La guerra por Kafka
Esta semana la Biblioteca Nacional de Israel puso a disposición del público el archivo de Franz Kafka para consulta en línea. Aquí, la singular historia de la puja por sus papeles.
ELIF BATUMAN

Durante su vida, Franz Kafka quemó alrededor de un 90 por ciento de su obra. Tras su muerte a los 41 años, en 1924, se descubrió en su escritorio de Praga una carta dirigida a su amigo Max Brod. “Queridísimo Max”, comenzaba. “Mi última petición: todo lo que dejo… en lo que hace a diarios, manuscritos, cartas (mías y de otros), dibujos, etc. debe ser quemado sin leerse.” Menos de dos meses después, Brod, desobedeciendo el pedido de Kafka, firmó un acuerdo para preparar una edición póstuma de las novelas inéditas de Kafka. El proceso se publicó en 1925, seguida de El castillo (1926) y América (1927). En 1939, Brod tomó una valija repleta de papeles de Kafka y partió hacia Palestina en el último tren que salió de Praga, cinco minutos antes de que los nazis cerraran la frontera checa. Gracias en gran parte a los esfuerzos de Brod, el enigmático y exiguo corpus de Kakfa gradualmente fue reconocido como uno de los grandes monumentos de la literatura del siglo XX.

El contenido de la valija de Brod, entretanto, fue motivo de más de 50 años de batallas legales. Mientras que unos dos tercios del legado de Kafka acabaron en la Biblioteca Bodleiana de Oxford, el resto –que, se cree, comprende dibujos, diarios de viaje, cartas y borradores- permaneció en poder de Brod hasta su muerte, ocurrida en Israel en 1968, cuando pasó a manos de su secretaria y presunta amante, Esther Hoffe. Tras la muerte de Hoffe a fines de 2007, a los 101 años, la Biblioteca Nacional de Israel cuestionó la legalidad de su testamento, que deja los materiales a sus dos hijas septuagenarias, Eva Hoffe y Ruth Wiesler. La biblioteca afirma tener derecho a los papeles de acuerdo con los términos del testamento de Brod. El caso ya lleva dos años. Si la justicia falla a favor de las hermanas, estas podrán seguir con el plan de Eva de vender algunos o todos los papeles al Archivo de Literatura Alemana de Marbach. También estarán autorizadas a conservar lo que no vendan en las múltiples bóvedas que tienen en bancos suizos e israelíes y en el departamento de Tel Aviv que Eva comparte con un número no calculado de gatos.
La situación ha sido calificada repetidas veces de kafkiana por reflejar la extraña idea de que Kafka puede ser propiedad privada de cualquiera. ¿No es eso lo que demostró Brod cuando pasó por alto la última voluntad de Kafka: que sus obras no eran propiedad privada ni siquiera del mismo Kafka sino que pertenecían a la humanidad?
En mayo de 2010, asistí a una sesión del tribunal del distrito de Tel Aviv donde se trató el destino de los papeles. Para llegar a la sala, tomé un pequeño y destartalado ascensor con luces fluorescentes que parpadeaban. Me acordé de El proceso, novela que se inicia con la detención inexplicable de Josef K. por un misterioso tribunal que tiene sus oficinas en desvanes diseminados por toda Praga y se maneja con independencia del sistema de justicia penal normal. Aunque una parte de mí esperaba que el ascensor me depositara en los últimos pisos de un edificio de viviendas económicas, desembarqué en un pasillo de aspecto municipal con pisos de falso mármol. Iban y venían por él abogados de togas negras que llevaban laptops o gigantescos biblioratos negros bajo el brazo.
Al cabo de unos minutos, una carga eléctrica apenas perceptible en el aire indicó la llegada de las hermanas. Ruth, con sus zapatillas blancas, sus aros de perlas y cabello platinado, parecía una abuela (cosa que es). Eva, ex empleada de la aerolínea El Al que fue una auténtica belleza en su juventud, estaba toda de negro, con una hebilla de plástico del mismo color sosteniendo hacia atrás su cabello castaño rojizo. Ruth llevaba una cartera blanca colgando del hombro y Eva un bolso plástico de una marca de comida para perros con la huella de una pata como logo.

