Un escritor en los márgenes

Francisco Magallanes presenta su primera novela.

Paula Puebla
Francisco Magallanes

“Francisco Magallanes se hunde en las lenguas vivas de la Argentina que no escucha nadie”, escribe Juan José Becerra en la contratapa de El Palomar, la primera novela del autor platense. Coordinador de talleres literarios y parte del colectivo editorial Malisia, Magallanes circula por los márgenes de un barrio y por los de una imaginación. Amistad y traición, oportunidad y desazón, pasión y supervivencia envuelve a los cuerpos de los personajes como el más humano de los vientos para articular una historia narrada por una voz indiferenciada, por momentos múltiple, por momentos común.

¿Cómo es escribir una novela cuando también se trabaja en edición? 
—Me gusta la pregunta porque es algo que vengo pensando también sobre eso. A la conclusión que he llegado es que todo lo que hago está relacionado con mi escritura en diferentes modos. Por mi relación a la edición, por los talleres que doy desde hace ocho años, por los trabajos de corrección, incluso por lo que es la gestión de una editorial. Todo eso hace que desde que me levante hasta que me acueste viva en ese estado, relacionado con lecturas, lecturas de otros, escrituras, incluso reflexiones, porque el taller es un espacio de diálogo, donde todos bajamos conflictos e inseguridades. No me acuerdo quién lo vinculaba con la tertulia de antes, con eso de ir al bar y bajar ahí la experiencia. 
Para mí fue muy importante que mi escritura, desde que soy editor, se haya transformado. Porque la edición me dio la posibilidad de trabajar con escritores de los cuales aprendí muchísimo, que también me aportaron una visión diferente no solo de la escritura sino de la lectura y la literatura en sí misma. Quizás lo más complejo es ser tu propio editor, no creo que sean compatibles. Entonces busqué un editor, en realidad un escritor que cumpliera esa función, que fue Carlos Ríos. Yo me pongo en los dos lugares, pero no puedo hacer ese trabajo que es para hacer de a dos.

Hay a grandes rasgos dos zonas muy marcadas en la novela que no solo emplazan muchos de los acontecimientos sino que también cifran formas de habitar, por llamarlo de alguna manera. Estas son la remisería por un lado, y la cancha por el otro, casi contrapuestas aunque cada una con sus liturgias. ¿Qué significan estos lugares para los personajes? 
—La cancha y todo lo que se genera alrededor funciona como una fuga al deber, a juntar el mango, ¿no? Lo que tiene la remisería es justamente que no es un trabajo que a fin de mes te deje un sueldo, hagas lo que hagas. Sino que cada día tenés que salir a ganarte ese mango, a remarlo y, de acuerdo a esa cantidad de viajes que hagas y los porcentajes que negocies, vas a encontrar un sueldo más o menos básico. Me parece que, en esa pasión, que es genuina en los personajes, también aparece la posibilidad no solamente de fugar desde lo mental. A mí me pasa algo similar cuando leo. Me despegan del mundo, como si el tiempo se detuviera y se concentrara en lo que está pasando ahí dentro. En este caso, ese espacio es la cancha. Funciona como una fuga de esa rutina y también de una posibilidad de poder dar un salto que nunca va a estar en la remisería. Como todo trabajo en relación de dependencia, más allá de que no es una dependencia directa, tiene por supuesto el techo bien marcado para que eso continúe así, para que nadie dé el salto. Si bien hay dos personajes que son remiseros, que compran la remisería y se transforman en dueños, lograron llegar ahí, pero son siempre pocos.

Pareciera que esa aspiración a patrón, salir de remisero para convertirte en el dueño de la remisería, esa aspiración de ser el cabeza de una barra brava, es como un deseo de escalar a la punta de esa pirámide por más chata que sea, ¿no? 
—Sí, es parte de la condición humana. No lo veo solo como algo de clase sino como una búsqueda que atraviesa toda la sociedad, aunque no todos la llevan a cabo.

Otros elementos que me llamaron mucho la atención fueron los nombres “El Palomar”, que le da título a la novela, y las menciones a Canadá, como parte de un juego de significados y significantes, como si ahí hubiera un glitch. ¿Qué te gustó de esta operación?
—Fue más intuitivo que pensado. También la sonoridad de las palabras me atrae, me llama, me hace mirar ahí. El Palomar, si bien es un lugar de Zona Oeste, también es un barrio de la zona. Es muy poco conocido, no es de los más famosos, porque está en el límite entre Ensenada y La Plata, y es el barrio de la remisería. Me gustaba cómo sonaba y me parecía raro en relación a los otros nombres del resto de los barrios de la ciudad. Después me gusta la lectura que hace Becerra en la contratapa en relación a El Palomar, en tanto aparecen posibilidades diferentes en relación al significado. Con Canadá lo mismo, es una expresión que la dijo alguien y yo la escuché y me costó entenderla. Fue algo así como: “este auto se lo compró mi viejo a mi hermano que está en Canadá”. No lo entendía y pensaba ¿cómo que le compró el auto si está en Canadá? Casi que me lo tuvieron que explicar, porque no cacé el término de entrada y eso me pareció genial. Puesto en un comienzo, Canadá podía generar esa incertidumbre que después se termina develando un poco, pero no sé sabe bien qué es durante varias páginas de la novela. En las lecturas que recibí, algunas piensan en Canadá como un lugar del exilio, del destierro. Ahora que lo pienso tiene también algo de esa sensación que expresan los exiliados de no estar libres, ¿no? 

