Una política del delirio
El nuevo libro de José Retik en una lúcida lectura del autor de Las pasiones alegres.
Pablo Farrés

Una de las tantas cosas que le debemos a Oscar Terán fue desmontar el proceso de formación del Estado Nacional y encontrar que por debajo del Orden Conservador y la modernización promovida por la elite político-económica de comienzo del siglo XX, el positivismo argentino se hacía cargo de la maquinaria institucional de normalización y homogeneización general. Los nombres de Ramos Mejía, Carlos Octavio Bunge, José Ingenieros y hasta el mismo Lugones, definen una cartografía de discursos y prácticas de delimitación, internación y también exclusión. Con ellos se importa toda la parafernalia de la criminología lombrosiana, el darwinismo social, la frenología, y las figuras de la psiquiatría y la biologización sin ton ni son. Las categorías de raza y degeneración terminan armando una grilla de interpretación social y legitimización política de la gobernabilidad. Pero de todas las categorías, es la figura de la locura —asociada con la criminalidad y las revueltas— la que más atrajo al positivismo higienista. Lo interesante entonces es que la universalización del dispositivo médico-psiquiátrico implicaba que la locura no se configurara como el Afuera de la Razón sino como su posibilidad más propia: no la locura como “experiencia originaria” de ese Afuera, sino el Afuera y la locura como fuerzas inmanentes a todo el campo social.
En este entramado, la categoría de delirio es fundamental porque aparece como delirio del lenguaje, en el lenguaje, como si fuera la propia lengua la que posibilitara su propio desastre en cada desplazamiento metafórico, en la afasia que promete, en el malentendido que la constituye. Lo extraño en el caso del Positivismo, pero también más allá del Positivismo, es que la lengua —ya siempre enajenada— es la que cuenta la historia de las anomalías como si estas le fueran extrañas. Esa es la lengua del poder, la farsa que la constituye: hablar de su propio desastre como si le fuera ajeno -y entonces invocar las figuras del saber, las estrategias de encierro y las políticas de exclusión. Pero de allí también el lujo vulgar de una autonomía demasiado cómoda: hacer de cuenta que la literatura es sólo el evento del desvarío reglado, el disparate administrado.

En este punto es que aparece el libro de José Retik, Los extraestatales (Borde Perdido), para dar vuelta la cuestión. Si la lengua del poder es la que definió e hizo hablar con sus propias categorías las anomalías que pretende como su Afuera, el libro de Retik se instala de lleno en la dimensión anómala del lenguaje para, desde allí, contar la historia de la Razón y el positivismo moderno.
El libro en cuestión comienza con el derrotero del Dr. Maurice Foudré, aunque no del doctor en cuanto tal, sino el de sus alucinaciones. Lo que alucina Foudré tiene tanto espesor real como su propia vida; ese mundo hecho de desvaríos es el de una comunidad de autómatas de madera cuya economía se basa en un Parque de Frustraciones. El fenómeno llama la atención del gobierno norteamericano que pretende intervenir cambiando la finalidad: de la frustración al exitismo. En el medio aparecerá el partido revolucionario de la Triple A y la utilización de un virus del desánimo para devolverle al Parque su objetivo. Luego surge un corte que es en verdad una continuación: se narra la vida real del doctor Foudré pero no deja de ser parte de la alucinación primera: después de internar a su esposa embarazada porque el hijo que esperan lleva las marcas de Lucifer, el doctor viaja al Río de la Plata para entrevistarse con el médico positivista José Remiglia Meijide dedicado al análisis de las multitudes y cómo la pasión y la irritabilidad fomentan el falso heroísmo de las revueltas políticas. Luego la narración se acelera en un caleidoscopio espacio-temporal en el que aparecen alienígenas interviniendo en uno de los Ministerios de la Pcia. de Buenos Aires, una máquina china de acumulación de afectos, un “neofascismo lacaniano” basado en el buen gusto de una elite dominante tras un apocalipsis de insensibilidad general, un microchip que puede escribir la futura obra de un artista, los avatares de una comunidad medieval basada en el lenguaje de señas, etc, etc, etc. Y nunca, nunca se sale de la alucinación primera del doctor Foudré.
El delirio narrativo surge en las conexiones de una historia con otra, en el paso de un campo semántico a otro, dentro del ámbito de la libertad alucinatoria que todo lo conjuga. Y sin embargo, en ese mismo entramado se va tejiendo una genealogía de la Razón Política que el Positivismo Higienista argentino urdió a partir de la figura del delirio.
Si hay posibilidad de clasificar un discurso como delirante es justamente porque es el lenguaje el que delira desde su potencia creadora. Si algo hizo la literatura moderna, desde Joyce y Kafka pasando por todas las vanguardias, fue justamente eso. Ahora bien, creo que Retik plantea un paso más, en todo caso, un paso diferente: ¿cómo contar la historia de esas clasificaciones, capturas y expulsiones desde el fondo del desvarío de la lengua?, y con ello, ¿cómo devolverle a los documentos de la cultura su estatuto de documento de la barbarie?

