Trauma, paternidad, estilo

El psicoanalista y ensayista Juan B. Ritvo lee y escribe sobre Un padre también habla de Jorge Jinkis.

Juan Bautista Ritvo
Jorge Jinkis


“Ni el psicoanalista, si existiera.”
Jorge Jinkis

Se sabe, hay rasgos estilísticos de la prosa de Jorge Jinkis que son notorios: el gusto constante por el circunloquio que implica la amonestación adverbial, el adjetivo inesperado, la reserva frente a los rehusamientos de quienes pretenden resolver lo irresoluble; transformación súbita en lo contrario como consecuencia de una argumentación o implícita o condensada; el paréntesis que interrumpe el fluir de la frase conduciendo a lugares que invierten o cuestionan la secuencia semántica; el efecto persuasivo depositado en una interrogación que produce una alerta teórica sobre las evidencias demasiados evidentes; la transformación del enigma en misterio, el que, a  veces, está puesto a cuenta de una simple conjunción, como  en la recomendación de Freud a Richard Sterba cuando este quiso hacer un diccionario de psicoanálisis.

“Freud alienta la decisión —comenta Jinkis en Un padre también habla (Nube Negra)— mientras tenga un arraigo subjetivo, aunque fuese desconocido” (p. 329) Percibimos muy bien cuál es el poder de esa maravillosa conjunción “aunque” que oscila, lo subraya el Moliner, entre lo concesivo y lo adversativo.
Desde luego, si no queremos reducir el estilo a un catálogo fatalmente taxonómico, reducción que no suelen evitar los aburridos tratados sobre el tema, debemos convenir que las figuras de la repetición, si poseen relevancia y valor de verdad, repiten incesantemente la trama del sentido en el sin sentido, trama causada radicalmente por la posición ética.
¿Cuál es la ética que se revela en estos textos? Concisamente lo dice el autor así: “No se trata de crear una solución a lo que no anda, hay demasiadas” (p. 310). Lo cual trae consecuencias en la teoría cuando esta se encuentra extremadamente atenta a las lecciones de la práctica.
Lacan, advertido por el síntoma de la contransferencia, sus vericuetos, sus confusiones, sus preguntas apenas articuladas, forjó la expresión “deseo del analista”, la que se ha querido expedir con fórmulas cristalizadas para que no moleste, para que no turbe una práctica cada vez más placentera y turbiamente inclinada a eliminar los límites entre psicología y psicoanálisis. Pero ¿quién podría encarnar o sostener un deseo de pura alteridad?
Jinkis menciona un conjunto de fórmulas usuales que son menos inquietantes. La distinción entre enunciado y enunciación; la atención flotante; la subversión del sentido en contraposición a la comprensión. No obstante, concluye: “Pero si la legalidad del análisis depende de una realización tan perfecta de la abstinencia así definida, resulta que la inclusión del analista, condición necesaria del análisis, es condición suficiente para la ruina de esa perfección. El “deseo del analista” no tiene medida común. Es deseo de la ilimitación del deseo en su extrema diferencia. Naturaleza que no podrían soportar ni Kant, ni Spinoza, ni Hobbes, ni Descartes.
Ni el analista, si existiera” (p. 269).

