Criminal mambo
Quentin Tarantino, Dan J. Marlowe y el pulp fiction como una de las Bellas Artes.
LUJÁN STASEVICIUS

“Wanting might be better than knowing.”
Stephen King. The Colorado Kid.
Pulp Fiction (1994) fue el primer encuentro cinematográfico de muchos de nosotros con un género que de alguna manera u otra habíamos leído sin saber nombrarlo. El combo Tarantino (edición, guión, banda sonora, vestuario) nos tomó por asalto y nos enseñó el casi intraducible concepto de pulp. Ya desde su icónico afiche podemos recabar pistas; Mia Wallace sostiene en su mano izquierda, casi al descuido, una edición de bolsillo de una novela titulada, obviamente, Pulp Fiction. Una chica impredecible, decididamente sexy, repartiendo sus atenciones entre un arma y un libro. No es el único guiño específico que Tarantino hará a esta literatura. Vemos, por ejemplo, en varios momentos a Vince Vega, el personaje encarnado por un entones reflotado John Travolta, enfrascado en la lectura de Modesty Blaise (1965), otro de los clásicos. La segunda película a gran escala de Quentin Tarantino era decididamente canchera, y engendraría vástagos de diversa calidad en los jóvenes 2000. Por fuera de lo fílmico, sedimentaría también la estética cool de los noventa en la televisión argentina inaugurada por su predecesora, Reservoir Dogs (1992). Aún hoy la icónica Mia Wallace dicta coordenadas estéticas para toda chica de riesgo que se precie: flequillo escolar, uñas oscuras, corte bob, camisas prestadas, etc.

Sin embargo, el homenaje al pulp no se acaba en la estética descuidadamente cool, sino que, en rigor, lo que la película tiene de pulp es, justamente, su desordenado hilo narrativo. El mismo Tarantino comenta que, más que un truco de autor, esta decisión al editar tiene que ver con focalizarse en el género y no en la narrativa. En la película, la impronta del cómo aplasta al quién, por qué, dónde y demases. Y es que el desarrollo en sí es, justamente, el nexo más fuerte entre Pulp Fiction y el género que homenajea, del cual uno de los mayores exponentes es Dan J Marlowe. Ese inolvidable afiche, que intenta emular las portadas de los clásicos, podría sin mayor dificultad ser también la tapa de uno de sus libros, o incluso podríamos encontrar a cualquiera de los personajes de la película leyendo alguna de sus 27 novelas. En rigor, Tarantino no lo menciona como influencia, pero es casi imposible revisitar la obra del director norteamericano —sumemos, también a esa joya que es Jackie Brown (1997), o incluso el argumento puede extenderse para incluir, con reservas, a From Dusk Till Dawn (1996)— sin pensar en el nativo de Massachusetts.
Al igual que con Tarantino, es bastante fácil y accesible quedar bien a expensas de Dan J. Marlowe en una conversación cualquiera. Primero, recomiende a los suyos The Name of the Game is Death. Si se quiere dar un paso extra, y permanecer en la memoria de su interlocutor unos minutos más, comente que la novela fue el puntapié inicial para el bromance entre el escritor y Al Nussbaum, un afamado ladrón de bancos de la época, que empezó a escribirle cuando todavía estaba en la cárcel y terminó cuidando al escritor durante años, luego de que aquel sufriera un accidente cerebrovascular que lo dejaría amnésico. Está en Wikipedia, no hace falta leer Gunshots in another room (2012), la exhaustiva y meticulosa biografía de Charles Kelly.

Sin embargo, Marlowe es mucho más que ese detalle simpático; es el escritor que empezó su carrera a los 43 años, habiendo hecho de todo antes, durante y después; es quien desarrolla un método de escritura basado en páginas por escena, y no en obra total; es, también, quien amasa un perfil detallado sobre cada protagonista —llegando a veces a las 8000 palabras, como es el caso de Earl Drake, el protagonista de The Name of the Game is Death— antes de siquiera tipear la primera palabra de una novela. Rotario y republicano (fue incluso concejal de Harbor Beach durante 3 años), Marlowe es un obrero de la palabra, con un oído social absoluto y con un talento forjado a base de machacar incesantemente hasta que salga. En el antes mencionado libro de Charles Kelly, se pasa revista a su multifacética y trágica existencia, privada quizás de momentos espectaculares, pero escanciada en una cotidianeidad no exenta de cinematografía. Es en este libro donde se puede encontrar, por ejemplo, el famoso episodio de su ataque cerebro vascular de 1977, que lo deja amnésico por años y después del cual puede retomar fácilmente su oficio como contador, pero no el de escritor. Lee, atónito, cartas de gente que se dice amiga cercana, y lo persigue la paranoia de escribir algo que ya ha escrito, comenta Kelly. También, por supuesto, la biografía ahonda en el bromance con Al Nussbaum, y cómo esta relación otorgará legitimidad y dolores de cabeza en partes iguales a Marlowe. No pocas veces el FBI lo entrevistará para saber de Nussbaum, y más de una vez el escritor mentirá para salvar a su amigo. De hecho, la última carta que escribe, 3 días antes de morir, está dirigida a él.