De las cinco filas de bancos de madera que había en la sala, las primeras tres estaban ocupadas por más de una docena de abogados: dos por la Biblioteca Nacional; un representante de la oficina del gobierno israelí responsable de las audiencias relacionadas con herencias; y cinco albaceas designados por la corte: tres que representaban el testamento de Esther Hoffe (que para la Biblioteca Nacional no guarda relación con el caso) y dos que representaban el patrimonio de la herencia de Brod (que para los abogados de las hermanas no guarda relación con el caso). El Archivo de Literatura Alemana de Marbach, que habría ofrecido una suma no revelada por los papeles (cuyo valor, según dicen, se calcula en millones de dólares), también estuvo representado por abogados israelíes. El abogado de Ruth y los tres abogados de Eva completaban el nutrido grupo. Es impresionante que las hermanas tuvieran cuatro letrados, aunque, para poner las cosas en su debida perspectiva, Josef K. en cierto momento se encuentra con un acusado que tiene seis. Cuando le informa a K. que está negociando con el séptimo, K. le pregunta por qué una persona podría necesitar tantos abogados. El acusado responde ceñudo: “Los necesito a todos”.

Los acontecimientos que precedieron a la audiencia de ese día se pusieron en marcha hace muchas décadas. En Praga, en los años 30, Brod, un apasionado sionista, empezó a hablar de sus planes de depositar los papeles de Kafka en la biblioteca de la Universidad Hebrea de Jerusalén, de la que Hugo Bergmann, amigo de él y de Kafka, era bibliotecario y rector en aquel entonces. Brod renovó esos planes luego de emigrar a Palestina en 1939, pero por algún motivo estos nunca llegaron a concretarse y los papeles pasaron a poder de Esther Hoffe. En 1988, Hoffe apareció en todos los diarios cuando subastó el manuscrito de El proceso por casi dos millones de dólares; este acabó en el Archivo de Literatura Alemana. Philip Roth definió este resultado como “otra espeluznante ironía kafkiana (…) perpetrada contra la cultura occidental del siglo XX”, e hizo notar que Kafka no sólo no era alemán sino que además sus tres hermanas perecieron en campos de concentración nazis.
Años después, Hoffe inició negociaciones para vender los papeles de Kafka –así como el resto del patrimonio sucesorio de Brod, que comprende sus voluminosos diarios y su correspondencia con innumerables luminarias de la intelectualidad judeo-germana– al archivo de Marbach. Sin embargo, al producirse su muerte, no se había concluido ninguna transacción. El grueso de la colección permaneció dividido entre un departamento de la calle Spinoza en el centro de Tel Aviv y diez cajas de seguridad de Tel Aviv y Zurich. No se sabe con certeza qué parte de la herencia de Brod sigue alojada en el departamento de la calle Spinoza, donde actualmente viven Eva Hoffe y entre cuarenta y cien gatos. Los vecinos de Eva, y también los miembros de la comunidad académica internacional, han expresado su preocupación por el efecto de esos gatos en su hábitat. Más de una vez, las autoridades municipales retiraron algunos de los animales del lugar pero al parecer todo gato que se va es de inmediato reemplazado.
En 2008, cuando las hermanas trataron de validar el testamento de su madre, la Biblioteca Nacional se opuso alegando que Brod le dejó los papeles de Kafka a Esther Hoffe como albacea y no como beneficiaria, por lo cual, tras la muerte de Hoffe, los papeles volvieron a ser parte del patrimonio sucesorio de Brod. El testamento de Brod, fechado en 1961, especifica que su patrimonio literario debe pasar a “la biblioteca de la Universidad Hebrea de Jerusalén, la Biblioteca Municipal de Tel Aviv u otro archivo público de Israel o el extranjero”. La Biblioteca Municipal de Tel Aviv renunció a cualquier derecho sobre la herencia, lo que deja a la Biblioteca de la Universidad Hebrea –actualmente, la Biblioteca Nacional de Israel– como el único reclamante mencionado específicamente por Brod.

