Desde siempre, el consumo de carne ha significado un térmometro para la sociedad argentina. Aquí, un recorrido sinuoso por sus representaciones y símbolos en nuestra cultura.
DIEGO ERLAN

En los depósitos del Museo Nacional de Bellas Artes se guarda una pintura conocida como “El asado”, una obra tardía del artista italiano Ignacio Manzoni. No era habitual que Manzoni se dedicara a estos temas ni tampoco encontrar una representación costumbrista con estas dimensiones. La primera vez que pudo verse fue en la Exposición Nacional de Córdoba, en 1871, con el título explicativo “Gaucho porteño en actitud de enseñar a un extranjero, el modo peculiar que tiene de cortar el asado”. Podríamos hablar de la gestualidad expresiva y de las características raciales de los protagonistas en la tela. Podríamos dedicarnos al encuadre fotográfico, a la resolución sólida, a los colores brillantes, al ritmo ondulante de las cabezas que, como advierte Roberto Amigo, se encuentra equilibrado por la diagonal sugerida por el movimiento de las manos, centrada en la blancura de la joven que ofrece un mate. La reunión en una misma tela de dos motivos típicos, el asado y el mate, era habitual en la iconografía rural, explica Amigo, pero conviene centrar la atención en el hombre que cierra la composición hacia el fondo de la tela, en la punta del triángulo que forman las figuras: su mirada fija y casi mendicante expresa la pobreza y ansiedad ante la abundancia de carne. Resulta significativo que una obra como “El asado” se exhiba por primera vez el mismo año en que Juan María Gutiérrez decide publicar El matadero, veinte años después de la muerte de su autor, Esteban Echeverría. La mirada silenciosa del hambre en ese personaje de Manzoni se contrapone con la viscosidad narrativa en el texto de Echeverría y sin embargo, ambas obras representan el lugar preponderante de la carne en la sociedad argentina. Si falta puede ocurrir cualquier cosa.

Sabemos que este cuento fundacional de Echeverría es una forma de internarse en el mundo de la barbarie y, de manera paranoica y alucinada, narra la confrontación centrada en dos espacios fundamentales marcados por la violencia: el cuerpo y el lenguaje. Excitado por el lenguaje, Alberto Laiseca paladeaba frases exuberantes como esta: “Multitud de negras rebusconas de achuras, como los caranchos de presa, se desbandaron por la ciudad como otras tantas arpías prontas a devorar cuanto hallaran comible.” Las palabras suntuosas preponderantes en sonidos como la ch vuelven expresiva esta serie de viñetas costumbristas. A su vez, y más allá del peso político que tiene su trama, el texto también muestra las desigualdades sociales, la absurda forma de distribuir los alimentos. Echeverría lo había visto: la carne de los pobres no es la misma que la de los ricos. La antropóloga Patricia Aguirre explica en El hambre, de Martín Caparrós, que históricamente el cuarto trasero de la vaca se iba a los barrios ricos y el cuarto delantero a los barrios marginales pero es cierto que algunos cortes transversales eran más igualitarios: la tira de asado, por ejemplo, o la bola de lomo para milanesas. Aunque hay carne en toda la Argentina la asociación inevitable permanece en la pampa, esa vasta extensión de pasturaje de casi ochocientos mil kilómetros cuadrados en el centro del país, no muy lejos de Buenos Aires. Como si fuera un estandarte, una bandera, un símbolo de argentinidad, el ciudadano promedio del país consume casi sesenta kilos de carne al año.

“Cocida o asada, tiene toda carne vacuna un dejo particular o sui generis debido según los químicos a cierta materia roja poco conocida y a la cul han dado el raro nombre de osmazoma (olor de caldo). Esta sustancia, pues, que nosotros los profanos llamamos jugo exquisito, sabor delicado, es la misma que con delicias paladeamos cuando cae por fortuna en nuestros dientes un pedazo de tierno y gordiflaco matambre”, escribió Echeverría en su apología al matambre y justamente esa pieza, que se quita de ambos costillares de la vaca, es el premio que tendrá el carnicero Matasiete a su destreza con un toro retobado en El matadero.
Virilidad, poder, amistad: el asado es, posiblemente, el patrimonio gastronómico y emocional de los argentinos. Una forma de fraternidad, advirtió Lucio V. Mansilla en Una excursión a los indios ranqueles, que fue escrito entre mayo y noviembre de 1870: en el fogón, alrededor del puchero o del asado, desaparecen las jerarquías. “Jefes superiores y oficiales subalternos conversan fraternalmente y ríen a sus anchas”. Es el momento que aquellos siempre relegados, como los que cocinan o los que ceban mate, meten la cuchara en la charla general, apoyando o contradiciendo a sus jefe y oficiales, diciendo alguna agudeza o alguna patochada.

