El día que Goethe y Schopenhauer discutieron sobre la esencia del color.
GUADALUPE FERNÁNDEZ MORSS

En Venecia, durante su viaje a Italia, a Goethe se le planteó por primera vez la problemática de la esencia del color como enigma cromático. En principio lo solucionó de una forma igualmente problemática, en tanto que combinaba el asombro con el resentimiento y la experiencia de validez general con la estrechez topográfica. El 8 de octubre de 1786, bajo los efectos de la impresión de una pintura de Paolo Veronese, el escritor señaló: “Mi viejo don de ver el mundo con los mismos ojos del pintor cuyos cuadros acaban de impresionarme me llevó a un pensamiento propio. Es evidente que el ojo se forma en función de los objetos que divisa desde la juventud y, de ese modo, el pintor veneciano tiene que verlo todo con más claridad y alegría que el resto de los individuos. Nosotros, que vivimos en un suelo ya sucio de excrementos, ya polvoriento, descolorido, que nubla los reflejos, y que probablemente vivimos incluso en cuartos más estrechos, no podemos desarrollar una visión tan alegre”. Años más tarde, en 1814, Arthur Schopenhauer anotó en un cuaderno que el problema de la filosofía era que había ensayado soluciones inútiles durante mucho tiempo porque buscaba “por el camino de la ciencia en vez de buscar por el camino del arte”. Hasta entonces, ninguna filosofía le había atribuido a la estética semejante lugar dentro de la historia del pensamiento. En las miradas de Goethe y de Schopenhauer podrían encontrarse coincidencias y diferencias. Había una relación entre ellos. Goethe era amigo de la madre de Schopenhauer, Johanna, que admiraba al escritor como todos en su momento. Incluso el escritor asistía a las veladas que Johanna organizaba en su casa en Weimar. En una de esas reuniones, como cuenta el mismo filósofo en Conversaciones con Arthur Schopenhauer, Goethe por primera vez se dignó a interesarse por el trabajo que hacía el hijo de su amiga.

“Después de que el gran hombre hojease mi tesis doctoral, se acercó a mí y me preguntó si no desearía yo estudiar su teoría de los colores. Para esta tarea prometía ayudarme personalmente con sus aclaraciones y con todos los recursos de que disponía, a fin de que, durante el invierno, a lo largo de las múltiples ocasiones que con seguridad habríamos de tener para encontrarnos, le expresara mi aprobación o mi oposición a sus hipótesis sobre esta materia. A los pocos días me envió todo el aparato y los instrumentos necesarios para poder realizar la descomposición de los colores; más tarde me enseñó los experimentos más difíciles, muy contento de que mi mente no estuviese obcecada por prejuicios que la cegasen en la comprensión de la verdad de su teoría, la cual, por cierto, aún hoy, y a causa de razones que no viene a cuento mencionar aquí, no ha alcanzado entre el público la atención y el reconocimiento que se merece.”

Hacía años que Goethe pensaba en su Teoría de los colores. Se dice que el primer descubrimiento fuera de lo normal que Goethe hizo sobre la cuestión fue a los diez años. El futuro padre de la literatura alemana consideraba que gracias al trato que había tenido con artistas desde la juventud y a sus propios esfuerzos había empezado a fijarse en la parte más importante del arte de la pintura. Es decir “en cómo dar los colores”. El arte y la ciencia nutrieron de ideas al escritor. Siendo estudiante de Derecho en Leipzig acudió, además de a otras muchas clases ajenas a su materia, a las lecciones del físico Johann Heinrich Winkler, y participó en una serie de experimentos newtonianos (A Da Vinci le hubiera gustado este dato) aunque luego criticara la esencia de los mismos. Uno de los reproches que Goethe le hacía a Newton era que éste no hiciera sus experimentos en la naturaleza sino que obligaba a pasar la luz por un agujero (“Huid amigos, de esa cámara oscura/ en la que la luz tanto los engaña”).

