La literatura y lo onírico bajo la aguda mirada de Roger Caillois

Maximiliano Crespi
Roger Caillois (1913-1978)

Al comienzo de Michel Foucault tal y como yo lo imagino, Maurice Blanchot reconoce, con cierto dejo de tristeza, el olvido en que han caído los trabajos de Roger Caillois. Sin entrar en el examen de las causas de esa marginación, Blanchot señala un rasgo clave y definitorio de su producción: Caillois se interesaba por demasiadas cosas y por a demasiadas a la vez. Tenía razón: el gran “sociólogo de lo imaginario” se dejaba llevar por una deriva deseante a través de los temas. Eso lo volvía conservador e innovador al mismo tiempo; pero sobre todo lo mantenía siempre “un poco aparte” —ya que en “la sociedad de los que detentan un saber reconocido” siempre se hallaba “desubicado”.

En términos de escritura, Caillois ostentaba un estilo elegante y soberbio, que le permitía insinuar, fuera de toda modestia, un destino de “celoso guardián” del buen uso de la lengua francesa. Sólo el estilo de Foucault, por su brillo, su vuelo y precisión, fue capaz de devolverle una imagen en la que pudo percibir, con cierta perplejidad, la incomodidad que su escritura producía en los otros. Su encuentro con el manuscrito de Folie et Déraison a comienzos de los 60 lo empujaba a poner en duda el hecho de que aquel gran estilo barroco no invalidara finalmente la singularidad de un saber ante cuyas múltiples cualidades (filosóficas, sociológicas e históricas) se sentía atraído. Acaso vio en Foucault un doble que amenazaba con usurpar su destino o quizá la imagen de aquel que había soñado ser.
Pero esa no era la primera vez que Caillois se planteaba la relación entre la escritura y el ser del sueño. Un lustro antes, en 1956, había publicado en L’Incertitude qui Vient des Rêves. Ese pequeño libro (que Sur editó casi simultaneamente en impecable traducción de Enrique Pezzoni), acusa ya desde el título el rasgo especulativo de su contenido. Desde el prólogo Caillois identifica ya dos líneas de abordaje que se ahogan en las “intenciones”: por un lado, que toda empresa filosófica destinada a interrogar la naturaleza de los sueños se condena a tratarlos como fantasmagorías y, por ende, a menospreciarlos en un jerarquizado “diagrama gnoseológico” en cuya cumbre se planta el conocimiento racional y que reafirma un orden en “los grados del saber y los grados de existencia de la realidad”; y por otro, que los límites de un abordaje hermenéutico vuelven a las enigmáticas imágenes del sueño un texto resistente que, según épocas y escuelas, puede dar a leer el porvenir de la vigilia o los inconfesos secretos que el soñador sublima.
En El poder del sueño, la antología de relatos antiguos y modernos que tres años después preparó para el Club Français du Livre y que Atalanta distribuye en las librerías argentinas, Caillois reúne una serie de textos que se abre con un sugerente corpus inédito de antiguas narraciones chinas y se extiende a una profusa nómina de autores occidentales (en cuyo interior gravitan voces como las de Apuleyo, Prosper Mérimée, Edgar Allan Poe, Théophile Gautier, Ambrose Bierce, Ksaver Šandor Gjalski, Jean Lorrain, Rudyard Kipling, H. G. Wells, Oliver Onions, W. Somerset Maugham, Bruno Schulz, Vladimir Nabokov, Louis Golding, Henry Kuttner y C. L. Moore, Luisa Levinson, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar y Bernard Groethuysen). En el prefacio a la antología, como en muchos trabajos posteriores, el autor de Medusa y Cía se despega de estas dos modalidades “tradicionales” de estudio del sueño señalando que ninguna de ellas tiene estricta relación con los textos que presenta. Para él, el sueño no es una escritura; es en principio un trazo, un jeroglífico que resiste la lógica misma del desciframiento. Es un rébus enigmático donde las leyes del significante son las primeras en entrar en suspensión. Por ello —considera Caillois— lo justo es no atribuirles más sentido que a las formas de las nubes, los dibujos en las alas de las mariposas o la singular geometría de las flores. No hay en ellos un anuncio, un presagio o un saber cifrado; sino tan sólo la presencia, injustificada e injustificable, de una fantasía que, como la poética, nos afecta y nos deja perplejos. No se trata ya de “empeñarse en dar sentido a lo que no lo tiene, y así extraer lo significativo de lo insignificante”: el vuelo de las aves, las entrañas de los animales, la borra del café, las líneas de la mano o la trama de los sueños son formas en deriva, “un desorden de simulacros sin secreto”, y, por ende, no pueden ser juzgadas según la matriz de criterios que se nos imponen en orden de la vigilia.