El argumento que plantea la Biblioteca Nacional se ve complicado por la así llamada “carta de regalo” de Brod, fechada en 1952. Esta misiva, el documento más decisivo y enigmático del caso, parece entregar todos los papeles de Kafka, en vida de Brod, a Esther Hoffe. Las hermanas presentaron ante el tribunal una fotocopia de dos hojas de la carta. La Biblioteca Nacional, no obstante, presentó la fotocopia de una versión de cuatro páginas, en la cual las dos páginas faltantes parecen aclarar las restricciones al regalo de Brod. Cuando el tribunal ordenó un estudio forense, las hermanas no pudieron presentar el original de la carta.
El año pasado, el tribunal decidió acceder al pedido de la Biblioteca Nacional de hacer un inventario de los papeles que se hallan en manos de las hermanas: algunas pruebas indican que las bóvedas contienen otros documentos que aclararían las intenciones de Brod respecto de los papeles. Las hermanas apelaron el fallo alegando que el Estado no tiene derecho a registrar propiedad privada en busca de documentos cuya existencia no se puede probar de antemano. La audiencia a la que asistí era para decidir sobre esa apelación.

Eva y Ruth, que huyeron de la Praga ocupada por los nazis siendo niñas, son personas hurañas que se mantienen alejadas de la mirada pública. El hecho de que sean representadas por distintos abogados refleja el mayor compromiso de Eva con el caso. Mientras que Ruth se casó y dejó su casa, Eva vivió con su madre, y con los papeles, durante cuarenta años. Su abogado, Oded Hacohen, define la relación de Eva con los manuscritos como “casi biológica”. “Para ella”, me dijo, “que alguien abra esas cajas de seguridad es como una violación”. (Cuando le pregunté si Eva había usado la palabra “violación”, Hacohen hizo un gesto de cansancio. “Muchas veces”, dijo.)
Mientras el testamento de Esther Hoffe esté en discusión, Eva y Ruth no pueden tocar ninguna parte de su herencia, que comprende más de un millón de dólares en efectivo. Según Hacohen, ese dinero es una indemnización del gobierno alemán por el Holocausto. La Biblioteca Nacional sostiene que esa suma también podría provenir de la venta de El proceso, lo cual, en su opinión, constituye una violación del testamento de Brod. Eva, que asegura vivir en la más absoluta pobreza, ha pedido sin éxito una validación parcial del testamento, lo que le habría permitido acceder al dinero antes de que se dicte sentencia sobre los papeles.
La audiencia en la que estuve presente no fue portadora de buenas noticias para las hermanas. Su apelación fue rechazada por el juzgado de distrito ese día y por la Suprema Corte al mes siguiente. A fines de julio, se llevó a cabo el inventario de una caja de seguridad de Tel Aviv y de las cuatro bóvedas de Zurich. Testigos de Tel Aviv aseguran que Eva entró corriendo al banco detrás de los abogados gritando: “¡Es mía! ¡Es mía!” Eva también se presentó en el banco de Zurich pero no se le permitió entrar a la bóveda.
Casi toda la vida de Kafka transcurrió en el espacio de unas pocas cuadras de Praga, la ciudad donde nació en 1883, asistió a la escuela y la universidad y, de adulto, vivió con sus padres y trabajó en una agencia de seguros. Kafka y Brod se conocieron en 1902, en la Universidad Charles, donde ambos estudiaban derecho. Brod tenía 18 años –era un año más joven que Kafka- pero ya era una figura literaria. Según la biografía de Kafka escrita por Brod, ambos se conocieron en una conferencia que dictó Brod sobre Schopenhauer, durante la cual Kafka objetó la afirmación de Brod de que Nietzsche era un fraude. Mientras caminaban juntos de regreso a casa, hablaron de sus escritores predilectos. Brod elogió un pasaje del cuento “La muerte púrpura” en el que Gustav Meyrink “compara las mariposas con grandes libros de magia abiertos”. Kafka, que no creía en mariposas mágicas, le retrucó con una frase de Hugo von Hoffmansthal: “el olor a humedad languidece en una sala”. Después de pronunciar esas palabras, cayó en un profundo silencio que causó una gran impresión en Brod.