Los extraestatales se funda en estas preguntas. No se trata del afuera de la lengua del poder, sino de trazar su genealogía desde el suelo desfondado del lenguaje, es decir, desde la más pura creación literaria, no desde la pulcritud higiénica del afuera, no desde el discurso pedagógico ni biempensante de la literatura sociológica (tan funcional a aquello que critica), sino desde la matriz misma que el Positivismo pretendió anular: el desborde alucinado, las conexiones más insólitas, la risa pagana, la literatura sin anclaje.
Si el médico argentino llamado José Remiglia Meijide y sus análisis de las multitudes remiten a José Ramos Mejía y su libro Las multitudes argentinas, el encuentro con el doctor Foudré funciona como hilo conductor y dimensión meta-literaria con respecto al estatuto de delirio que la narración parece desarrollar. Y justamente allí resplandece la dimensión política del libro y la dimensión delirante de la política.
El Positivismo Higienista se transforma en la clave de la interpretación de la historia argentina y encuentra su continuidad en las técnicas más contemporáneas del neoliberalismo y de las categorías de raza y degeneración se pasa al campo semántico de la productividad, la inversión de recursos humanos, el sujeto como empresa de sí mismo.
“Por ahora continuaremos trabajando para conseguir un Estado lo más cercano posible a la insensibilidad. ¡Ojo! No me refiero al Estado Nacional sino al Estado Mental. Bueno, en realidad me refiero a los dos. Quiero compartir con ustedes un dato sumamente alentador. Según las últimas estadísticas, el 80% de los empleados públicos se volvió un 75% más insensible en lo que va del año, circunstancia que aumentó la productividad en un 60%. Si bien el dato es favorable, ustedes saben que nunca es suficiente cuando se trata del incremento de la producción y el capital”, le dice el Jefe de Departamento de la Tesorería de un Ministerio de la Provincia a un empleado cualquiera, dentro de la alucinación del Doctor higienista Maurice Foudré.
La noción de “capital humano” y la definición del sujeto como dato económico relativo a una lógica de costo-beneficio aparecen entonces como figuras del viejo darwinismo social y el positivismo higienista: “EC: Hoy tenemos que rendir homenaje a los veinte empleados que se suicidaron este año para facilitar el aumento salarial del resto del personal. EC12122 (Empleado cualquiera, legajo nro. 12122): Eran inoperantes y emotivos. Algunos de ellos llegaron a experimentar sentimientos de solidaridad y amor al prójimo. El sistema de autoeliminación los persuadió para que hicieran lo suyo. Para ahorrar el costo de los servicios fúnebres se decidió cremarlos y utilizarlos para abonar la huerta orgánica del Sub Gerente de Capital Humano”.

La narración de los Los extraestatales se construye entonces en el cruce entre la política y el delirio, desde el viejo Positivismo Higienista hasta el neoliberalismo actual y alcanzar incluso un neo-fascismo post-apocalíptico. En todas las variantes aparece la misma cuestión: hay un delirio de la política y una política del delirio.
De uno y del otro lado del genitivo se dan los tejes y manejes de las instituciones por un lado y de los discursos y la literatura por el otro. Lo que suele quedar ocluido es el genitivo mismo. Este define una relación de propiedad y pertenencia o bien refiere a la materia que compone una cosa. Entonces lo que primero queda ocluido es la indeterminación del genitivo: ¿qué término señala propiedad sobre el otro?, ¿el delirio como pertenencia de la política o la política como pertenencia del delirio? Incluso, en términos materiales, ¿la política está hecha de delirio o el delirio está hecho de política? Ante la indeterminación, el segundo aspecto obturado es la dimensión de continuo pasaje entre un término y otro. El resultado es la farsa de la separación y la pertenencia jerárquica. El delirio siempre queda separado de la política y reducido a una pertenencia que el poder político —su racionalidad gubernamental— puede administrar, clasificar, encerrar, o dejarlo perdido entre las tapas de un libro y volverlo inoperante.
Hay literatura diseñada de los dos lados del genitivo. Una literatura que funciona bajo la sujeción del poder y reproduce las modalidades de subjetivación. Y otra literatura que se desentiende de estos juegos de poder, o al menos, en su faz lúdica, parece omitirla. En este contexto el libro de Retik viene a reformularlo todo porque lo que muestra es que todavía es posible una literatura del pasaje: el delirio de la política como una política del delirio y una política del delirio como el delirio de la política.
La celebración y la risa que el libro promueve se basan entonces en un punto central: devolverle al delirio su condición política y a la política su constitutivo delirio es también volver a situar la literatura en el campo de la resistencia y la perturbación. Eso logra el libro de Retik y, al menos a mí, me deja pensando cuándo, en qué punto, la literatura argentina perdió su fuerza disruptiva, en qué momento Copi o Laiseca —sólo por citar un par de nombres— dejaron de ser leídos como literatura política.