En efecto, el sueño es el testimonio de un desdoblamiento fundamental de la subjetividad: el soñador y el durmiente. En los textos de la antología pueden verse esas incesantes inscripciones: el durmiente es alguien unas veces soñando que no sueña y en consecuencia que no duerme; otras, soñando que sueña y así, en esa huida hacia un tiempo interior, convenciéndose de que el primer sueño no es tal, o bien sabiendo que sueña y despertándose entonces en un sueño similar que no es otra cosa que una huida incesante fuera del sueño, la cual es a su vez caída eterna en un parecido sueño. La caída del verosímil en el punto de vista tiene su contraparte en la proteica deriva de las peripecias del sueño que producen casi siempre una suerte de extravío encantador. Lo que cada relato trae no es más que la incertidumbre sobre la asignación del sueño a una entidad definida. Los interrogantes en los que se despliega esa incertidumbre permanecen intactos: ¿quién es el que sueña?, ¿cómo definir un lugar subjetivo para el sueño?, ¿a quién atribuir ese “yo” que sueña o sueña que sueña?, ¿qué clase de vínculo o deslinde se puede plantear entre el durmiente, el soñador, el “yo-objeto” (que es “tema” de la intriga del sueño) y el que toma conciencia de haber soñado?, ¿qué significa decir que si claramente no es otro tampoco es estrictamente él en el paréntesis del sueño? Los relatos de sueños no aclaran nada; al contrario, diversifican el problema. Pero le permiten a Caillois reconocer la escena de una “distancia irreductible” entre el durmiente, el soñador y el soñado, pero también entre cada uno de los personajes de la intriga soñada y la identidad que solemos atribuirles. Estamos en el terreno de la mímesis. El sueño es pues ese confinamiento breve pero estremecedor a “la región donde reina la pura semejanza”: en el sueño “todo es semejante, cada figura es otra, semejante a otra, e incluso a otra, y ésta a otra” porque en el sueño “lo semejante remite eternamente a lo semejante”. De la reflexión sobre la experiencia del sueño se desprende así un corte suturado en la vigilia, “distancia sin distancia, esclarecedora y fascinante, que es como la proximidad de lo lejano o el contacto con el alejamiento”, un corte que indirectamente remite a esa experiencia de incertidumbre que se abre en la escritura cada vez que el escritor escribe “yo” sin saber exactamente qué relación guarda ese “yo” (que ha sido arrancado a la escritura) con él mismo y con la escritura que lo ha visto nacer.
Lo que le interesa de ese “extravío” no son pues los motivos psicológicos que lo determinan, ni el contenido afectivo que sin duda entraña; sino “la forma misma” que revisten y la “extrañeza” que producen, al punto que atraen sobre ellos el recelo respecto de la memoria y da lugar a la vacilación que “llega al desorden y conmueve las certezas mejor adquiridas”. Es entonces cuando Caillois se pregunta por el modo en que las imágenes del sueño “conquistan su autonomía”. Empieza por definir su arbitrariedad (porque la gradación entre su independencia y su tiranía es para él siempre proporcional): las imágenes del sueño no saben de obediencia debida (y eso alimenta la fascinación que producen). Literalmente, ocupan el lugar de la conciencia que, perdiendo sus funciones y su capacidad de objetar, modificar, dirigir o simplemente aceptar esas formas, pone al soñador ante una “ausencia de sí mismo”. Le muestran que, “en el corazón mismo de esa ausencia, reina la fascinación pura, sin obstáculo ni rivales”. Como la literatura, el sueño habla en nosotros una lengua desprovista de sentido. Así burla la fantasmagoría dócil y servil con que la vigilia quiere conjurarlo. No es, como creen los que militan la superstición del metalenguaje psicoanalítico, la “realización simbólica, disfrazada, de deseos inconscientes”. Como literatura, el sueño pertenece al orden del acontecimiento: es lo imperioso, lo imposible, lo real.