Durante años, Brod no supo que Kafka también escribía un poco en sus ratos libres. De todos modos, empezó a tomar nota de los comentarios de Kafka en su diario. En 1905, Kafka le mostró a Brod su cuento “Descripción de una lucha”. Brod de inmediato decidió que la misión de su vida sería “llevar las obras de Kafka al público”. (Brod, que tenía una habilidad sobrenatural para detectar el talento, también logró temprano reconocimiento para Jaroslaw Hasek y Leos Janacek.) En 1907, en un semanario de Berlín, Brod nombró a un puñado de autores contemporáneos que sostenían las “elevadas normas morales” de la literatura alemana: Franz Blei, Heinrich Mann, Frank Wedekind, Meyrink y Kafka. Los cuatro primeros eran grandes nombres de la época; Kafka no había publicado una sola palabra.
En casi todos los aspectos, Brod y Kafka no podrían haber sido más diferentes. Brod, extrovertido, sionista, mujeriego, novelista, poeta, crítico, compositor y optimista por naturaleza, tenía una capacidad de supervivencia extraordinaria. En su biografía de Kafka, Ernst Pawel cuenta que Brod, tras recibir a los 4 años el diagnóstico de una desviación de columna que ponía en peligro su vida, fue enviado a ver a un curandero de la Selva Negra, “un zapatero de profesión, que le construyó un arnés monstruoso al que estaba sujeto con correas de día y de noche”. Brod pasó todo un año al cuidado del zapatero y terminó con una joroba que no le impidió llevar una vida de relaciones paralelas con rubias atractivas.

Kafka, alto, moreno y melancólicamente apuesto, tuvo menos y más angustiosas relaciones con las mujeres. Desde edad temprana, sintió gran preocupación por su salud, su ropa y su higiene personal. (“Dedicaba las tardes a mi cabello”, dice una anotación de su diario.) Practicaba el vegetarianismo, el “fletcherismo” (técnica consistente en masticar cada bocado durante varios minutos), el “müllerismo” (régimen de ejercicios) y diversos programas de curación natural. Tenía tal preocupación por la caspa y la constipación que a veces exasperaba incluso a Brod. Le costaba tomar decisiones y no tenía buena suerte. Después de años de quejarse de su trabajo en la oficina de seguros, finalmente juntó coraje para enviar a sus padres una carta donde les comunicaba que se iba a mudar a Berlín y a escribir para ganarse la vida… menos de una semana antes de que estallara la Primera Guerra Mundial, que lo obligó a permanecer en Praga. En 1917, le diagnosticaron tuberculosis. En 1921, le dijo a Brod que su último testamento consistiría en “un pedido a ti de quemar todo”. Brod le contestó de inmediato que no haría tal cosa: su principal justificación, años después, para no cumplir los deseos de Kafka.
En 1923, Kafka conoció a Dora Diamant, una joven de 25 años que había huido de una familia jasídica de Galicia. Fue su último amor, y el más feliz. Kafka, con su metro ochenta y tres de altura, pesaba en ese momento 53 kilos. La pareja vivió algunos meses en una habitación alquilada en Berlín pero en 1924 se mudó a un sanatorio de la ciudad austríaca de Kierling, donde Kafka, imposibilitado de comer, beber o hablar, editó las pruebas de su cuento “Un artista del hambre” y luego murió en brazos de Dora, habiendo publicado en vida menos de 450 páginas.
Los estudios sobre Kafka hoy proliferan a una velocidad inversamente proporcional a su propia producción: según un cálculo reciente, se publica un nuevo libro sobre su obra cada diez días desde hace catorce años. Durante los 84 años que vivió en este mundo, Brod publicó 83 libros, la mayoría hoy agotados.
Por su papel en la herencia de Kafka, Brod presenta la paradoja de un protagonista radicalmente antikafkiano en una trama kafkiana. Ese fue un tema recurrente en la amistad entre ambos. Después de recibirse en la facultad de derecho, Brod, ya un autor publicado, se dejó convencer por la tesis de Kafka de que “el ganarse la vida y el arte de escribir deben mantenerse absolutamente separados” y aceptó un puesto en el correo. Más tarde, Brod lamentaría profundamente “los centenares de horas lúgubres” que él y el autor de El proceso desperdiciaron en una oficina.
