El pez nacional
Irina Podgorny y el bagre en los orígenes de la argentinidad
Bibiana Ruiz

Durante más de veinte años, Irina Podgorny leyó, transcribió y escribió sobre un pez. Se podría argumentar que es algo común entre las personas que se dedican a las ciencias naturales, que es parte del trabajo cotidiano o que todos en algún momento se cruzan con un espécimen que les resulta peculiar. Pero, como decía Goethe en su poema sobre la metamorfosis de las plantas, “todas las formas son similares, y ninguna es igual a la otra”. En ese sentido, el pez de Podgorny no es cualquier pez, es el bagre que encendió la chispa. En 2018, mientras revisaba las pruebas de su libro Florentino Ameghino y hermanos publicado en 2021, la investigadora descubrió que ese pez del que tanto se ocupó era el mismo que el joven había bautizado “Typupiscis lujanensis” cuando todavía era una promesa de sabio. El descubrimiento fue casi una casualidad, pero disparó en la autora un frenesí tal que escribió Los argentinos vienen de los peces (Beatriz Viterbo) en apenas quince días. ¿Obsesión? Tal vez. ¿Fascinación? Sin dudas. La sorpresa que la autora experimentó se respira en la prosa de este texto que tiene de todo: científicos que son próceres, lecciones de historia y política, ciencia versus religión, la presencia de la Virgen, la iglesia y la fe. Y también problemas, frustraciones, competencia, críticas, reivindicación y hasta cotilleo.

Todo nació cuando Podgorny recibió una foto del pez que Pedro Annaratone había tomado circa 1874. Llegó a sus manos en un préstamo digital del coleccionista Roberto Ferrari y fue el puntapié de un encantador ensayo de filogenia nacional. El impecable trabajo de archivo resalta a lo largo de todo el texto de esta científica que dirige el Archivo Histórico de la Facultad de Ciencias Naturales y el Museo de La Plata. El texto, dividido en tres partes, es divertido y tiene una cadencia exquisita. En el primer capítulo, el bagre, el barro, Luján, el río, y una catarata de rencor increíble generan que la lectura fluya y el lector la disfrute. Además, la elección de los intercambios por escrito entre Ameghino y Hermann Burmeister -quien fuera director del Museo Público desde 1862 hasta su muerte, treinta años después- aparecen deliciosamente insertados en el devenir de la historia y son un espejo no solo de la época sino de la comunicación y la escritura del momento.
Aparecen retratados el humilde maestro de escuela de Mercedes y también el sabio naturalista descubridor del Hombre Terciario, el que triunfó y el dueño de la Librería del Gliptodonte que acumulaba sus propios libros en los estantes. El hijo de inmigrantes y de la escuela pública, el creador de especies y pastor de fósiles, el autodidacta destinado a bosquejar una filogenia nacional. Pero también está la impronta de Burmeister, responsable de la publicación de los Anales del Museo (signados por las controversias con el genovés), el que soñaba con trabajar solo y en paz, combinando a gusto la filosofía natural, la anatomía comparada francesa y los elementos de las discusiones suscitadas por Darwin y Wallace. Una enemistad que empezó con una visita de Ameghino y terminó junto con la muerte del prusiano.

El texto se remonta a los orígenes de la ciencia nacional y de la paleontología, avanza por el barro del río Luján con el hallazgo, en 1874, del pez en cuestión y desarrolla todo lo que ese descubrimiento desencadena. Una vieja del agua, un bagre feo, bigotudo con verrugas y boca ancha bautizado en honor a las aguas de donde procedía y a su portador, quien fuera rechazado por ser considerado un “aficionado sin método”. Una visita al museo y un desaire le dieron a Ameghino herramientas para desarrollar respuestas en, por ejemplo, las páginas del Boletín de la Academia Nacional de Ciencias de la Universidad de Córdoba, y también en las cartas de autodefensa y refutación a cuanto colega y amigo la vida le dio. En un retrato magnífico, Podgorny recopila la correspondencia con paciencia y cariño y la transcribe con encantopara que el lector pueda adentrarse en la filogenia no solo de la biología sino también de los habitantes de estas tierras.

Como cuenta la autora, Ameghino se reinventó como cualquier inmigrante, según las conveniencias de la historia y las oportunidades que esta le abría. Su pesadilla juvenil no fue la excepción: ocultó todo su orgullo, la imagen del pez, entre las páginas dedicadas a los mamíferos y siguió adelante. Por su parte, Burmeister, antes de morir, estampó “hablo y con ello salvo mi alma”. En el recorrido que hace Podgorny en este espléndido ensayo, resulta imposible pensar que la ciencia no se hace con sentimientos porque, en realidad, sin sentimientos no se hace nada.
A modo de introducción de la segunda parte del texto, la autora advierte al lector que no se preocupe si entiende poco o nada de las páginas que cierran el libro. “A todos nos pasa. Así de esquiva era la sistemática de los peces, de los mamíferos, de las personas que, sin embargo, seguían mascullando la posibilidad de recomponer la lengua que juntara las palabras con las cosas”, escribe. Es que el capítulo incluye y explica especies y describe al bagre, la variedad de agua dulce más grande de Eurasia y la tercera más grande del mundo. Sí, aparecen los tecnicismos, pero en ningún momento juegan el papel de villanos, sino más bien estimulan la curiosidad, fundamentan su presencia y logran eso que Podgorny pregona, juntan las palabras con las cosas, les dan nombre a los silenciados y generan que la obra entera haga sentido. En esta dirección, la tercera parte del libro cierra con coherencia, asegura que el orgullo azul y blanco tiene barro del (río) Luján.
En 2019, Los argentinos vienen de los peces recibió una mención del Fondo Nacional de las Artes. Los jurados dijeron que el ensayo que Podgorny escribió a partir de cartas, publicaciones científicas, artículos y, claro, imágenes se lee como una novela. Con una narración elegante a la que se suma una cuota de poesía significativa, sus páginas explican las dimensiones políticas, institucionales, científicas y religiosas de la Argentina de fines del siglo XIX en la que todo estaba por hacerse. Cabe mencionar que las ilustraciones científicas que acompañan el ensayo son obras del escultor peruano Antonio Pareja, la fotógrafa sanjuanina Adriana Miranda, el fotógrafo peruano Juan Enrique Bedoya y el ceramista peruano Runcie Tanaka.