Sin embargo, la literatura y el sueño, que en tantos puntos coinciden cuando se trata de experiencia, no son por lo demás homologables. En “Retórica del sueño”, la última parte de La incertidumbre que dejan los sueños, Caillois aborda la relación entre la literatura y el sueño. Pero no se deja ganar por el demonio de la analogía. Al contrario: la piensa y la reconfigura a contrapelo, por fuera de la convención estereotipada. Contra las apreciaciones vertidas por los teóricos del romanticismo alemán y luego las del afectado superrealismo (movimiento en cuyas filas Caillois militó y con el cual rompió a mediados de los 30), argumenta que “hay casi una contradicción entre la literatura y el sueño, pues escribir y leer suponen igualmente que el espíritu permanezca vigilante”, mientras que el sueño mismo reside en “la independencia, el automatismo de las imágenes”, que suponen a la vez “la dimisión de la conciencia”. Pero la diferencia que plantea respecto de aquellas teorizaciones radica en que lo insólito, lo fantástico y lo incoherente se inscriben en el sueño de una manera contraria a lo que imaginan el romanticismo y el superrealismo. En el sueño, esas inconsecuencias, contradicciones e imposibilidades tienen sentido en la medida de que el que sueña no las toma como tales. “De allí el error de los escritores que, entusiastas del sueño precisamente a causa de su aspecto fantástico e incoherente, se dedicaron a contar los suyos creyendo que entre aquello que escribían y el sueño se guardaba correspondencia alguna”. Caillois intuye que el sueño se da como real en tanto es lo que se demuestra, mientras que la literatura se inscribe como mediación y por ello es un señuelo: es un como si —algo parecido a lo que Roland Barthes llamaría effet de réel. En este punto podría pensarse si es posible sostener que la verdad de la ilusión que se instituye en el sueño es en algún punto similar a la que han pretendido procurar las poéticas realistas y naturalistas. Suprimido del “mensaje” a título de significado denotativo, lo “real” reaparece en el sueño a título de significado de connotación; porque, en el momento mismo en que se considera que los detalles denotan directamente lo real, no hacen otra cosa que significarlo. Es la categoría de lo “real” (y no sus contenidos contingentes, irreductibles) lo que es así significado. En el sueño se reproduce pues singularmente ese efecto de real que calca el fundamento del verosímil inconfesado que constituye la estética de la gran mayoría de las obras de la modernidad.
La literatura que ha querido trascribir o imitar al sueño acumulando caóticamente imágenes inconexas no fracasa por su falta de oficio sino por un error de cálculo. Se ha instalado en el plano del efecto y no en el de las causas. Se ha preocupado más en (re)producir las imágenes que en dar con la atmósfera en que esas imágenes emergen y se cargan de materialidad. Como bien dice Caillois, sólo Franz Kafka ha resuelto el “problema literario del sueño” a partir de una nítida comprensión de su principio constructivo. Sólo él ha sido capaz de escribir sueños porque ha tenido la lucidez de ver (y hacer ver) que lo insólito es obligatorio pero no suficiente. Para que la literatura se produzca como sueño debe exhibir además una “coherencia sin fisuras”, una seducción magnífica y fascinante que es lo que finalmente caracteriza a “la atmósfera del sueño”. “Enigma sin significado”, dispuesto ante la mirada de un modo agresivo, como jeroglífico, el sueño revela al despertar, en su irreversibilidad más arbitraria, la fragilidad elemental de la razón que, “inquieta y angustiada, debe poder darle una o varias significaciones” —al punto de terminar atribuyéndole incluso una “función oracular”. En su ambigüedad calculada, la narrativa kafkiana consigue los efectos del sueño al transformar a sus lectores, una vez concluida la lectura, en obstinados interpretantes de una supuesta parábola cuyo supuesto sentido permanecería oculto, incierto, pero acechante en la letra del texto.