Sin duda, en esta provocación que consiste en enumerar nombres emblemáticos de la cultura filosófica y que remata el discurso en una frase en subjuntivo, …si existiera preludiada por un Ni enfático, se sitúa en los límites del psicoanálisis —como por otra parte la mayoría de los textos recopilados en Un padre también habla.
Se observa que, al hablar condicionalmente de la legalidad del análisis, se introduce una paradoja en el sentido estricto del vocablo: en una paradoja la condición de posibilidad es simultáneamente la que realiza la condición de imposibilidad. Fórmula que no está destinada a evadir las cuestiones, sino a poner de relieve que enfrentar los límites, la imposibilidad, permite interrogar las posibilidades tan problemáticas como urgentes y simultáneamente elusivas: la verdad tiene un instante preciso que, pese a los desajustes inevitables, puede tomarse al vuelo. Intentaré tomar ese giro…
Si hay alguien que haya hecho sus pruebas, experimentando, en su propio análisis, la dificultad de traducir el lenguaje de la voluntad en Otro lenguaje, abierto, disponible a lo que literalmente adviene desde Otro lado, sin razón, pero que puede ser razonado con ficciones desde el momento en que reconocemos, como malamente podemos, que el origen está perdido, entonces, digo, estas pruebas le permiten a alguien escuchar lo que se diga, “Qu’on dise reste oublié derrière ce qui se dit dans ce qui s’entend.”   (Lacan, en L’Etourdit). Es decir, lo que se diga permanece olvidado detrás de lo que se dice en lo que se escucha. Sin duda, Lacan habla de la pareja enunciado/ enunciación; mas esta fórmula, en lo que tiene de inquietante, es que muestra que no hay relación, que no hay medida común entre un enunciado y el efecto de enunciación, porque el subjuntivo, irreductiblemente inquietante, es un modo que oscila entre el error, la duda, lo irreal, el anhelo, y esa oscilación es como el dolor nunca diferenciable del todo del sufrimiento, aunque sea necesario diferenciarlos. Lo real, diría Lacan, lo que llevamos pegado a la suela de los zapatos.
Flotamos en la incertidumbre y la activa admisión de esta incertidumbre nos prepara para convertirnos en el medium que opera transmitiendo lo que alcanzamos a escuchar antes de que desaparezca. Si existiera un fulgor, alguien que exista puede captarlo, pero nadie humano podría soportar el peso de la enunciación de un modo habitual y sin descarga.
Estamos lejos de la técnica, lejos de la inhibición de las pasiones del amor, del odio, del aburrimiento, porque ellas siempre están y lo que las trasciende es nuestro propio misterio como seres inconscientes.

Suicidio, fetiche, sueño, mentira, son temas y textos por los cuales el lector sin duda se interesará. Por el momento, yo me detengo en otros dos, que son claves para articular la ética del libro.
Hay un texto titulado “El trauma Lacan”. La generación a la cual Freud perteneció quedó tomada por el trauma Freud, trauma nunca más evidente que cuando se lo rechazaba con furia o con desprecio, o con estupor.
La generación a la cual pertenecemos, está habitada por el trauma Lacan.

Jacques Lacan

Cuando nos llegó Lacan, empezamos por no entender nada, absolutamente nada, pero al mismo tiempo pensábamos que había que esforzarse para captar algo que nos estaba anunciando una verdad que se nos escabullía. En algún momento, el esfuerzo escolar nos convenció de que la reducción del discurso lacaniano a proposiciones-guías nos volvería dueños de un saber invicto. Así, se montó una curiosa partición: de un lado, el mundo del saber sabido; del otro, una tremenda confusión en los afectos, concretada en el temor servil de hacer preguntas no autorizadas por la nomenclatura.
De ese modo terminábamos marginando que, si el origen está, como suele decirse, muchas veces sin calibrar el dicho, perdido, esta pérdida inaugural no queda silenciada por un significante-cero; al contrario, no cesa de acuciar, de llamar a la invención, a la vez que perturba incesantemente todas las redes significantes, por un equilibrio inestable que hay que reparar como quien restaña una fuente surgente antes de que estalle.
¿Quién se atreve a oscilar entre la vacilación incalculable y el hallazgo de objeto? ¿Quién se atreve a sostener empeñosamente —no obsesivamente— la preeminencia del objeto?
En una frase interrogativa, Jinkis ha mostrado una de las razones fundamentales para que el trauma Lacan opere como lo hace, generando inhibición cuando no verdaderos pasajes al acto: “¿Qué hacer cuando no hay un discurso en relación a Lacan como el de Lacan sobre Freud?” (p. 306). Desde luego, esta pregunta carece de respuesta científica, el término con o sin comillas. Sería ridículo —pero en ese ridículo se cae, caemos, y a menudo— exhortar a leer críticamente a Lacan; esas cosas ocurren o no ocurren… emergen o no emergen…
Pero sí podemos hacer cosas no para que algo que no funciona funcione —es la función del hallazgo tecnológico del cual estamos tan lejos, sin que nos entristezca tal cosa— sino para hacer que la imposibilidad de desatar ciertos nudos, que no son gordianos, pero tampoco borromeos, no nos deje embarras[1] ante el nombre de Lacan y nos permita la alegría de la invención sin inflaciones mayestáticas ni las presunciones ignorantes que surgen del sometimiento a los mandatos de la tribu.
¿Es posible sustraerse a los mandatos de la tribu? ¿Es posible encontrar la vía de la singularidad sin limitarse a cultivar la pequeña diferencia, buscando ese lugar en el cual la alteridad nos reúne separándonos y nos separa en la reunión? Definitivamente: si el viento del deseo no nos arrastra con cenizas y chispas, nada es posible…
En el “Trauma Lacan”, Jinkis cita una frase de Lacan en la cual este habla del sentimiento de un riesgo absoluto. Creo que es este nuestro dado; nuestro dado y nuestro dardo.