Juan José Saer también fue consciente de esta potencia simbólica de una reunión en torno al fuego y la carne. “Algo se aproxima, el último cuento de su primer libro, En la zona, transcurre una noche en la que cuatro amigos comen un asado. El limonero real es, entre otras experimentaciones, la preparación de un asado de fin de año. Los dos personajes de Glosa, Leto y el Matemático, se sienten excluidos de un asado ofrecido por el cumpleaños de Washington Noriega y dedican la caminata de veintiún cuadras a hablar sobre las diferentes versiones de lo sucedido en ese festejo. Hay parrilla, fuego y carne en algunos fragmentos de El entenado y también en el final abrupto de La grande, su novela inconclusa. Dice Beatriz Sarlo que en Saer “la conversación es, como las comidas y sus acciones preparatorias (carnear un animal, cortar pedazos de carne, sacarle las escamas a un pescado, prender un fuego, calentar mandarinas al rescoldo), la respuesta a una pregunta si se quiere filosófica: ¿qué se hace cuando no se hace nada?” La conversación saeriana, entiende Sarlo, no enseña grandes cosas: todo lo que se escucha es un hablar sobre temas cotidianos, fútiles o absurdos. La conversación y el asado, entonces, serían situaciones narrativas que se atraen, que se vuelven necesarias, imprescindibles. Por debajo de esos comentarios cotidianos o absurdos fluyen, a su vez, el drama de la muerte, el fracaso, el extrañamiento y el exilio.

Cabe imaginar, entonces, una representación de esos asados saerianos con una imagen que en retrospectiva se volvió emblemática: el asado como última cena cristiana que registró el fotógrafo Marcos López en octubre de 2001 y tituló Asado en Mendiolaza. El Jesucristo en el centro de la imagen podría parecerse a la descripción de los carniceros de Echeverría: la figura más prominente del grupo, empuñando el cuchillo en la mano, brazo y pecho desnudos, pelo largo y revuelto, la ropa embadurnada de sangre, distribuyendo su cuerpo. La cita a Da Vinci es obvia, y sin embargo, todo el sentido del original se encuentra trastocado, como entendió la crítica Valeria González. Mientras que en la mesa de Cristo representada por el vinciano nadie se aboca a la comida, allí donde pan y vino son símbolos de la unión mística y el cuerpo de transmisión de la palabra de Dios, en la mesa de Marcos López se despliega en primer plano “un desborde pantagruelico de manjares locales: damajuana, tetra-brick y mucha carne. Cuanto puede percibirse de trascendente es solo efecto residual de la composición y de la cita. Los amigos reunidos en torno del asado, al aire libre, se entregan por completo al éxtasis del momento: comida, bebida y amistad.” Horacio González interpretó algo parecido: “Quizás estén pensando en ese momento tan sorprendente que une lo sagrado y lo profano, la celebración de los amigos y la pesada ridiculez de las vidas”. Perteneciente a la serie dedicada al “sub-realismo criollo”, Marcos López enfocaba su lente en la periferia para mostrar la textura del subdesarrollo, la pegajosidad de los manteles de hule, el dolor y la desprolijidad de América. Esa imagen, entendió el fotógrafo, documentó un modo de vivir, una cultura, una época. La crisis y la carne como persistencia.

A mediados de los años noventa, Oscar Taborda publicó una novela en la que tres amigos se reencuentran un fin de semana. El título habla por sí mismo: Las carnes se asan al aire libre. El fuego de vuelta como ritual, como eje. La naturaleza (acaso lo salvaje) fundido en el relato y en las revelaciones de un encuentro con un ex militante trotkista. Viñas escribió que la literatura argentina emerge con la metáfora de la violación pero más ajustado sería decir que emerge con la práctica de la tortura. Eso sucede en El matadero y también en el poema “La refalosa” de Ascasubi. Y aquí se revelan los hilos invisibles: ese hombre torturado que antes del estertor final grita ¡Viva la Federación!, ¿no parece acaso una res colgada de ganchos? (“Luego después a los pieses/ un sobeo en tres dobleces/ se le atraca,/ y queda como una estaca/lindamente asigurao,/ y parao/ lo tenemos clamoriando;/ y como medio chanciando/ lo pinchamos,/ y lo que grita, cantamos/ la refalosa y tin tin,/ sin violín”). Una res en la faena lista para el deguello. La posibilidad de tender ese hilo entre pinturas y literatura podría confluir en una intervención que Carlos Alonso construyó en 1976 para una exposición en el Museo Nacional de Bellas Artes pero que no pudo exponer en su momento a raíz del golpe de Estado del 24 de marzo.

Esa intervención, Manos anónimas, fue reconstruida para su retrospectiva Pintura y memoria, y se revela como una potente imagen surrealista que termina de imbricar la presencia política de la carne en el imaginario cultural de la Argentina: entre policías en poses intimidantes, un cuerpo tendido en el piso tapado con hojas del diario, detrás de un sujeto sin torso (solo dos piernas y dos brazos sentados en un sillón) y un enigmático hombre de espaldas, de sobretodo marrón y sombrero de ala ancha, construyen una escena de terror donde pueden verse, colgadas de ganchos, enormes piezas de novillo y un costillar de asado. “El artista contribuye al estudio de la sociedad cuando estampa en el lienzo una escena característica, que, transportándonos al lugar y a la época en que pasó, nos hace creer que asistimos a ella y que vivimos con la vida de sus actores. Esta clase de páginas son escasas, y las pocas que existen se conservan como joyas, no sólo para estudio del arte sino también de las costumbres cuyo verdadero conocimiento es el alma de la historia”. Eso escribió Juan María Gutiérrez sobre El matadero. Podría haberlo escrito para cualquiera de estas obras.