Formas de escuchar a los muertos con los ojos.

DIEGO ERLAN

Hay una escena en la vida de Flaubert que siempre me resultó intrigante. Cuatro años antes de empezar la escritura de Madame Bovary emprende una suerte de peregrinación hacia la isla de Saint Maló para visitar la tumba de uno de sus escritores admirados: François-René de Chateaubriand. Flaubert tiene veintiseis años. Al llegar encuentra que el epitafio de la lápida, puesto allí desde 1823, dice lo siguiente: “Un gran escritor francés quiso reposar aquí para no oír más que el mar y el viento. Paseante, respeta su última voluntad”. Flaubert, ya lo vimos, no respetó esa última voluntad quizás porque Chateaubriand aún no había muerto. Esa visita de Flaubert a la tumba se da en 1847 y Chateaubriand muere recién al año siguiente. O sea: un joven escritor peregrina hacia la tumba de su autor admirado que todavía no ha muerto. Ese gesto de sarcasmo inicial del joven escritor hacia el gran maestro termina convirtiéndose en un reconocimiento. 

Así se lo manifiesta Flaubert a la poeta Louise Colet: “Esa idea de preocuparse por la muerte de uno mismo y de elegir con antelación un lugar para la otra vida, algo que me parecía hasta entonces bastante pueril, me ha parecido allí muy grande y muy bello.” Aquel día, Flaubert recorrió la tumba, tocó esa lápida de granito y la contempló como si allí, en verdad, descansaran los restos de Chateaubriand. Esa ambigüedad le concedió a Flaubert la libertad para imaginar lo que sería esa muerte y, a partir de ella, ensayar un texto donde exhibió su profunda admiración: “Allí dormirá con la cabeza orientada al mar; en aquel sepulcro construido sobre una roca, su inmortalidad será como fue su vida, aislada de los demás y rodeada de tormentas… Y con el paso de los días, mientras las corrientes de su arenal natal se balanceen entre su cuna y su tumba, el corazón de René, ya frío, lentamente se dispersará en la nada, al ritmo sin fin de esta música eterna.” Encuentro dos aciertos en la actitud de Flaubert: primero la intención saludable de pretender discutir con el maestro pero, después, frente a la contundencia de la performance, aceptar que el gesto, de tan extravagante, resulta hermoso. Ese balanceo virtuoso que va de lo pueril a la belleza.

Una de las ventajas que tiene la literatura frente a la vida es que en ella podemos elegir a nuestros padres. Son esos escritores que leímos, aquellos que admiramos, a los que quisimos escuchar una y otra vez y también, por qué no, aquellos con los que quisimos discutir. Al igual que en la vida, la relación que el joven escritor establece con esos padres primero es la del aprendizaje, luego necesariamente se impone la rebeldía y por último el reconocimiento. A veces sucede que un padre se convierte en maestro. Un maestro no es aquel que dice por dónde ir o qué hacer. No es aquel que dice “las cosas como son” ni te lleva de la mano por el camino seguro, asfaltado y luminoso, sino ese otro, muchas veces marginal, que empuja a transitar sinuosos caminos donde el desafío implica saber perderse por completo y encontrar, de una forma u otra, los senderos ocultos tras el matorral. Recién pensaba en esa intemperie que se siente al morir un maestro. Cuando ocurre queda un vacío, es cierto, pero también es cierto que ese maestro de repente, como una explosión, ocupa el vacío con lo que recordamos de él. El vacío, en  todo caso, es la imposibilidad de que ese maestro siga produciendo explosiones de sentido, siga empujando a pensar. Ocurrió esta semana con la muerte de Horacio González. Roger Chartier lo articuló con aquello de “escuchar a los muertos con los ojos”: “Muchas sombras han pasado por mis palabras, que recuerdan con esta presencia la tristeza que nos genera su ausencia. Sin ellas, y sin otros que no han escrito, yo no estaría aquí esta tarde.”