Marlowe es una suerte de Roberto Arlt yanqui. Como Arlt, solventado en un realismo que leemos, por pudor, como naturalismo. “una máquina de narrar tan vertiginosa como puntual, tan transparente como despojada”, dice un entusiasta Matías Moscardi. Su novela más famosa comienza y termina in medias res, quizás traduciendo esa intuición del cómo en favor del quién. No hay tiempo para introducciones ni conclusiones. En el primer capítulo encontramos al protagonista en el medio de una huida frenética. Earl Drake —también Roy Martin, o Chet Arnold, según las circunstancias— escapa de un robo a un banco en el que todo ha salido decididamente mal. Acuerda separarse de Bunny, el único cómplice sobreviviente, para hacer más difícil la cacería policial. Se esconde en un motel a tratar de curar sus heridas, previa visita y asesinato a un médico. Sobre el final de este primer capítulo, lo tenemos nuevamente detrás del volante en busca de venganza. Resumido así, no sería ilícito pensar que nuestro protagonista no es más que un asesino a sangre fría, movido por el interés económico. Sin embargo, el acierto de The Name of the Game is Death es la sutileza y la complejidad de sus personajes, algo que no es necesario en las novelas pulp, y que le da, justamente, el merecido lugar que tiene dentro del género y dentro de la obra del mismo Marlowe. De Earl Drake podremos no saber su nombre verdadero, pero sí que ama los animales, que es impotente y que se dedicó al crimen a partir de ver a uno de sus amigos condenado injustamente por pedofilia. “Un antihéroe por el que vas a hinchar aún cuando sabés que probablemente te vuele la cabeza si te lo encontrás”, sentencia perfectamente Brian Greene. Son los detalles los que hacen de la novela un artefacto irresistible; las luces y sombras constantes, la ausencia de épica en favor de un realismo, como hemos dicho, finamente sintonizado con el contexto social de Estados Unidos. En la construcción de Bunny, por ejemplo, se sincretizan las reglas de juego de la cortesía americana, vital en ese Estados Unidos profundo que se desarrolla lejos de las luces de Nueva York o Miami. Bunny es mudo, y nadie parece darse cuenta; confunden su empecinado silencio con educación y modales en contextos cotidianos y con lealtad cuando lo torturan hasta matarlo. De hecho, sus captores cometen el fatal error de escribirle a Drake un telegrama de su parte que termina con un “te llamo en estos días”. Este guiño amargo pone en guardia a Drake, y resulta casi imposible desentrañar qué porcentaje de la venganza tiene que ver con recuperar el botín del robo y qué con vengar la muerte de su amigo. Todo esto convive en Earl, y es lo que lo hace complejo y peligroso a la vez; su desprecio por la raza humana y su feroz su compromiso con los que considera de su bando hierven a fuego lento en partes iguales en una psiquis en la que la violencia está siempre a segundos hacerse acto. La última oración del libro le puso los pelos de punta nada menos que a Stephen King, quien años después, le dedicaría explícitamente al escritor The Colorado Kid (2005) en estos términos “Con admiración, a Dan J Marlowe, el autor de The Name of the Game is Death: el más duro entre los duros”. El epíteto (“the hardest of the hardboiled”) aplica tanto al escritor como a la obra; hardboiled es otro nombre para el género pulp. En su novela, King no sólo nombra al escritor en esos términos, sino que adopta esta narrativa del cómo por sobre el quién, ya que introduce un misterio in medias res, demorándose en una investigación que resultará infructuosa.

Earl Drake sabe esperar, y la novela se adapta a sus virtudes. En la continuación de The Name of the Game is Death, titulada, justamente, One endless hour (1969), hace gala de una paciencia digna de un gato o una araña mientras calcula el momento exacto para volver a la acción y reencontrarse con quienes lo traicionaron. Después de esta novela, las siguientes conformaron lo que se dio en llamar la serie Earl Drake; 11 novelas tituladas “Operation”, la última de ellas publicada en 1976, un año antes de su amnesia.
Dan Marlowe dedicó toda la vida que su memoria le avaló a escribir incesantemente, lo que sea, para pagar las cuentas. No le importaba ser escritor famoso ni prestigioso, pero sí publicar de manera constante. Varias son las ocasiones en las que, sin mayores aspavientos, retoma y reescribe una novela entera para adecuarla a las exigencias de la casa editorial de turno. Su percepción del valor no residía en su ego, sino en lo que se pudiera escribir. En este sentido, toda su obra está, como su estilo, más interesada en el cómo que en el quién. 27 novelas —firmadas con su nombre; hay más— en 23 años lo avalan. Cuenta Charles Kelly que, después de su ataque, y para estimular su memoria, su amigo Batson le dio a leer The Name of the Game is Death. ¿Sus notas?: mucha descripción, pero excelente estructura narrativa, en definitiva, una muy buena novela que podría beneficiarse de una reescritura. Me pregunto cuántos de nosotros pasaríamos exitosamente un desafío semejante.