Desde la experiencia personal, Julia Napier aborda las dificultades que encuentra la práctica de yoga en una vida cotidiana asediada por tiempos adversos.

MARINA WARSCHAVER

En el último estante de una habitación junto al jardín, en la casa de mis abuelos en Entre Ríos, solía encontrar libros que no me permitían leer. Nunca supe la razón de que me vedaran aquellos libros: estaban prohibidos y esa misma prohibición los volvía acaso más facinantes. Tiempo después creí encontrar una relación secreta entre la palabra vedar y los Vedas, que en sánscrito significa conocimiento y constituyen la base de una religión milenaria. En la conjunción de dos de aquellos volumenes encontré una suerte de revelación. Me encandilaban las imágenes doradas del Mahābhārata y tal vez por eso abría una y otra vez las páginas de esa epopeya de la cual no entendía nada. Sin embargo, como los libros de William Blake o una extraña Biblia con historias que no se escuchaban en misa (luego entendería que aquellos eran evangelios apócrifos), me resultaban inquietantes y hermosos a la vez. En uno de esos diálogos con nombres impronunciables del Mahābhārata se le preguntaba a un sabio lo siguiente: de todas las cosas de la vida, ¿cuál asombra más? Y el sabio respondía: “Que una persona, al ver a otros morir a su alrededor, no piense que también morirá”. Tenía ocho años y aunque la pregunta sobre la muerte y los muertos podía ser una constante nunca era yo la protagonista de esa muerte. Jamás cabía para mí esa posibilidad. Me gustaría pensar que los años de psicoanálisis me hicieron aceptar un destino inevitable pero en realidad eso se lo debo a la práctica del yoga y a las lecturas sobre el budismo.

Michael Stone, en su libro La tradición profunda del yoga plantea que “uno de los pesares más profundos del ser humano es aceptar que todo aspecto de la vida se halla en constante cambio y que, una vez que algo nace, queda sometido a la descomposición y a la muerte”. Pareciera un lugar común y muchas veces discutí con esa idea porque sentía que podría existir esa posibilidad de dejarse estar, dejarse morir, no hacer todo lo posible por sobrevivir. A veces sentía que aceptar ese estado de la mente con respecto a la muerte era una preocupación burguesa de alguien que no había sufrido ninguna tragedia, ningún revés que pudiera hacerle odiar el mundo y la existencia. Es cierto. Tal vez desbarrancaba y la curva me hacía ir hacia el lado completamente opuesto pero algo más dice Stone cuando su postura es aceptar que “lo que se convierte en una vida singular también muere, y así lo singular es entendido como parte de un todo vibrante mayor. Y cada cuerpo en contacto con su entorno sigue un curso específico, un camino de envejecimiento único. Existe una resistencia inmediata, sobre todo en nuestra cultura, a mirar el envejecimiento de frente. Aceptar que envejeceremos y moriremos nos enfrenta con la continua represión inconsciente de nuestro conocimiento de la muerte y sus procesos.” Tiempo después entendía que aceptar ese proceso permitía no paralizarse frente a lo que no podemos manejar. Y en ese punto el mantra budista de conseguir poner la mente en blanco significa callar el ruido de fondo: lo que no es funcional a nuestro crecimiento. Y digo funcional y digo crecimiento como si esto fuera un curso de superación personal para emprendedores. Nada se emprende, todo se transforma y destruye. Puede ser un prudente leitmotiv en estos tiempos. Y eso también se aprende en el yoga, que comienza en el momento presente, “y el momento presente empieza en el silencio”. De ese silencio nacen las palabras.

