Lejos de la mera denuncia y la victimización, el polémico e inquietante Diario de un incesto plantea la posibilidad de volver a reflexionar sobre el placer sexual y su poder de liberación.

Maximiliano Crespi
Lot y sus hijas (Simon Vouet, 1633)

Antes de que la aplanadora de la corrección política borrara todo margen para la reflexión en torno al deseo, el estupro y el incesto eran problemas reales en vez de cuestiones sublimadas. En tal contexto, libros como El desmadre de Pablo Farrés, Fuera de lugar de Martín Kohan o Precoz de Ariana Harwicz podrían haber ofrecido un conjunto de escenas para empezar a pensar. Pero incluso allí hubiera sido imposible leer y poner en abierta discusión un texto de la radicalidad que en efecto ostenta Diario de un incesto. En ese sentido se comprende (aunque no se pueda justificar) que el puritanismo se imponga y que la presentación del libro publicado en español por Malpaso opte por inscribirlo en el marco general de una victimización con la cual el texto del libro no está ni cerca de coincidir.

Diario de un incesto es un relato anónimo que, desde la contratapa, se presenta como “la historia real contada en primera persona de una mujer que estuvo sometida a abusos sexuales y maltratos por parte de su padre cuando aún era una niña”. Pero mientras se le atribuye “un componente de denuncia”, lo que el texto pone en escena es sin duda una situación mucho más compleja, más ambigua y conflictiva con relación al deseo y respecto de las experiencias de la sexualidad. Porque, aunque es cierto que la perspectiva desde la que se narra es la de la víctima, el relato no se elabora como victimización. Al contrario: lo que en este diario se confiesa aparece envuelto por una forma de resiliencia que desafía y neutraliza todo viso de simplificación moralizadora: “Recuerdo aquellos días oscuros llenos de luz en los que mi padre me follaba cuando llegaba de clase”, dice la narradora. “Mi padre es mi secreto. Sus violaciones son mi secreto. Pero el secreto que encierra ese secreto es que a veces me gustaba. A veces lo estaba deseando y a veces lo seducía para que me follara”. Hay que leer en esas y otras frases similares diseminadas en el texto algo más que un efecto del Síndrome de Estocolmo respecto del cual la narradora también toma posición: “Hoy he leído en un libro sobre la tortura que cuanto más se viola a una prisionera, más probabilidades hay de que ello le procure placer. El placer como mecanismo de supervivencia. Cuanto más se la viola, tanto mayor es el placer. ¿Quiere decir eso que he llegado a sentir el placer más grande del mundo? Mi cuerpo es puro éxtasis. Escribir esto me excita. Pienso en mi padre y me pongo húmeda. Pienso en él y lo siento dentro del coño”.

Más que un libro de denuncia, Diario de un incesto es un relato del deseo de liberación a través del placer. No de su padre estrictamente, sino de las estructuras y las convenciones morales que determinan la normalidad y, con ella, el horror de lo intratable. “Mi padre es mi placer sexual. Estoy atada y me da de comer su semen. Me da de comer lo que acaba de expeler en su mano. El inmenso placer que sentimos nos colma de luz”. Y también el placer en el placer del otro: “Me gustaba que se masturbara. Me gustaba porque disfrutaba viéndolo, me parecía excitante. A veces se frotaba la puntita en mi coño y eso también me causaba una sensación placentera. A él le gustaba mirar hacia abajo mientras se frotaba el pene en mí. También a mí me gustaba mirar. Me gustaba el roce de su carne contra la mía”. El juego del poder ciertamente crea efectos de verdad: “Subirme encima de mi padre para que se le pusiera dura, además de excitarme, me hacía sentir poderosa”. Y finalmente marca un punto de no retorno sobre el cual el psicoanálisis quizá tenga todavía tela que cortar: “El sexo con mi padre me dejó huérfana”.