Todo el tiempo hay una lengua plebeya y, sin embargo, cuando aparece “Canadá” irrumpe como si estuviese puesta ahí por la RAE. ¿Sentiste que no tenías otra manera de narrar esta historia de bordes más que con ese argot?
—Primero estuvo el argot, la jerga, lo que para mí es un lenguaje, y después la historia, que fue construyéndose a partir de eso. Es decir, esto es una música que venía asimilando, incorporando, escuchando sobre todo. Me fascinaba el ritmo y la sonoridad. Cuando empecé a escribir El Palomar también estaba escribiendo a mano otras novelas en unos cuadernitos artesanales de Fa Taller Estudio, que es un proyecto compañero en el colectivo Malisia. Tenía varios cuadernos en los que iba escribiendo diferentes novelas, pero El Palomar no estaba ahí, sino que surge como un ejercicio de escritura. Juan Pablo Montero, un artista de la ciudad de La Plata, todos los días durante un año hizo un calado de una palabra. Después los enmarcó y montó una muestra de 365 obras, todas juntas, y luego él decidió continuar y darles a dos escritores treinta palabras a cada uno. Yo no soy muy fan de las consignas de escritura ni nada de eso, pero me parecía interesante jugar con él. Lo que me propuse fue que esa palabra que me tocaba no apareciera en el texto y cumplir con él haciendo también un fragmento por día. La esencia de El Palomar nació ahí, con el primer capítulo, que es el único que quedó en su orden. Eso hizo que se desplegara, tiene algunos puntos en relación con mi historia —aunque no es para mí ni autorreferencial ni autobiográfica—, pero no es que me propuse escribir una historia de los márgenes, de las transas, las barras, las remiserías. Empecé a escribir y comenzó a aparecer esa voz que estaba adentro y no tenía nada que ver con las otras novelas que estaba escribiendo. Me liberé y salió ese texto que le pasé a Juan Augusto Gianella, primer lector y además editor de La Plata, y me dijo “me encantó la novela”. Yo no veía ahí una novela, pero él sí. Eso fue en 2015, cuando empecé a trabajar el manuscrito con Carlos Ríos, con Verónica Luna, también con Ariel Luppino, que me hizo una devolución del último borrador en el Bosque de La Plata que duró ocho horas. Leyó toda la novela en voz alta y eso me pareció genial para terminar de entenderla. Para mí la escritura está adentro, en mi caso no me funciona planificar una novela. El Palomar me demostró eso.

Me gustó mucho algo de lo que escribió Becerra en la contratapa, que es esto de “la ideología del batacazo”, ese sueño cada vez más urgente y sobre la superficie. Cito unas líneas de la novela, que me parece que lo condensan bien: “Las putas, la fafafa, los caballos, los jugadores de fútbol / Todo eso y no trabajar más”. ¿Pensás que eso es lo que aglutina a tus personajes?
—Creo que hay una trampa que todos aceptamos, no sé si todos pero gran parte de la sociedad, y es que levantarse a la hora que suena el despertador todos los días y cumplir con lo que hay que hacer es tener una vida digna. También hay una falsa sensación de que el que trabaja y se esfuerza logra prosperar, lo que es la movilidad social. Yo lo vi a mi viejo y a mi vieja laburar toda la vida y, si bien no les falta nada, no prosperaron a un nivel importante. Me parece que eso no se hace trabajando, ¿no? Digo, trabajando desde la legalidad, si se quiere, de lo que corresponde. A mí me parece que los personajes de lo que se dan cuenta es sobre todo de eso. Hay un personaje que es El Arveja, que acompaña desde chico al padre en la construcción, y que hay una escena que la maestra lo reta. Él no puede decir que trabaja porque los chicos no trabajan y tienen que jugar. Es justamente ese personaje el que termina de hacer entrar la idea de que trabaja hace un montón y eso no va a cambiar. No hablo en contra de la cultura del trabajo, pero sí me parece que los personajes se dan cuenta de que el salto es por otro lado.

Para mí es algo que flota en toda la novela, la cosa de “pegarla”. Quizás el mejor futuro posible lo consigas si llegás a ser el jefe de una barra…
—Sí, y también hay algo adrenalínico en esos saltos que ellos proponen o cierta épica en conducir y no en ser conducidos. Ellos quieren manejar una facción, no solamente para ganar más plata o tener más negocios sino también para ser jefes. 

