Los vagabundos de Mitchell

Joseph Mitchell fue uno de los grandes periodistas del New Yorker que supo retratar a los desconocidos y marginales que habitaban la gran manzana.

FERNANDO KRAPP

A Joseph Mitchell le gustaba caminar. No se trataba de un ejercicio aeróbico sino de una manía, un vicio al que se entregaba a diario con andar pausado y elegante, los hombros caídos y el sombrero de ala sobre la frente. Nacido en Carolina del Norte en el año 1908, sureño de modales aristocráticos en decadencia, Mitchell llegó a la ciudad de Nueva York luego de abandonar sus estudios universitarios con la idea de convertirse en escritor. Caminar por la gran ciudad se convirtió en un hábito, una forma de contemplar un mundo nuevo, de mantener cierta distancia para buscar las aristas de una narración futura. 

La ciudad se encontraba en vías de modernización. Aunque el paseo para Mitchell no se revelaba como una experiencia fugaz propia del flaneur. Caminar era una modo de apropiarse el espacio para construir sentido; de entender qué estaba pasando por dentro en sus calles y en los rascacielos en construcción que amenazaban con rozar el cielo. Mitchell vivió en una Nueva York de transición, en la época de entreguerras. La ciudad aún estaba permeable, en su tejido social, a los cambios demográficos. Las experiencias migratorias que llegaban desde Inglaterra, Irlanda e Italia, mayoritariamente, pero también desde China, Polonia y las migraciones internas de las comunidades negras del sur, luego de la abolición de la esclavitud, estaban cambiando la fisonomía inglesa de la ciudad. Mitchell observó esos cambios mientras abrazaba un oficio considerado menor para sus ambiciones literarias: el periodismo. 

Su mirada para la escritura de notas no estaba puesta en los grandes cambios sociales, ni en los temas políticos o económicos, sino en detalles de color; personajes olvidados, vagabundos sin nombre, excéntricos sin casa ni dinero. Mitchell entró como periodista estable en la hoy mítica revista The New Yorker. Suele decirse que su estilo colaboró a forjar lo que llamamos “el estilo New Yorker”. Esto es, cierta elegancia en la escritura y el periodismo considerado como una pieza literaria. Mitchell era un lector devoto de James Joyce y en sus crónicas y relatos se percibe el influjo de su influencia cuentística. Gay Talese (otro periodista mítico de la revista) dijo que luego de leer a Carson McCullers se propuso escribir en ese estilo pero con hechos “reales”: tratar a las fuentes como personajes, poner la atención en la atmósfera, buscar tensión narrativa, apreciar los detalles. La lectura de Joseph Mitchell, dijo Talese, confirmó que su intuición no estaba errada. 

No eran muchos los textos de Mitchell traducidos al español. Su más emblemático, El secreto de Joe Gould, fue traducido por Marcelo Cohen para Anagrama y reeditado por Salamandra. Retrataba a un vagabundo mítico del Greenwich Village, en el corazón de Nueva York, un hombrecito que recorría los cafés y los bares, vivía a expensas de donaciones y de limosnas, y aseguraba estar escribiendo una obra colosal llamada Historia oral de nuestro tiempo. Ahora, la bella editorial Jus de España ha traducido La fabulosa taberna de McSorley y otras historias de Nueva York. Allí, el arco de los intereses de Gould se expande aunque no varía; hay otros personajes parecidos a Joe Gould (texto que también se incluye en este volumen) como El Comodoro Dutch que creó una asociación personal con su nombre o John S. Smith de Riga, Letonia, que recorre los Estados Unidos, entregando voluminosos cheques sin fondo a la gente que le ofrece comida gratis. Mitchell entrevista a una mujer barbuda que vive junto con su marido y está cansada de los viajes; a una mujer llamada Mazie, que regentea un cine sobre la calle Bowery al que acuden pordioseros, vagabundos y abandonados; y a un hombre que trabaja en la construcción de un rascacielos; a un predicador ambulante que reparte oraciones telefónicas y cuyo objetivo consiste en limpiar las calles de la ciudad llenas de blasfemia y pecados. Se interesa por una niña superdotada y se sumerge en las historias que los policías le cuentan sobre la comunidad gitana. Reconstruye la historia de tradiciones y legados de McSorley, uno de los bares míticos de Nueva York, ubicado sobre la Calle 7, de las más antiguas de la ciudad y que aún hoy sigue en pie. 

Las fechas de publicación de las notas son significativas. Todas ellas fueron publicadas hacia fines de los años 30, durante la década del 40 y a comienzos del 50. Mitchell retrata esos treinta años de caída y ascenso de la ciudad; las consecuencias económicas del crack de Wall Street de 1929 y el maratónico ascenso de la ciudad gracias a la suba del petróleo. Pero los personajes que a Mitchell le interesan permanecen imperturbables; son desplazados que no se desplazan, errantes en la sombra que mantienen una gracia secreta (o, al menos, esa es la mirada que el periodista construye). En muchos casos, Mitchell vuelve sobre las historias una vez publicadas; cuenta lo que ocurrió después de que su artículo se imprimiera en la revista. Sus notas tenían un gran impacto en los lectores, y Mitchel solía recibir mucha correspondencia. En “Los cavernícolas”, por ejemplo, vuelve a dos personajes sobre quienes escribió para ver qué había ocurrido con ellos. Esa operación, que conforma el núcleo narrativo de El secreto de Joe Gould, vuelve metaliterarios a algunos de sus textos periodísticos. 

Al igual que la historia de Maeve Brennan (otra estrella opaca de The New Yorker), la de Mitchell se convirtió en un misterio. De pronto, casi de un día para el otro, dejó de escribir. Según cuentan varios de sus amigos, Mitchell estaba cada vez más preocupado por escribir una novela. Sus últimas crónicas relatan las historias de comunidades como la gitana o la latina, y según sus colegas, él tomaría alguna de estas comunidades para explorarlas desde la literatura, cuando el tiempo fuese oportuno. En El secreto de Joe Gould, Mitchell afirma que su afinidad y simpatía por el Señor Gaviota y su falsa obra literaria guardaban un vínculo con sus propias esperanzas de escribir una novela como el Ulises de Joyce aunque ambientada en la ciudad de Nueva York; un hombre atravesaría la historia de la ciudad en una caminata por Manhattan durante un día. Eran ambiciones demasiado grandes que, de ser ciertas, terminaron por agotar el pulso vital que mueve la escritura. Hacia el final del libro publicado por Jus, en un breve apartado, se pueden leer algunas piezas autobiográficas sobre su vida en Carolina del Norte, que ofrecen –o no– algunas pistas de hacia dónde podría haber derivado su literatura.

Corrían los años 60, y Mitchell se había quedado atrapado en su pasado; en la nostalgia de sus vagabundos personajes, en los secretos que se escondían debajo de los rascacielos. Los cambios que le esperaban a la ciudad, las revoluciones sexuales retratadas por Gay Talese o la violencia política e institucional que sedujo a Norman Mailer, encerraban a Mitchell en su propio universo. Como cuenta, Alejandro Gibert Abós en el prefacio de La fabulosa taberna de McSorley, el escritor viajaba todos los días a las oficinas de la revista, se sentaba en su despacho frente a su máquina de escribir y cerraba la puerta. Durante el día, nadie lo escuchaba tipear y, a las seis de la tarde, dejaba su puesto de trabajo sin haber escrito una sola línea. Abría la puerta y salía a la calle para emprender un largo y errático paseo hacia el anonimato.

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