El auto
La actriz, guionista y realizadora Malena Filmus, autora del cortometraje Tony (2018) y de “Amordidas” en el ciclo Secuelas de la Cuarentena (2020), anticipa fragmentos de una descarnada ficción de viaje.
Malena Filmus

G dormía con la cara mirando hacia afuera. La ventana empañada, el monte de fondo y la mañana que en la intemperie aparece más temprana que bajo techo. Era nuestra noche número cinco durmiendo en el auto y estábamos exhaustos. De dormir mal, de comer cereales sin leche, de manejar todo el día buscando un lugar donde vivir, de cagar en cualquier lado, del calor sofocante del día y la helada nocturna: El clima de desierto.
El hombre de las palomas ya estaba levantado y en calzones y con la puerta de su camioneta abierta sacudía sus pantalones para volvérselos a poner y emprender camino. De estos salían polvo y plumas. A las palomas debía de haberles dado de comer hacía no mucho porque aleteaban exaltadas en su jaula, llenando el costado de la ruta de su plumaje blanco que ahora se acumulaba y parecía espuma.
El sol naranja a punto de comerse todo a lo lejos, un auto caro a toda velocidad bajando por la ruta de montaña. Las garras de las palomas contra el metal cortaban el viento matutino como un cuchillo.
La noche anterior, antes de que baje el hielo, el hombre me contó que se dirigía a una competencia de palomas en una ciudad cercana y que pasaría la noche allí hasta que se haga de día para seguir viaje. Lo hizo fumándose un cigarrillo mentolado tras otro. Unos guantes sin dedos dejaban ver como su piel negra se iba volviendo ceniza con el frío, hasta dejarla gris. Yo le pedí uno, mientras le preguntaba sobre su hobbie. El hombre hablaba tan velozmente que trastabillaba con sus propias palabras, como si la palabra siguiente se abalanzase sobre la anterior como un tsunami y esto lo hacía parecer tartamudo. Sus ojos pestañean a destiempo, pero no por lerdo sino por pasión. Pasión por sus palomas. Durante mi cigarrillo, que no habrá durado más de dos minutos, aprendí todo sobre distintos métodos de enseñanza, sobre el papel de las palomas mensajeras en la segunda guerra mundial (aunque literatura sobre esto, según él, sobra) sobre los próximos eventos a los cuales sin dudas yo debería acudir y hasta las discrepancias que él mismo ha tenido con La Unión Americana de Carreras de Palomas. No todo es color de rosas en el mundo de los amantes de las aves, me aseguró.
Del otro lado, unos adolescentes con el auto de papá se alcoholizan con vodka barato mientras escuchan la última moda de Hip-Hop a todo volumen.
Una pareja se besa en el capó, mientras otra tiene sexo en el asiento trasero.
Un quinto, el conductor designado, toma sorbos de un vaso descartable rojo mientras intenta disimular su incomodidad, su calentura y lo patético de su presencia mirando al frente. Fijo al horizonte, mastica la cruel y evidente realidad de que sus compañeros de curso lo han engañado y traído con la falsa promesa de amistad solo para aprovecharse del auto de su padre y así tomar y coger sin la interrupción de la ley.

La noche negra. En el horizonte una franja azul sobre la ciudad. Los Angeles está electrificada. Desde el monte la polución se ve clara, hasta linda, como si fuese el aliento de un espíritu, una capa de ozono que protege contra los alienígenas, un velo, similar a la de las bolsas de naftalina hechas para ahuyentar polillas.
A eso de las doce empecé a chorrear. Sangre.
G se había desmayado en el asiento del conductor, que no reclinaba del todo, con la cabeza mirando para afuera, con el cuerpo acurrucado bajo una campera primaveral que de nada servía. Todas nuestras pertenencias en el baúl. Yo no podía. Los adolescentes se habían puesto gritones y ya empezaba a cansarme y no había posición en el auto que aliviase mi dolor de rodillas y de espalda y de cintura.
En la guantera encontré unas servilletas que nos habían dado con un sanguche. Las había guardado preciosamente, dobladas como si fuesen una carta o ropita de muñeca o un pañuelo de seda, y las puse en mis pantalones sintiéndome bendecida por mi propia premonición: servilletas para cualquier eventualidad.
Pero eso duró poco; la sangre salía de mi a borbotones torpes derramándose por todos los costados y las servilletas se deshidrataban como tomates hasta volverse un bollo y empastarse en mi ropa interior.
Los jóvenes emprendieron su partida y vi al pobre adolescente granuloso y adormecido irse al volante, haciendo marcha atrás, con el pito duro y el alma llena de bronca.
Intenté dormir así, empapada y sucia. Limpiaba mis manos que parecían de asesina al costado del auto con una botella de agua de plástico, una y otra vez, como si no pudiese deshacerme de un crimen, hasta que el agua no alcanzó y quedé pegajosa e inculpada. La sangre parecía brotar de mí con una voracidad desconocida en mi cuerpo, al punto que empecé a dudar si solo salía de ahí abajo, o también me salía de la cara y de los dedos y de la boca. Era un lago caliente que devoraba mis muslos, confundiendo mi temperatura, bifurcándose en cada pierna. Me sentía parir un no se qué, un monstruo en forma de jugo, pasado por la licuadora.
Desperté a G que me encontró llorando, desesperada y harta, y rogué por favor bajar a un baño.
Bajamos varios kilómetros hasta llegar al fin a una Estación de Servicio.
Un chico con ojos de sapo miraba detrás de un vidrio blindado una telenovela árabe en su celular. Las luces incandescentes se reflejan en su pelo negro y grasoso que desemboca en una lluvia de caspa en su uniforme colorado de Shell. Se negó a dejarme pasar con la cabeza y le tuve que golpear el vidrio y señalar para abajo la sangre entre las piernas, que me estropeaban el pantalón y también la dignidad.
Le robé todo el papel del baño.
Subimos otra vez a nuestra montaña. Con el baúl abierto hurgué a ciegas por unos pantalones nuevos, secos, e hice los míos un bollo avergonzando que puse en un bolsillo lateral del bolso, para reencontrarlos fosilizados meses después, como si fuesen el dedo de un fulano en los escombros, reliquias de una ciudad en guerra que dejó a sus habitantes tan devastados que nadie quiere volver a visitar.

El sol que come todo se yergue por sobre la ciudad despidiendo sus brazos de pulpo como lanzas potentes a cada punto cardinal. Al norte, al sur, al este y al oeste. Al infinito y para adentro de la tierra, reavivando a todo sus habitantes que tienen que salir a trabajar y a las madres que tienen que preparar a sus hijos para la escuela y a sus plantas, y a sus gimnasios y supermercados y sus mascotas y a nosotros, que desgraciadamente al fin, con un poco de calor lográbamos conciliar el sueño.
Pero ahora transpirábamos y la luz del sol nos atraviesa el cuerpo como rayos X dejándonos transparentes y desnudos, con las venas al descubierto, frágiles para todo aquello que quedaba por venir.
G metió la mano y se llevó un puñado de cereales secos a la boca, mientras abría la puerta del auto, estiraba su cuerpo de origami y elegía unos arbustos a los que mear.
Los autos caros ahora bajan con más frecuencia camino a la ciudad, levantando polvo y haciendo girar las servilletas de sangre como esas bolas de paja que aparecen en las películas de Cowboys.
Del hombre de las palomas solo quedaban sus plumas, que ayer habían sido espuma, y las colillas de sus cigarrillos que la noche anterior, habían sido pasión.