Vuelve a aparecer el sueño de ser patrón.
—Si el patrón fue siempre otro y uno siempre fue el subordinado, es una experiencia válida tratar de cambiarlo, me parece súper lógico. Yo creo que si un barrabrava lee la novela se mata de risa, ¿no? No tiene ningún tipo de trabajo documentado, pero yo por lo menos lo trabajé así. Eso del batacazo y esa urgencia que vos decís del batacazo, no creer más que con el tiempo ese reconocimiento va a llegar.

Pensaba que esas posibilidades, esas movidas fortuitas que representan el cambio entre una vida y otra, son en El Palomar una forma de la felicidad. Me preguntaba si en algún momento de la escritura se te cruzó por la cabeza esa interrogación.
—Puede haber una búsqueda propia, en relación a mi persona. Intento disfrutar de los momentos de la vida y quizás los personajes acarrean con eso que es mío. No son personajes que estén todo el tiempo quejándose de su condición y, si bien hay momentos en que algo los sobrepasa, siempre encuentran un punto donde encontrar esa felicidad. Ya sea en un diálogo sentados en la vereda, en el baile después de una jornada de trabajo, en la cancha. La felicidad para mí no es una condición de clase, por supuesto que estos son personajes que tienen un trabajo, un ingreso, que pueden satisfacer las necesidades básicas. No estoy hablando de indigencia y no estoy diciendo que en la indigencia también se puede ser feliz. Estoy diciendo que los personajes viven su recorrido, su vida y tienen una épica de la felicidad me parece. Pero si vos me preguntás si lo pensé, no, no lo pensé. Tiene pocas cosas pensadas la novela.

Mario Arteca, escritor.

Hay otro glitch, otra rotura en la escritura de El Palomar. Algo que Mario Arteca señala en el prólogo como “un suelo ganado a la escritura en primera persona”. ¿Qué te sedujo de este modo de escribir? ¿Hay ahí una crítica a la caterva de autorreferencialidad en la literatura o fue una apuesta más inocente?
—No lo pensé como una crítica, cada uno puede hacer los circuitos de lectura que más le gusten. Puede ser que el mercado genere ciertas tendencias que se repitan o multipliquen, pero uno puede hacer un recorrido que se aleje de eso en las lecturas. No pienso en qué críticas pueda llegar a hacer mi novela. Que las haga, en todo caso, o que se lean así.
Quintín decía en su crítica que es una primera persona pero que siempre está contándole a otro o es contada por otro. Hay un narrador que siempre está escuchando más que nada. Incluso cuando narra siempre pone a otro a hablar. Como te decía al comienzo, me interesaba poder trabajar la escritura con ese lenguaje que me fascinaba más que un lenguaje suntuoso, por decirlo de alguna manera. Este lenguaje que utilicé tiene una belleza que no tiene el lenguaje de una novela escrita con un narrador, primera o tercera persona que describe, que contempla, que intenta hallar las palabras más sofisticadas. Yo encontraba ahí una poética que me permitía trabajar.

La primera persona en muchos momentos aparece para no ser primera de nadie, que no es narrativa, que hace discurso referido. Como si fuera una especie de gorjeo que, cuando lo escuchas frente a un grupo de palomas, no sabés de cuál de todas es.
—Me pasaba cuando la escribí, también cuando la corregía, que había momentos en los que me preguntaba quién habla, ¿es el Flaquito?, ¿es El Arveja?. Me gustaba que me pasara eso también. Ahora estoy releyendo King Kong, de Miguel Briante, y también me parece que pasa algo que me recuerda a El Palomar. Hay muchos narradores que hablan sobre King Kong, incluso él mismo, y por momentos no sé quién lo está narrando. Si querés saber quién es, hacé el trabajo, tomate ese tiempo, y si querés lo rastreás. A mí como lector no me interesa porque no me interesa entenderlo todo en la literatura. Me gusta no entender algunas cosas.

¿Qué es un libro para vos?
—En principio, el libro está en la primera vez que agarré uno por decisión propia. Sentí un magnetismo, no lo pude soltar y no abandoné nunca más. Desde que leí ese primer libro, nunca dejé de leer. Entonces, por un lado, significa una fascinación.
Después creo que a medida que avanza en la lectura, los libros van tomando otros sentidos en la vida. A mí me gustan los libros que me hacen flashear, que me descolocan y no me cuentan lo que yo ya sé o cosas sobre lo cual yo tengo seguridad. Cuando descubrí a Roberto Arlt me descolocó, cuando leí a Copi también. La literatura siempre es un volver a empezar, leer no es algo que ya esté asegurado. Me gusta cuando agarro un libro y no lo entiendo del todo, no sé si me gusta, no lo termino de entender hasta que sí me meto. Me gusta descubrir nuevas escrituras, genuinas, auténticas, que no estén estandarizadas.