Cuatro años después de la muerte de Kafka, Brod publicó una novela, El reino encantado del amor, en la que aparece un personaje de aire kafkiano llamado Richard Garta: “un santo de nuestros días” cuyo hermano llega a un kibbutz en el este de Galilea y desenmascara a Richard, póstumamente, como un ferviente sionista. En 1937, Brod escribió su biografía de Kafka en la que, junto a ideas auténticamente brillantes sobre la vida y la obra del escritor, cita párrafos enteros de las descripciones de Richard Garta en El reino encantado y plantea la tesis de que Kafka, si no era “un verdadero santo”, iba “camino a serlo”, y de que sus obras literarias aparentemente más ambiguas en esencia eran tratamientos religiosos de la carencia metafísica de hogar de los judíos europeos.

La biografía de Kafka escrita por Brod no fue bien recibida. Según Walter Benjamin, testimonia una “falta de toda comprensión profunda de la vida de Kafka”, uno de cuyos enigmas es por qué Kafka eligió a semejante filisteo como mejor amigo. “Nunca llegaré al fondo del misterio de Brod”, escribe Milan Kundera, maravillado de que Brod fuese lo suficientemente astuto para conservar las novelas de Kafka para la posteridad pero capaz de hacerlo en libros tan sentimentales, vulgares y políticamente tendenciosos. La imagen que se recibe de Brod en los estudios kafkianos es la de un mercenario bienintencionado dotado de una clarividencia, una energía y un desinterés extraordinarios en la promoción de un amigo más talentoso, al que, sin embargo, no entendió en absoluto.
La verdad es más complicada. Aunque la pérdida de Kafka y de Europa en el término de pocos años fácilmente podría haber llevado a Brod a la desesperación, él decidió transformarla en la base de un nuevo futuro y durante toda su vida se empeñó en fundir sus dos causas preferidas –Kafka y el sionismo– en una sola. La vida y la obra de Kafka pasaron a ser un cuerpo uniforme e intrínsecamente significativo, en el que cada mínimo detalle tenía la misma suprema importancia: en los “veintidós años de nuestra amistad sin nubes”, recordó Brod, “nunca tiré el menor trozo de papel que viniera de él, no, ni siquiera una postal”. Cualquiera fuera la idea que tenía Brod sobre lo que Kafka iba a hacer por la humanidad, decididamente era algo monumental. “Si la humanidad pudiera entender mejor lo que se le ha presentado en la persona y la obra de Kafka”, escribe Brod, “sin duda estaría en una situación muy diferente”.
Al depositar sus esperanzas de un nuevo orden mundial en la obra de Kafka, Brod seguía una lógica onírica común a los personajes del propio Kafka. En América, Karl cree poder “tener un efecto directo en su entorno estadounidense” tocando el piano de determinada manera; Josephine la Ratona Cantante piensa que, cuando el Pueblo Ratón “esté en mala situación política o económica, su canto” lo salvará. En 1941, Brod publicó en el diario hebreo Davar una columna extraordinaria donde relataba su llegada a Palestina con “sólo un plan” que surgía de una “bruma de muchos pensamientos oscuros”: “actuar para que se recuerde a mi amigo Franz Kafka en este país que él echaba de menos”. (Según Brod, sólo “la enfermedad y la repentina muerte de Kafka impidieron su inmigración”.) Habiendo transportado los manuscritos de Kafka por tren y barco al suelo de Sión, Brod ya había encontrado a otros que pensaban como él, “para quienes Kafka es más que cualquier otro escritor moderno: es el Job del siglo XX”. Una vez que hubieran cumplido su verdadero propósito –es decir, la fundación de un archivo Kafka y un club Kafka en Palestina-, a “la era de Hitler, la era de la destrucción” seguiría una edad de “la infinita creación según el espíritu de Kafka”, “una buena época para la humanidad y para el judaísmo, que nuevamente ha anunciado la salvación a los pueblos a través de uno de sus mejores hijos”.

