Entre la novela negra y el fantástico, El criadero de Gustavo Abrevaya se revela como un libro que sin alegoría apunta a lo más oscuro de la historia argentina.
LUIS GUSMÁN

Para las historias de lo que sucedió en los años de la dictadura militar durante su ejercicio siniestro, y después de su derrocamiento, la literatura ha encontrado distintos recursos narrativos. Desde el género alegórico al utópico, desde el policial al testimonio. Nombrar esas novelas sería ya una lista interminable pero según pasan los años, la historia se sigue contando, y se seguirá contando. Así lo hicieron Cuarteles de invierno, de Osvaldo Soriano, y El colectivo de Eugenia Almeida, ambas novelas que transcurren en pueblos de provincia. Ambas hacen del lugar común de la lengua (“pueblo chico, infierno grande”), el sitio sitiado donde sucede la historia. La palabra infierno es justa, precisa, para describir un espacio abierto que está cerrado, clausurado. Una ratonera.

La novela El criadero, de Gustavo Abrevaya, también se sitúa en la provincia de Buenos Aires. La temporalidad de las acciones no se sabe si sucede durante o después de esa época del terrorismo de Estado pero la nota final de la novela (“30.000 desparecidos esperan”) alude a que la novela es una “reconstrucción” de una historia de las muchas que han sucedido durante la dictadura. A su vez, el estilo elusivo, entrelíneas, permite desviarse de la alegoría y del tiempo real. El clima enrarecido elige como técnica narrativa cierto estilo de relato de la novela negra, pero también puede encontrar algún registro del género fantástico.
La historia ha sido contada muchas veces. En eso reside el riesgo y la virtud del libro. Se lo puede resumir en el título de uno de sus parágrafos: “La dama desaparece”.
La historia es simple: una pareja, Alicia y Álvaro, viajan por la provincia cámara en mano porque están filmando un documental. En un pueblo llamado Las Casas se hospedan en un hotel y, por la mañana, al despertar, Álvaro descubre que Alicia ya no está. Según parece, por la mañana su mujer se ha llevado el coche al mecánico del pueblo. “Alicia ya no estaba” se convierte en el leit motiv de la novela. El relato progresa en la búsqueda que Álvaro comienza a hacer de su mujer.

La cita a David Lynch es evidente y quizás la historia tenga esa atmosfera cercana a Terciopelo azul donde, de golpe, la realidad más apacible se torna algo inquietante.
La búsqueda de Alicia implica el encuentro de Álvaro con lugares que siempre parecen esconder un criadero siniestro. Esa búsqueda instala de inmediato el suspenso. La desaparición ya ha planteado el misterio y el relato progresa en su develación. Ahí aparecen los personajes que son parte viva de lo que sucede en el pueblo, la endogamia que encierra el lugar común (“pueblo chico, infierno grande”) convierte a cualquier extranjero en un sujeto peligroso.
El primer encuentro es la conversación entre Álvaro y el intendente racista de Las Casas. Un lugar donde nunca sucede nada, pero todo puede suceder. El discurso estereotipado del personaje del intendente transforma a Álvaro de víctima inocente en sospechoso. Entonces el relato va a encontrar un lugar donde detenerse: un Cotolengo, ese coto de enfermos mentales y deficientes. La novela ha encontrado el sitio del horror y el desamparo. También aparece la jauría de cimarrones y en la que la ferocidad está dada por la manada salvaje. En un rito sacrificial, el plural de la jauría es la multiplicidad del horror. A través de la reconstrucción de lugares comunes, consignas políticas estereotipadas, y de cómo hablan ciertos personajes que representan instituciones (un comisario, una monja, un cura) el lector puede reconstruir en qué momento está ocurriendo esta historia. Lo más singular de la novela quizás sea esa atemporalidad que sin embargo alude a un momento histórico determinado, pero ese estilo elusivo es el que evita que se transforme en una alegoría. Y que hace que el lector no sepa la razón de que Alicia haya desaparecido.
José Luis Muñoz, autor del prólogo, cita algunos autores que le evocaron la novela de Abrevaya, y entre ellos menciona a Conrad. Es posible que una frase como “¡El horror! ¡El horror!” encuentre un lugar en cualquier geografía. Las Casas –ese pueblo pequeño– tiene un plural acertado porque en cada casa acecha el miedo que se traduce en delación o en aquello que sucede “a puertas cerradas”. Quizás escrita o “filmada” por esa cámara en mano de Álvaro, esta rod movie, en su paneo, transforma esa miniatura del horror en una gigantografía.