Todo va a estar bien
Memoria, tragedia y olvido en la literatura de Aleksandar Hemon
FERNANDO SEGAL

Supongamos que existe un Punto A y un Punto B. Para llegar de un lado a otro, hay que atravesar un espacio abierto que entra en el campo de visión de un francotirador experimentado. La única manera de hacerlo es a pie, así que la gente cierra los ojos y corre lo más rápido que puede. En el camino, van dejando caer lo que llevan encima: una billetera vacía, una bufanda que se desprende del cuello, un bolso que queda abierto sobre el asfalto. Cuando los francotiradores aciertan, a ese trayecto de objetos perdidos se le suman también los cuerpos que caen. Algunos mueren en el acto y otros se arrastran dejando una estela de sangre a su paso; nadie puede detenerse a ayudar, nadie puede dejar de correr. Porque es eso lo que esperan los francotiradores: que alguien se descuide, que alguien intente salvar a ese cuerpo que puede ser el de su vecino, el de su amigo, alguien de su propia familia. A la distancia, los francotiradores observan el espectáculo e incluso apuestan entre ellos a ver cuánto vivirán los cuerpos antes de desangrarse por completo.
Aleksandar Hemon relata esta escena en uno de los cuentos que forman parte de La cuestión de Bruno, su primer libro. La ciudad es Sarajevo durante la guerra de Yugoslavia, aquel asedio de casi cuatro años en el que los chetniks (soldados nacionalistas serbios) rodearon la ciudad y la redujeron a escombros. Sarajevo se ha convertido en una ciudad sin gatos porque la gente no puede cuidarlos y los perros se los devoran, una ciudad en donde la vida es más lenta que la muerte y una carta puede llegar luego de que la persona que la envió haya muerto, una ciudad en donde las fotos no muestran edificios sino su vacío, su desaparición. Los cortes de electricidad duran meses y la gente vive en la oscuridad, tanto que prefieren seguir en penumbras antes que recuperar la luz y que los francotiradores puedan localizarlos y dispararles también de noche. Para los que no viven allí, para el resto del mundo, la guerra se reduce a los titulares inconexos que aparecen en la televisión y en los diarios.

Así lo ve Hemon, desde el otro lado del océano. En 1992 despega desde Sarajevo y aterriza en Chicago con 27 años y una beca para perfeccionar su inglés. Más que como estudiante, pasa esos días como un turista asistiendo a las actividades que le programaron, y cuando prácticamente tiene un pie encima del avión que lo traerá de vuelta a Bosnia, estalla la guerra. Entonces ve las noticias, lee los diarios, habla por teléfono con su familia y, de pronto, se ve obligado a tomar una decisión. Aunque apenas conoce el idioma del país en el que está y no tiene a nadie a quién acudir, el viaje que debía durar tan solo tres semanas se estira indefinidamente y Hemon elige quedarse en Estados Unidos.
Esa misma sensación es la que se tiene al leer sus libros, una especie de salto al vacío. Pongámoslo de esta manera: quien acaba de llegar se prepara para una entrevista de trabajo y arma un elaborado plan de mentiras acerca de su experiencia laboral. De camino a la entrevista se imagina a sí mismo como otra persona, como alguien nuevo; pero cuando viene el momento de responder las preguntas, todo gira alrededor de la guerra y las ideas absurdas que la gente se hace de ella. La Chicago de Hemon está plagada de situaciones así. Como si fuese un espejo distorsionado de Sarajevo, la otra cara de una misma moneda, está repleta de rechazos y malentendidos, de hombres que se ven forzados a empezar de cero y a explicarle a los demás lo que sucede en su país, al mismo tiempo que intentan explicárselo a sí mismos. Para un refugiado, para un desplazado, reconstruir su identidad implica el riesgo de quedar en la nada o la posibilidad de ser cualquier cosa, según cómo se cuente. Como se lee en El libro de mis vidas: “Al margen de qué personas hubiéramos sido, ahora estamos divididos entre nosotros-aquí y nosotros-allá”.

