque en una lengua diferente, escribió, resignado a las consecuencias de su temperamento, que “el débil duda antes de tomar una decisión; el fuerte, después”.
En eso Hofmannsthal sí fue más listo que Kraus. No dio todas las batallas en declarado nombre propio. En El Libro de los Amigos concibió su jugada más lúcida: hacer de ese “libro de y para los amigos” su libro más propio. Elaboró así, desde el artilugio del ensamble de citas ajenas, la cifra de un autorretrato. En vez de hablar de (las palabras de) los otros, hizo que (las palabras de) los otros hablasen por él. No hay crítico que no haya tenido alguna vez ese dulce sueño; no hay escritor que no lo haya temido por su parte en la forma de una pesadilla.