Stone explica que el Yoga Sūtra, atribuido a Patañjali (siglo III a. e. c.) y considerado uno de los textos centrales de la psicología del yoga, se inicia con una sencilla oración: “Atha yogānuśāsanam”, que puede traducirse como “La enseñanza del yoga reside en el momento presente”. El Yoga Sūtra no es un texto especulativo sobre filosofía o metafísica, ni tampoco nos ofrece una teología de la creación o un comentario final acerca de lo que nos espera después de la muerte. La creación y la muerte coexisten sucesivamente con el surgimiento y la desaparición de cada momento. En cada respiración. Cada inspiración es un nacimiento, y el final de toda espiración es una pequeña muerte. En cada uno de estos momentos sucesivos, el universo nace y muere una y otra vez mediante el hilo de un ciclo de respiración. Esas ideas, cuando las leí por primera vez, me parecieron de una belleza encantadora. Como cuando hablamos del orgasmo como la petit mort. Hay mucha razón en esa metáfora: todo el universo (tu universo) se encuentra en ese instante y explota en ese instante de efervescencia. No es casual que aquellos que consideramos lo más importante de nuestra vida no podamos entender del todo: la existencia de dios, el amor, la belleza, la poesía. En ese sentido también lo es el yoga.

Richard Freeman dice que el yoga siempre ha sido y seguirá siendo algo sutil e imposible de expresar literalmente. “Al igual que el amor, se lo enseña mediante metáforas y poesías, así como mediante una práctica estructurada y una liberación extática. En ocasiones, y siempre con mal gusto, el ego puede hacernos creer que el lenguaje y la técnica de nuestra práctica han alcanzado un estado universal, cuando en realidad permanecen extremadamente limitados y plagados de puntos ciegos. En cualquier momento, un practicante de yoga puede entender la técnica y el lenguaje de su práctica de manera literal y así perderse algo mucho más inteligente y agradable. Como seres humanos provistos de ego, podemos –y, de hecho, lo hacemos con frecuencia– echar a perder incluso lo sutil y lo bello”.

Si hay algo interesante que tiene el libro de ensayos de Julia Napier, titulado En la práctica, es acercar dos mundos que parecen desconectados: aquel que gira en torno al mat de yoga y ese otro de los horarios, las obligaciones y el estrés: ese ruido incesante de la vida cotidiana. Cómo lograr articular ese silencio necesario con una casa de familia llena de niños, por ejemplo, o con una crisis económica, o con incendios que acechan el espacio familiar. Escrito de una manera transparente, con una prosa precisa, Napier busca conectar con sinceridad y pasa de lo concreto a lo abstracto, de la física a la metafísica, de los textos sagrados a la literatura, para explicar una práctica que conjuga cuerpo y mente. Consciente de que muchas veces transitar estos temas conlleva una retórica new age, Napier también aborda investigaciones científicas para demostrar esa conexión. A principios del siglo XX, el doctor Edmund Jacobsen se propuso plantear el vínculo entre cuerpo y mente. Entre sus descubrimientos pudo demostrar que el proceso cognitivo activa la musculatura del habla (garganta, lengua y demás órganos) entendiendo, de esta manera, que todo pensamiento genera una respuesta física en el cuerpo y una modificación de senderos neuronales en el cerebro. ¿Qué se activa en la mecánica inversa? Comprometerse con la práctica, sumergirse en ella, es lo que propone Napier, no para evadirse del mundo cotidiano sino, justamente, para conectarse más con él. De hecho por eso, en algún momento del libro, plantea que el acto de ubicar la práctica por encima de uno requiere śrāddha que puede traducirse en sánscrito como fe. La fe, entiende Napier, es algo que decidimos adquirir. Samsaya, o la duda, es algo que nos llega a todos. Napier nunca había soñado con una vida de fe o devoción , pero dice que ahora vive en un continuo entre la duda y la fe. “Creo que pocas cosas tan positivas como la creencia en un misterio trascendente, no en el sentido de un señor con barba que arregla todo sino en la idea de una corriente incognosible que supera nuestro entendimiento”. Algunos pueden llamarlo religión, otros arte. Esa fe, entiende Napier, por definición nos eyecta del asiento del conductor del universo y nos arraiga en la maravilla de la vida misma: el amor, la diversidad y la creatividad orgánica.”

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