La banda de mi calle
El sutil diálogo de tres libros de narrativa al interior de un mismo catálogo.
Iván Suasnábar

Entre julio de 2020 y abril de 2021, Club Hem editó tres primeras novelas que pueden ser leídas, en conjunto, como un recorrido lúcido, descarnado y original por una geografía ciertamente identificable: del country al penal, del suburbio a las más lejanas metrópolis extranjeras. Fieles al título de la colección de la que forman parte –Narrativa Sinfonía Emergente, sede de la mejor literatura contemporánea editada en La Plata y no solamente–, tanto Vidrio (Gabriela Borrelli Azara, 2020), como Atomizado Berlín (Julia Kornberg, 2021) y El Palomar (Francisco Magallanes, 2021) apuestan por sintonizar con aquello que ocurre por fuera de los muros de la “ciudad letrada” –literatura del yo, novelas-ensayo, diarios de escritorxs–, aunque sin recurrir a las formas más gastadas del viejo costumbrismo literario. Quiero decir: no se trata de que estas novelas operen una “vuelta al realismo” ni mucho menos, sino de algo mucho más potente: de la invención de un idioma a partir de la cual reescriben ciertos imaginarios sociales y territoriales. Una apuesta que, como bien sabe cada unx de estxs narradorxs, solo puede tener éxito si se dirime en el plano de la lengua: en el ejercicio de una escritura enrarecida y en estado de ebullición.

En el caso de Vidrio, Gabriela Borrelli Azara se mete de lleno en el universo carcelario, pero para contarnos otra cosa; algo que va mucho más allá de este tema en particular. Lejos del panfleto denuncialista y del regodeo miserabilista por una vida en estado de reclusión, Vidrio es una travesía por la subjetividad de su protagonista: una joven de clase media presa en el penal de Ezeiza, acusada de haber matado a su amante. “Me queda un mes para recordar. De acá en adelante treinta días para saber por qué había amanecido sin bombacha, al lado del cuerpo degollado de Luis, con Lorena parada en bolas delante de la cama”, se pregunta Laura, al comienzo de la novela. Una escena inaugural, traumática, sobre la que Vidrio vuelve una y otra vez, yendo desde el presente hacia atrás en el tiempo. Hasta esa fatídica noche, sí, pero también hasta los días y meses previos a ese desenlace: Laura vendiéndole pastis a Lorena en un boliche; Lorena presentándole a Luis; lxs tres en una fiesta en El Jagüel; una tarde en la Feria de Mataderos y un cuchillo que pasa de mano en mano, como una ofrenda. Intercalados a lo largo del libro, son flashes que asaltan la consciencia de la protagonista y delimitan los contornos de un enigma: ¿qué pasó esa noche? Sin embargo, más allá de las preguntas que rodean el “caso”, Vidrio se sostiene menos en la intriga y el develamiento sobre lo que realmente ocurrió esa noche (¿fue ella quien lo mató?, ¿fue Lorena?, ¿acaso fueron las dos?), que en el complejo mapa de relaciones que establece la protagonista durante su estadía en el penal. Un entramado que oscila entre las concesiones de quien se ve obligada a desplegar un sinnúmero de estrategias para sobrevivir y la edificación de vínculos duraderos, de una afectividad infrecuente, que pueden cifrarse en un puñado de nombres propios: Érika, La Barby, María y, sobre todo, La Deli, presencia ineludible en el último tercio de la novela, justo cuando la dinámica de poder interna dentro del penal comienza a modificarse para siempre. “Esto que soy y la familia que tengo”, dice Laura, casi al final, ya convertida en Pol –por el poeta Paul Verlaine, a quien descubre en un taller de literatura, en una de las escenas más luminosas de la novela–; alguien por completo distinta de aquella joven que contaba los pasos que había desde su cama hasta la reja de la celda y de allí hasta el baño. Con la inteligencia de quien sabe que el estilo de una ficción se juega en la construcción de la voz, Borrelli Azara hace hablar a su heroína con la potencia de una fuerza huracana; con el lenguaje de alguien que, como señala Dolores Reyes en su texto de contratapa, “sabe tallar la palabra como un arma”. De esto hablamos cuando hablamos de Vidrio: del puro cuerpo a cuerpo de la letra; de la materialidad de una escritura en estado de riesgo, sin concesiones.

