Loca lectura
Thomas Wolfe reconoció que devoraba libros y un poco lo enloquecieron. En cada uno de los relatos del volumen “Cuentos” publicado por Páginas de Espuma, demuestra por qué es uno de los grandes escritores estadounidenses.
LUIS GUSMÁN

Thomas Wolfe estaba loco por la lectura, al revés de la idea de que la lectura es una tabla de salvación. Como un lobo, devoraba los libros, aullaba cuando leía. Como Nemo, se sumergió en la biblioteca de la universidad que era como el fondo del mar. En realidad, parecía un lector rabelesiano: “En un período de diez años, leí por lo menos veinte mil volúmenes –he calculado por lo bajo deliberadamente– y abría las páginas y las hojas sueltas muchas veces más ese número”.
Las noches de Wolfe, que tiene un relato que se llama No hay puerta, incluido en el extraordinario y contundente volumen Cuentos que acaba de publicar Páginas de Espuma, transcurrían de esta manera: “En la universidad por la noche, merodeaba por los estantes de la gran biblioteca y sacaba libros de mil estanterías y los leía como un loco”. Como el Quijote, a Wolfe leer lo había vuelto así. El estilo, hasta autobiográfico y confesional, no admite la ironía enciclopedista, ni la de Bouvard ni la de Pécuchet.

La loca lectura no tiene nada que ver con la erudición, ni con las distinciones académicas: “La idea de aquellas grandes cantidades de libros me volvía loco: cuanto más leía, menos parecía saber, mayor parecía ser el inmenso número incalculable de lo que nunca podría llegar a leer”.
Como el inventor de Arlt, como el cartógrafo de Piglia, como el lector con lupa de Héctor Libertella, Wolfe tiene sus propios métodos y sus propios instrumentos: “Escribía enormes gráficos y planos y proyectos de todo lo que me proponía en la vida: un programa de trabajo y de vida que hubiera agotado la energía de diez mil hombres”. Pero la lectura pantagruélica exige más: “Me levantaba en medio de la noche para garabatear catálogos demenciales de todo lo que había visto y hecho, del número de libros que había leído…”.
En esas noches se anticipaba a Umberto Eco y se volvía un lector medieval tomado por el vértigo de las listas: “Entonces empezaba otra lista que llenaba con enormes catálogos de todos los libros que no había leído…”.

La lectura abre una puerta. Pero basta pensar en Madame Bovary, en Bouvard y Pécuchet, en el Quijote, en Wolfe: la loca lectura también existe y se abren otras puertas, se corren otros cerrojos, y a veces la llave puede ser inútil o equivocada. Esto no es una moraleja, o si se quiere es una contramoraleja. Leer es una práctica verdadera, a veces un loco afán. En su necesidad y en su ignorancia, pero también en su instante de lucidez, los censores conocen ese peligro de la loca lectura.

Nadie como Proust ha dicho de qué se trata: “Una vez leída la última página, el libro estaba acabado. Había que frenar la loca carrera de los ojos y de la voz que los seguía en silencio, deteniéndose únicamente para volver a tomar aliento con un profundo suspiro”. Wolfe dice que era hora de volver a casa, de poner fin a ese largo viaje hacia la noche. Por supuesto, no a su domicilio sino, dice, a la tierra, a pisar su tierra: “Entonces un día me desperté por la mañana y pensé en casa. Se descorrió en mi memoria, se descorrió un cerrojo y se abrió una puerta”.