La relación de Kafka con el sionismo y la cultura judía, como su relación con la mayoría de las cosas, era sumamente ambivalente. (En 1922, Kafka redactó una lista de cosas en las que había fracasado, en la que figuraban el piano, los idiomas, la jardinería, el sionismo y el antisionismo.) Aunque los intentos de Brod de convertir a Kafka al sionismo fueron motivo de tensión en los primeros años de su amistad, Kafka fue simpatizando cada vez más con la causa. Ya en 1912, habló de viajar a Palestina con Felice Bauer, representante de una empresa de dictáfonos con quien el escritor mantendría un romance largo, atormentado y principalmente epistolar. (Ambos se comprometieron dos veces antes de separarse en 1917.) En 1918, Kafka explicó su visión de uno de los primeros kibbutz. Los únicos alimentos serían el pan, los dátiles y el agua, y no habría tribunales de justicia: “Palestina necesita tierra”, escribió Kafka, “pero no necesita abogados”.
Kafka empezó a estudiar hebreo en 1921. Según su profesora, Puah Ben-Tovim, “él ya sabía que se estaba muriendo” y parecía ver las clases “como una especie de cura milagrosa”. Redactaba “largas listas de palabras que quería aprender” y, cuando la tos lo dejaba sin habla, le rogaba “con esos enormes ojos negros que tenía que me quedara una palabra más, y otra, y otra”. En 1923, Ben-Tovim visitó a Kafka y Dora Diamant en Berlín. Descubrió que llevaban una vida bohemia y miserable en la que se leían uno al otro en hebreo y fantaseaban con abrir un restaurante en Tel Aviv, donde Diamant trabajaría en la cocina y Kafka atendería las mesas. “Dora no sabía cocinar y él habría sido un desastre como mozo”, observó Ben-Tovim. Ben-Tovim dejó uno de los cuadernos de hebreo de Kafka en la Biblioteca Nacional, donde lo pude ver esta primavera: contenía una larga lista de las palabras de las que Kafka esperaba un milagro: “tuberculosis”, “languidecer”,”tristeza”, “aflicción”, “genio”, “pestilencia”, “cinturón”.
En un mundo perfecto, Kafka podría estar comprometido con un discurso específicamente judío y a la vez ser un autor fundacional de la modernidad europea. Como señala Brod sobre El castillo: “una interpretación específicamente judía va de la mano de lo que es común a la humanidad, sin excluir ni tan siquiera modificar la otra”. Pero un manuscrito original sólo puede estar en un sitio a la vez. La elección entre Israel y Alemania no podría tener mayor carga simbólica.
Para los defensores de Marbach, el debate pasa por las condiciones de conservación. “En Israel, no hay ningún lugar donde su puedan guardar los papeles tan bien como en Alemania”, ha dicho Eva Hoffe. Stach corrobora que “los estudiosos de todos los países menos Israel coinciden” en que los papeles estarían mejor en Marbach. De todos modos, Marbach ya tiene El proceso, y sería más cómodo para los estudiosos tener todo en un solo lugar. Con la esperanza de asegurarse la colaboración de la Biblioteca Nacional, Marbach propuso dar acceso prioritario a la colección a los estudiosos israelíes y prestar los papeles a Jerusalén para una exposición temporaria.
Pero en una batalla entre la conveniencia y los ideales, ambas partes hablan distintos idiomas. Otto Dov Kulka, profesor emérito de historia especializado en la situación de los judíos durante el Tercer Reich, califica la afirmación de que Israel no cuenta con los recursos para cuidar los papeles de “escandalosa e hipócrita”. Hablé con Kulka en su oficina de la Universidad Hebrea de Jerusalén, donde lo encontré editando un documento titulado “Entre la periferia y la metrópolis de la muerte”. Kulka, un hombre diminuto y dinámico de unos 70 años que dejaba ver un número de cinco cifras tatuado en su antebrazo, leyó en voz alta una larga lista de intelectuales judeo-alemanes cuyos papeles se encuentran en la Biblioteca Nacional: Albert Einstein, Stefan Zweig, Gershom Scholem, Walter Benjamin, Else Lasker-Schüler, Martin Buber. “Cuidamos de la teoría de la relatividad de Einstein y cuidaremos de Kafka”, señaló. “Dicen que los papeles estarán más seguros en Alemania, que los alemanes los cuidarán muy bien. Pues, los alemanes no tienen muy buenos antecedentes en lo que hace a cuidar las cosas de Kafka. No cuidaron mucho de sus hermanas”. Guardó silencio. “Yo estuve con Ottla, la hermana de Kafka”, agregó en tono coloquial.