Lejos de cualquier idea de encierro, Atomizado Berlín, de Julia Kornberg, es, por el contrario, pura expansión y apertura de nuevos horizontes. Mezcla de novela de aprendizaje y relato distópico-futurista, el libro sigue los itinerarios de lxs hermanxs Goldstein: Nina, Mateo y Jeremías, hijxs disfuncionales de una familia de clase alta nacidxs y criadxs en Nordelta. “No estoy dormida. No estoy dormida. No estoy dormida”, se repite a sí misma Nina, tres veces, como un mantra. Estamos en 2001 y su vida se debate entre el aletargamiento, el despertar sexual y la pura elucubración mental. Agobiadxs por el tedio y la repetición, cada unx lidia con sus demonios, a los que tratan de exorcizar como pueden. De los recitales del under porteño al activismo hacker –pasando por el micromundo de los vernissages y las galerías de arte contemporáneo–, la novela es una intensa fuga hacia adelante que se dispara hacia distintos puntos del globo, siguiendo el trajín errante de estxs hermanxs tan hermosxs y malditxs, que bien podrían haber salido de una novela de Scott Fitzgerald o de una película indie del primer Jim Jarmusch. “Vino a decirme que se tenía que ir al carajo, así que le dije que okay”, dice Nina, refiriéndose a Jeremías, a quien acompaña en su huida a Uruguay; la primera de una serie de escalas en la vida de este joven inaccesible y torturado, capaz de encerrarse a rezar en un baño –hincado de rodillas, con las manos atadas– o de pasar días enteros sin comer, leyendo durante horas. “Yo estaba ahí cuando París explotó”, dice años después Jeremías, ya convertido en un músico obsesionado por descubrir el paradero de Rizwan Hassan, un rapero de culto, de quien poco se sabe salvo que vive escondido detrás de máscaras e identidades apócrifas. Como sea, la estancia europea –de Jeremías, pero también de Nina, ya instalada en Berlin junto a Ossip, alemán a quien conoció en Buenos Aires– es el escenario perfecto para el despliegue de múltiples posibilidades de vida. Lo mismo sucede con Mateo, quien emprende viaje hacia Israel luego de enterarse de que está enfermo de gravedad; de allí en más, su vida pasa a ser un cúmulo de misterios y pistas falsas, como casi todo en la vida de los hermanxs Goldstein. Sin embargo, más allá de las peripecias, lo que llama la atención del libro de Kornberg es la potencia de su escritura: irónica, afilada, nunca solemne. Otra cualidad de Atomizado Berlín, notoria desde la primera página: el modo en que se narran los espacios. Como si cada uno de estos enclaves –Buenos Aires, París, Bruselas, Berlín– fueran el correlato fantasmal de un puñado de subjetividades a punto de quebrarse. “Las ciudades tienen siempre un punto de expiración, vienen con fecha de vencimiento”, dice Nina en algún momento. Algo de esa atmósfera fin de siècle se respira en la novela. Nostalgias del futuro pasado. Fresco rabiosamente generacional de un mundo que estalla en mil pedazos.