Quizás la pandemia aceleró un poco las cosas pero hace tiempo que ronda la idea de que nos estamos quedando un poco más solos. Ocurrió con la muerte de Rosario Bléfari: durante días no pude escuchar otra cosa más que su música y en particular una canción: Viento helado. Empecé a seguir en redes a una cuenta que sube sus fotos, sus videos, sus textos. En el último tiempo advertí que no era el único que desarrollaba esta ceremonia personal: cada vez que me entero de la muerte de alguien, conocido o no, cercano o no, admirado siempre, lo primero que hago, casi como un ritual, es buscar videos de esa persona y verlos durante toda la noche. Escucharlo hablar, concentrarme en sus movimientos, en sus gestos: la manera de reírse de Rosario; la forma de abrir los ojos de Busqued después de contar algo sorprendente; el movimiento de los dedos de Piglia al explicar una teoría; la insistente manía de fumar de Juan Forn; el tono amable y lúcido de Horacio para desplegar sus hermosas piruetas retóricas. 

No debo ser el único al que le pasa que cada tanto escucha las voces de los muertos. No me refiero a la voz que encontramos en sus libros. Pienso en las voces que zumban alrededor de nuestras cabezas. Me acuerdo una de las tantas veces que hablé con Laiseca. Lo llamé por teléfono para hablar sobre Fogwill, que había muerto un año antes. Aquella vez, Laiseca me contó que había visto a Fogwill después de muerto. Estaba detrás de un vidrio. Estaba haciendo sus cosas. ¿Qué hacía?, quise saber pero Laiseca no lo había querido molestar, por eso prefirió saludarlo a la distancia. Fogwill seguía estando presente para Laiseca. Luis Gusmán una vez me contó que, una semana antes de que muriera Piglia tuvo un sueño donde lo veía a Piglia en un colectivo que iba pasando y él se ponía de frente al vehículo para tratar de detenerlo. Se lo llegó a contar a Piglia cuando le llevó un ejemplar de Kafkas, ese libro dedicado a Ricardo.

Dice Eliot en uno de sus Cuatro cuartetos que “cada frase, cada oración, es fin y es principio, todo poema es epitafio”. Quizás sea por eso que ahora me acuerdo de un poema de Joaquín Giannuzzi, del libro Señales de una causa personal, donde describe la escenografía brutal del proceso creativo de un escritor. El texto se llama “La dispersión”: 

“Sobre esta mesa he apoyado los brazos, la cabeza.
Piedad y desprecio por mi mundo. Los lugares comunes
de la materia que me rodea. Un lápiz, una caja
de fósforos, una taza de café, ceniza
de cigarrillos sobre un desorden de papeles.
Cuánta desesperanza de poesía sin porvenir.
Y de pronto la certeza de que morir es apartarse de la mesa,
la noción de que todo se perderá.
Cada cosa se ausentará de la otra,
los objetos de quienes soy el centro dejarán de amarse.
Yo mismo, agonía volcada, volumen apretado al planeta
me veré arrojado por la ventana,
pedazo a pedazo, a trozos que se odian
hacia la fría unidad de la noche.”

Me quedo, para terminar, con la línea en la que Giannuzzi encuentra su punto de quiebre: “Y de pronto la certeza de que morir es apartarse de la mesa”. Dicen que pocos días antes de morir, Forn terminó de corregir ese libro que llegó a titular como Yo recordaré por ustedes, donde reúne las noventa y nueve contratapas de los viernes que más le gustaban: tal vez su gran obra. Durante el triste proceso de esa larga despedida que tuvo Piglia con su enfermedad aprendimos lo que significa la voluntad implacable, la entereza por seguir escribiendo como sea, seguir corrigiendo los textos literalmente hasta el final. Eso sucedió con sus diarios: tal vez su gran obra. Eso. Siguieron pensando la literatura hasta el final porque no concebían vivir (ni morir) de otra manera.

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