“¿En serio?” pregunté sin entender lo que quería decir.
“Sí”, dijo con una ligera sonrisa. “En Theriesenstadt, antes de que fuera asesinada.” Kulka, que en aquel momento tenía nueve años, nunca habló con Ottla pero la describe como una persona bondadosa y desinteresada.

Oded Hacohen, abogado de Eva Hoffe, sostiene que las “posturas morales” respecto de Alemania no vienen al caso. “La gente me pregunta: ‘¿No le importa que esos manuscritos acaben en Alemania?’” contó. “Me importa mucho más que los refugiados del Holocausto no puedan pagar la cuenta de la luz aquí en Israel.”
Brod conoció a su futura secretaria Esther Hoffe y su marido Otto poco después de su llegada a Tel Aviv. Tras la muerte de la mujer de Brod en 1942, él y los Hoffe se hicieron muy amigos. Esther tenía un escritorio en el departamento de Brod. Ella, Otto y Max se iban de vacaciones juntos a Suiza. Aunque algunos conocidos de Brod califican la relación de ménage à trois, Eva niega que su madre y Brod hayan tenido un romance. Los conocidos que tuvo Brod en la Universidad Hebrea están convencidos de que la carta de 1952 en la que aparentemente donaba los papeles a Esther, ha sido modificada y de que Brod nunca vaciló en su intención de que la obra de Kafka permaneciera en Israel.
Reiner Stach, el biógrafo de Kafka, sostiene que Brod se debatía entre elegir Marbach, con sus impresionantes instalaciones, o la biblioteca de Jerusalén, donde trabajaban tantos amigos suyos. Incapaz de anunciar que dejaba los papeles de Kafka al “país de los autores del crimen”, según la expresión de Stach, Brod dejó que Hoffe hiciera de policía malo. Stach también sugiere que, aunque Brod no deseaba sacar provecho económico de Kafka, quizá haya querido compensar a Hoffe por sus largos años de secretaria permitiéndole vender los materiales a un instituto de sólidas finanzas.
La mayoría de los eruditos coinciden en que Brod era reacio a entregar el control de la imagen de Kafka. Los materiales que conforman la herencia probablemente den testimonio de la visita de los amigos a prostitutas –algo que Brod eliminó de su edición de los diarios de Kafka– o de los ocasionales comentarios antisionistas o antisemitas de Kafka, como el deseo que expresó una vez de “meter a todos los judíos (incluido yo) en el cajón de un canasto para la ropa sucia”. Es más, el hecho de que Brod viera a Kafka como el salvador de la humanidad hacía que los papeles fueran una responsabilidad enorme en la que se le iba la vida, lo que a veces le debe haber despertado el deseo de meterlos en el cajón de un canasto para la ropa sucia. Todo estaba en peligro –el recuerdo de Kafka, el destino de la literatura mundial, el futuro de Israel– y no se podía confiar en nadie.
Meir Heller, abogado de la Biblioteca Nacional, me dijo que, en su opinión, Brod había recurrido a Hoffe cuando, en su vejez, comenzó a sospechar que todos los demás distorsionaban el legado de su amigo. “Ella lo higienizaba, le hacía la comida”, dijo Heller. “Él pensó: puedo confiar en ella.” Califica la escuela de interpretación de Kafka iniciada por Brod de “secta”, a la cual sólo a los verdaderos creyentes se les permitía ingresar. Heller hizo referencia a una carta de 1957 de Brod a Hoffe donde especificaba que, tras la muerte de Esther, los papeles de Kafka debían pasar a manos de uno de los amigos de Brod (aunque sus hijas de todos modos recibirían los derechos de autor por su publicación). En años posteriores, Brod periódicamente volvió sobre esa carta, agregando y quitando los nombres de los que consideraba dignos de confianza. El editor Klaus Wagenbach figuró en ella algún tiempo, pero Brod lo tachó cuando aquel publicó una biografía de Kafka que a Brod no le gustó.