Conviene interrogar el título del libro: Un padre también habla. ¿Qué agrega el adverbio?
Sabemos que los discursos de Freud y de Lacan son respuestas heterogéneas a un misterio común: el ombligo del sueño nos conecta con lo no-reconocido. Un padre también habla de esto, aunque siempre encuentre la respuesta no simétrica de un hijo que clama “Padre ¿no ves que estoy ardiendo?”.

Jinkis cita un fragmento de Freud, en el que este afirma lo que ha tomado forma en su sueño: “¿Quién no aspira —dice Freud— a aparecer limpio de impureza ante sus hijos después de la muerte?”. Y luego comenta: “El equívoco tiene todos los poderes. Se trata del deseo de un hijo, es decir, que se desea como hijo, es un hijo el que desea, pero también es deseo de un   hijo lo que da su alcance a lo que se celebra en el sueño” (p. 82).
Un hijo no solo se dirige a un padre, a su padre; un hijo también aspira a ser padre, lo que no es lo mismo. Pero aquí aparece en toda su magnitud un teorema de Lacan, el que afirma la no relación sexual. Entre un hijo y un padre no hay relación, en el sentido más potente de la expresión. Un hijo es el sujeto de un discurso y en tanto que sujeto tiene un cuerpo. ¿Cómo concebir un sujeto sin el mapa extravagante de las zonas erógenas?
Un padre es, antes que nada, un nombre, un nombre que, como la transitada máscara de la tragedia griega —incluyamos a la comedia— puede o no investir cuerpos, sus gestos, sus actitudes, sus voces.
Entonces, cuando un hijo invoca su deseo de paternidad, se vincula desde la minúscula isla de su singularidad con la trama vertiginosa de las generaciones, con el ritual que proporciona sentido y magnitud, y también honduras y abismos al campo de lo Otro.
Si la paternidad es, finalmente, un síntoma, si ese síntoma, como lo dice el propio Jinkis, es indiscernible de una teología del nombre (aunque sea una teología negativa) indudablemente (y se encarga de decirlo por diversos medios) un padre es lo que un hijo dice de él, pero asimismo alguien que no puede hablar en primera persona porque es el primer nombre (mas también el penúltimo) cuyo referente carece de referencia: el padre muerto, el padre muerto en su nombre —verdad que, de otra parte, aterra al parricida.

Juan B. Ritvo

Algunas frases de Jinkis:
“Padre/hijo no son términos de una relación que no hay, y no se superpone con la relación superyo/yo. Pero la paternidad sufre de ese instante inmemorial que inventa Kierkegaard. El neurótico es el que se hace cargo, con un coraje que raramente se le reconoce, de aquellas indignidades insalvables” (p. 60).
“Pero entonces, y ahora en contra del nombre de este libro, digamos que ese personaje de época, definido por coordenadas histórico-sociológicas, de entidad sin duda política, y si se quiere también uno de los residuos del patriarcado herido, es algo a lo que no tiene acceso ningún psicoanalista” (p. 13)
Luego, inmediatamente, agregará que la evocación de su ausencia habla en el dispositivo analítico: “Y desde que habla, no hay forma: se escucha a una hija o a un hijo, descendiente de las filiaciones míticas que cumplen o se rebelan ante el mandato de las generaciones.” (p.14)

Nada de todo esto es obvio ahora que las diversas tribus analíticas se disputan el terreno de la historia y lo hacen con una torpeza verdaderamente triste. Si hablo de la paternidad antigua, no puedo dejar de lado las formas jurídicas, su legalidad y, sobre todo, su vigencia. Antes que nada, la evolución de la patria potestad, la que, al ser actualmente compartida, ha quedado prácticamente abolida. Tengo que hablar, asimismo, de las formas familiares y su compleja evolución en la historia: ¿cuál es la relación del patriarcado con las formas del Estado?
La teoría analítica desde luego que aquí y allá puede decir cosas e incluso cosas decisivas. El punto consiste en que allí no puede operar como analista sino como ideólogo. No es una maldición ser ideólogo, pero es bueno poder evitar las impotentes totalizaciones. Hay cosas a las que no tenemos acceso…

NOTA:
[1] Embarras solemos traducirlo traicionados por la analogía como “embarazo”, aunque en realidad apunta en francés a la traba, la dificultad, incluso la confusión que implica estar bajo la barra, no dividido, precisamente, sino aplastado, sofocado.