Finalmente, El Palomar, de Francisco Magallanes, las más reciente de estas novelas, publicada hace apenas unos meses. “Hoy puede ser el día en que la orden esté dada o puede que llegue la noche y nada: nada de nada”; así comienza la historia, in medias res, en boca de alguien que está atento ante cualquier agite y no tiene tiempo para explicar nada, salvo eso: cualquier día puede ser el último. “Tengo que estar pillo porque taca: te cobraron; te aplicaron mafia”, continúa. Estamos en la cárcel y el que habla es el protagonista sin nombre de una novela en donde los apodos proliferan y definen en una cartografía de la amistad: El Arveja, El Flaquito, El Loquillo, El Pompy. Pegarla, esa podría ser la palabra común que unifica a todos estos pibes que tratan de rebuscársela como pueden: haciendo changas, manejando remises que se caen a pedazos, resolviéndole algún que otro encargo al jefe de la barra de la que forman parte. Entre el hambre de gloria y el arrojo de quienes saben que no existe ganancia alguna sin apuesta, estos héroes del suburbio –curtidos en la fragua diaria por sobrevivir en un contexto que no es para cualquiera, tan lleno de agitadores y malevos– se mueven guiados por una fuerza secreta: la “ideología del batacazo”, como bien señala Juan José Becerra desde la contratapa de la novela. He ahí la moral que guía los movimientos del protagonista: “La posta es que la vida es una sola Flaquito y hay que dejar todo. Sentirla a cada paso”, le dice este a su compañero, pero también un poco a nosotrxs, lxs lectorxs. De hecho, puede pensarse que toda a novela es una esa voz: el puro despliegue de una consciencia que piensa y agita en voz alta, haciéndose oír a pesar del ruido, de los bombos y las balaceras. “El idioma de la novela enrula la lengua del barrio hasta condensarla en un fluido de una potencia lírica concentrada, compacta”, dice Juan Delaygue en una de las mejores reseñas que se han escrito sobre El Palomar. En efecto, lo que hace Magallanes es verdaderamente notable, dado que no concibe a la ficción como una suerte de grabador que se da a sí misma la tarea de “registrar” el habla popular -método que habría dado como resultado un costumbrismo falso, pedestre, maniqueo-, sino que apuesta todo a la invención de una lengua propia, de una potencia y originalidad poco frecuentes. Una lengua que, por otra parte, le debe mucho a la poesía; no solo por la inclusión de barras (/) en varios de sus apartados, sino por la escansión y el ritmo interno de la prosa. Dejo para el final la mención a esa otra gran fuerza centrífuga de la novela: el amor, capaz de atravesarle el pecho a nuestro héroe de forma definitiva. “Esa misma noche soñé con mi Ranita de Flequillo”, dice al toque de conocerla. Como si el impulso de jugársela entera encontrara, en ese flechazo, el último envión para pasar a la acción. Porque de eso se trata: de arriesgar, dar el salto; por lxs amigxs que murieron, por quienes soñaron antes que nosotrxs, por los trapos que aún quedan por bancar. Sobre esto escribe Magallanes, con la emoción a flor de piel y la épica del barrio de su lado.

Vuelvo al comienzo. En poco menos de un año, tres grandes primeras novelas publicadas por un sello independiente con sede en la ciudad de La Plata. ¿Por qué enfatizo este dato? Para señalar la centralidad que una editorial como Club Hem adquirió de un tiempo a esta parte en el campo de las letras argentinas. Sin ir más lejos, mientras cierro estas líneas, acaba de conocerse la lista de los diez libros finalistas del Premio de Novela Fundación Medifé-Filba. No es que el premio en sí mismo importe, sino que lo menciono porque allí, entre esas elegidas, figura ¡Paraguayo!, editada también en esta misma colección y firmada por un escritor por completo fuera de serie: Ariel Luppino, responsable del proyecto narrativo más interesante de la literatura argentina contemporánea. A lo que voy: textos como este está editando Club Hem; revulsivos, alucinados, que retuercen el lenguaje hasta hacerle decir cosas nuevas, impensadas. En esta línea se inscriben las obras de Gabriela Borrelli Azara, Julia Kornberg y Francisco Magallanes que acabo de reseñar. Novelas que, como las de Luppino, nunca hubieran llegado a ser lo que son de no haber mediado un trabajo minucioso, potente y corajudo sobre lo único que realmente importa: escribir. Cueste lo que cueste y caiga quien caiga.