Está claro que el interés de Goethe por los colores se presenta primero (y casi exclusivamente) en la literatura. En sus textos, con una frecuencia llamativa, la fantasía sensorial se convierte en órgano para transformar en metáforas los fenómenos de lo visible: el brillo plateado de la luna, los efectos del ocaso y del alba, el paisaje primaveral que reverdece, el cambiante juego de colores, el contraste entre claro y oscuro, y aumenta la observación detallada hasta la intuición poética. De este modo, su instinto poético lo conduce también, de manera particularmente intensa, hacia el conocimiento. En sus referencias literarias expresa todo lo que reluce tan adorablemente en la naturaleza. Su poesía está cargada de ambigüedad alegórica o incluso de la fuerza simbólica más simple, aunque no analizable, de la que en último término se priva al concepto. Y si las imágenes de la naturaleza son ciertas (en el caso de Goethe siempre lo son), entonces hacen lo contrario de iluminar, transfigurar, dorar, esto es, representar de forma realista, lo que sitúa a sus objetos esencialmente en la relación más inmediata con el que los percibe.

Además de la poesía, la correspondencia del joven Goethe muestra una profunda emoción ante determinadas impresiones de la naturaleza. Y es que en ella encuentra el origen de los colores: en esa polarización y crecimiento. En un pensamiento de tradición oriental plantea el ying y el yang: porque hay luz también hay oscuridad. Luz y oscuridad, entonces, no sólo tienen realidad física sino también meta-física: ambos se encuentran en lucha permanente. Rüdiger Safranski entiende que los colores para Goethe son, a la vez, tanto subjetivos como objetivos. La polaridad que rige la vida en general se exterioriza también en la actividad del ojo. Ocurre, según Goethe, en la inspiración del aire, que presupone la espiración; y lo mismo pasa con la sístole y la diástole. “Lo que aquí se expresa –escribe en– es la eterna forma de la vida. El ojo requiere claridad cuando se le contrapone a la oscuridad y requiere oscuridad cuando está enfrente de la claridad, mostrando así su fuerza vital.

La naturaleza, conforme a ley, en relación con el sentido del ojo sería la fórmula con la que Goethe pretende salvar el vacío entre el aspecto subjetivo y el aspecto objetivo del color: en la ley del ojo, que puede ver el color, se exterioriza la “ley” de la naturaleza, que da origen al color. Sin embargo, al joven Schopenhauer, que según Safranski acababa de radicalizar el trascendentalismo kantiano en su tesis, tal hipótesis no podía sino parecerle “realismo ingenuo”. Años después Schopenhauer diría: “Pero este Goethe […] era tan realista que pretendía que no tenía sentido decir que los objetos sólo existen en cuanto que son representados por el sujeto cognoscente. Una vez, contemplándome fijamente con sus ojos de Júpiter, me dijo: ‘¿Acaso sólo existe la luz en cuanto que usted la ve?’ No, más bien usted no existiría si la luz no lo viese a usted”. En esta escena, según Safranski, queda formulada la diferencia esencial entre Goethe y Schopenhauer sobre los colores. Una diferencia que no debería haberlos sorprendido pero tal vez, como sugiere su biógrafo, quedó encubierta por un equívoco: Goethe apreciaba la insistencia de Schopenhauer en el principio de intuitividad como presupuesto fundamental de todo conocimiento; pero pasaba por alto que, a la vez, limitaba el valor de verdad de tanta intuición a nuestra actividad representativa. Por su parte, a Schopenhauer le impresionaba la universalidad y la osadía con la que Goethe se aferraba al principio de intuitividad en todo lo que emprendía. De hecho, le deslumbraba que Goethe no sólo utilizase el principio de manera discursiva, sino que lo incorporase a su existencia. Además desde su mundo teórico debe haber empatizado con el impulso de Goethe para empezar su teoría con una detallada descripción del surgimiento de los colores en el ojo. Esa fisiología la consideraba un sólido punto de partida.