Buenos pensamientos
Antes de “Prohibido morir aquí”, la escritora Elizabeth Taylor publicó “Una alma cándida”, donde construye una galaxia de personajes inolvidables que esconden más de lo que revelan.
LUJAN STASEVICIUS

Las novelas de Elizabeth Taylor –sí, se llama igual, ya lo hemos comentado– se están convirtiendo lentamente en una garantía de ventas en Argentina. Después del imprevisto éxito de la edición de 2018 de Prohibido morir aquí, la editorial Gatopardo nos acerca ahora otra de las once novelas de la escritora: Un alma cándida. En este caso, la que precedió, de manera cronológica, a Prohibido… en 1964 y que llega a nuestros ojos a través de la traducción de Patricia Antón. Es posible que esta nueva entrega deje a los lectores devotos de Prohibido… un tanto confundidos al principio, pero reconfortados al reconocer la ironía de la escritora que aprendieron a disfrutar. Aquí también la comida –y la bebida– son marcadores de clase más que de costumbres; aquí también la seguridad financiera dicta las posibilidades de (sobre)vida; aquí también, por último, los personajes son entrañables –al menos, algunos– pero a la vez distantes, marcando una vez más el abismo que existe entre nuestra cultura y la británica.

Quien distraídamente se acerque a Un alma cándida –The soul of Kindness–, podrá quizás confundirla con una de esas novelas que se demoran en detalles mínimos, pero no tiene mayor trasfondo o vuelo narrativo. Al fin y al cabo, Proust hay uno solo. Sin embargo, Elizabeth Taylor toma su tiempo para establecer una galaxia de personajes que, al promediar la narración, revelarán quieran o no sus fascinantes claroscuros. En el centro de este sistema, Flora, el alma cándida, la protagonista absoluta, con la cual incluso el propio narrador es condescendiente.

Propongo una lectura polémica: Flora padece algo, quizás congénito, y que la aparta de la madurez esperada para su edad. Tan terrible es este algo, que ni el propio narrador se anima a contárnoslo. Al principio de la novela, en los estertores de su fiesta de casamiento con Richard, encontramos a la novia atendida y conducida casi con riendas por su madre y Meg, su mejor amiga, quienes deben traerla a la realidad constantemente y recordarle lo que tiene que hacer cada cinco minutos. A medida que avanza la novela, vemos también al resto de su círculo íntimo funcionar como satélites abocados a sobreprotegerla; a su madre y Meg se le suman el hermano de ésta, Kit, su suegro –Percy, el padre de Richard, quizás uno de los personajes mejor logrados de la novela–, la concubina de éste, Ba, e incluso Mrs. Lodge, su criada. La trama se demora en datos atravesados por las telarañas de chisme, quédirán y rumores a medias –en claro parentesco con las novelas españolas del siglo XIX, aunque sin el final trágico/aleccionador de éstas– y los incansables proyectos de Flora por “mejorar” la vida de su entorno, o, mejor dicho, por adaptarla a lo que ella considera lo correcto o feliz. Sus planes tienen resultados dispares, pero rara vez se anoticia de su fracaso cuando éstos fallan. Casi todos los personajes bailan al ritmo de la sinfonía boba que Flora propone, y hacen, aún a su pesar, lo imposible para que ella siga escuchándola.
Un alma cándida encuentra su vigencia en la sobreproducción de teorías y personas predicadoras del “buenaondismo”.
Resulta imposible develar o diagnosticar si Flora en realidad padece alguna condición indecible frente a la cual todos disimulan. Su propia madre pasa más de la mitad de la novela somatizando una enfermedad inexistente por miedo de que su médico se la confirme. La hipocresía social y el terror a la verdad que ya aparecían en Prohibido morir aquí, toman aquí un giro trágico; es así cómo un claro intento de suicidio se asiste por fuera de los médicos y circula luego como una gripe para los no allegados. Sin embargo, la verdad llega a Flora a través de Liz, quizás la única que escapa a la obligación implícita de sus encantos y que trata, infructuosamente, de confrontar al alma cándida con los efectos de su peligrosa ingenuidad. Es este un momento sumamente interesante en la novela, en el que Flora debe enfrentarse a lo que es, y no lo soporta. Por suerte (para ella), su sistema de influencias se revela efectivo, y una vez más produce relativamente rápido el confort que tan desesperadamente necesita.

El pudor y las verdades a medias, sabemos, son axis fundamentales del mundo Taylor. Como se ha dicho, la narración muchas veces se revela cómplice de la protagonista, así que no es de extrañar que guarde el requerido decoro sobre su condición, si existiese. Algo que, de tan evidente, no se nombra ni se discute, como es el caso también de la homosexualidad de uno de los personajes. En Un alma cándida nadie dice pero todos hacen para que el eufemismo sobreviva un día más. Más allá esta propuesta lúdica de lectura, Un alma cándida encuentra su vigencia en la sobreproducción de teorías y personas predicadoras del “buenaondismo” virtual y editorial. Probablemente Flora, si le tocase vivir en este siglo, sería una de ellas; de sonrisa bonachona, dientes blanqueados, colores pasteles, frases de Instagram y filosofías flojitas de papeles que disfrazan de tolerancia posturas francamente fundamentalistas. Flora es un ser de luz, aunque, y al igual en la novela que en nuestra realidad, no es un sol sino una luna. Es su entorno el garante de su brillo, conmiserándose ante su inocencia, arreglando todo para que pueda seguir existiendo en su mundo Cris Morena. Aún incluso el despertar, que en todo caso debería haber sido trágico, se suaviza para que sus pobres nervios puedan tolerarlo. La culpa no es del chancho. Siempre ha sido así.