Hemon dice que en Bosnia existe un código de honor en torno a los relatos: si una historia es buena y produce placer en quien la escucha, está determinantemente prohibido sabotearla con preguntas acerca de su veracidad. La sospecha queda suspendida, lo único que importa es sentirse atrapado por la historia y, quizás, volver a contarla como propia. Pero mientras que en bosnio no hay palabras para distinguir ficción de no ficción, en Estados Unidos la gente parece buscar solo la verdad. De ese laberinto, Hemon sale por arriba e imagina la realidad desde su propia experiencia, pero también desde aquellas que le llegaron en forma de relatos. Como Danilo Kiš, como Isaac Babel, cruza su historia personal con la historia del mundo y así cuenta, por ejemplo, la vida de un adolescente bosnio que sueña con ser una estrella de rock en medio de la guerra, el secreto de un padre en donde se cifra la figura del famoso espía Victor Sorge, o la historia de un soldado que se alista en el ejército de Napoleón y acaba en Ucrania, siendo uno de los primeros antepasados del apellido Hemon. Porque por más imposible que parezca, se trata de contar un relato que permita entender –y tal vez recuperar– algo de todo aquello que se perdió.

Bruno Schulz dijo: “El tipo de arte que me interesa es precisamente una regresión, una infancia reintegrada. Si fuese posible llevar hacia atrás el desarrollo, alcanzar de nuevo la infancia por un camino tortuoso –poseerla otra vez, ilimitada–, sería hacer realidad la ‘época genial’, los ‘tiempos mesiánicos’ que todas las mitologías nos han prometido y jurado. Mi ideal es ‘madurar’ hacia la infancia: esta sería la verdadera madurez”. En las historias de Hemon también hay algo de esto: aun cuando hablan de un pasado cercano, tienen esa luminosidad propia de los sueños que las dejan flotando fuera del tiempo. Pero, por otra parte, si uno piensa en la cantidad de recuerdos involuntarios que acechan a quien lo ha perdido todo, recordar también se vuelve una forma del olvido, una manera de ver cómo el agua se escurre entre los dedos. En uno de los cuentos de El hombre de ninguna parte, alguien dice que cuando el futuro es incierto, trata de imaginar un lugar reconocible y seguro donde sentirse protegido, mientras que otro, como si le respondiera, dice: “Creo que tu hogar está allí donde haya un charco donde puedes ver si llueve. Yo tenía uno en Sarajevo, delante de mi casa”. Ese refugiado que recuerda su ciudad es el mismo que luego, en un ataque de impotencia, destroza su departamento porque ya no puede reconocerse en el espejo.

Cuando Hemon volvió de visita a Sarajevo terminada la guerra, se encontró con una ciudad que era por completo diferente a la que había conocido y fantásticamente igual. Al recorrer las calles bombardeadas, al entrar a sus bares favoritos y vagar por los edificios desmoronados tratando de reconocer los viejos olores y recordando a la gente que vivía allí, se enfrentó con el mismo problema que en Estados Unidos: conciliar el antes y después de la guerra, la persona que era y la que terminó siendo. El hogar no está en ninguna parte y está en todos lados. Visto desde otro ángulo, es como aquel espacio abierto entre el Punto A y el Punto B: una vez que el que corre llega al otro extremo, abre los ojos y ve todo con claridad, pero no lo puede entender; la oleada de adrenalina es tan intensa que hace que todo desaparezca como si nunca hubiese existido. La persona se aparta un mechón húmedo de la frente, respira hondo y luego camina de vuelta a su rutina de todos los días porque, a fin de cuentas, lo que único que importa es que sigue viva.
Existe un sentimiento que los bosnios denominan sevdah: el sentimiento de un agradable dolor en el alma, cuando estás en paz con vos mismo y con tu triste vida, lo que te permite disfrutar el momento con abandono. Hay una música para ese sentimiento, el sevdalinka, algo así como el blues de Bosnia. Hemon recupera las voces de los desplazados y por un momento los devuelve al lugar al que pertenecieron. Tanto es así que, de fondo, parece sonar esa melodía tan triste que libera, y que es como si alguien te susurrara al oído: “Ne plači, sve će biti u redu”. No llores, todo va a estar bien.