La metáfora que usa Heller para referirse a los papeles está tomada de El señor de los anillos. “¿Recuerda el anillo mágico que obliga a su poseedor a vigilarlo obsesivamente? Así es esto. A los que tocan esos papeles se les distorsiona la visión.”
Una tarde, durante mi estancia en Tel Aviv, fui a la calle Spinoza para ver si por casualidad Eva Hoffe estaba en su casa y tenía ganas de hablar con la prensa. Me acompañaba Avi Steinberg, escritor estadounidense que en aquel momento vivía en Jerusalén. Me había hecho amigo de Steinberg dos meses antes, cuando me mandó por correo las pruebas de galera de unas memorias donde contaba sus experiencias como bibliotecario de una cárcel. En cartas posteriores, le mencioné que pronto debía cumplir con la kafkiana tarea de informar sobre un “archivo de Kafka que hacía décadas estaba guardado en un departamento infestado de gatos de Tel Aviv” y que tenía cierto temor de no poder ubicar el departamento. Steinberg de inmediato me contestó que la dirección era Spinoza 23, que hacía poco había tocado el timbre pero sin recibir respuesta y que “la semana pasada en el tribunal, el sweater de Eva Hoffe estaba cubierto de pelos de animal, posiblemente de un gato o gatos.”
Mientras caminábamos por el centro de la ciudad, hablamos del misterio del testamento de Kafka. Steinberg veía en la críptica carta de Kafka a Brod otra versión de la parábola de Abraham e Isaac. (Kafka escribió varias versiones de esa historia en 1921, el mismo año en que le dijo a Brod por primera vez que quería que su obra fuera quemada.) Kafka, sugirió Steinberg, quería demostrar que estaba dispuesto a incinerar al hijo de su creación, ya que simultáneamente sabía y no sabía que Brod intervendría y haría el papel de ángel. “La cuestión”, dijo Steinberg, “es que sobre todo esto sólo tenemos la palabra de Brod. ¿Y si Kafka nunca le dijo que quemara sus papeles? ¿Alguien vio alguna vez esa carta? ¿Y si todo esto no es más que una idea que se le ocurrió a Brod?”
Pensamientos igualmente paranoicos cruzan la mente de casi todos los que estudian a Kafka. Llegado un punto, uno se da cuenta de que todo –hasta la caracterización de Brod como un bonachón entrometido que no tuvo en cuenta los deseos de Kafka– proviene de Brod mismo. “No escriba esto. No quiero ser el hazmerreír de la comunidad académica”, me dijo un estudioso tras aventurar la idea de que fue Brod quien compuso todos los escritos de Kafka y, alarmado por lo extraños que eran, los atribuyó a un amigo solitario que trabajaba en una compañía de seguros.
La calle Spinoza se encuentra en un tranquilo barrio residencial. La sucia y descolorida fachada rosa del número 23 quedaba semioculta por un árbol de enorme hojas lustrosas que aparentemente estaban siendo devoradas por algo. Estacionados bajo el árbol había un changuito de compras roto y una bicicleta vieja. Tras una gran ventana sobresaliente, encerrada por una doble reja había una montaña indiferenciada de gatos. Un mirlo causó un alboroto en uno de los árboles y seis o siete gatos miraron hacia arriba. La brisa giró y nos envolvió un espantoso olor.
El tufo era más fuerte dentro del edificio. Llamamos a la puerta de Hoffe varias veces. Alguien o algo se movía adentro pero nadie contestó. Steinberg, que tiene una ligera alergia a los gatos, empezó a estornudar. Sus estornudos resonaron en la escalera vacía.
Al regresar al patio, la resolana nos hizo entrecerrar los ojos. Dos gatos salieron de un macizo de rododendros, zigzagueando como si estuvieran borrachos. Recordé una frase de El proceso: “Los escalones de madera no explicaban nada, por más que uno los mirara.” Habiendo tomado la precaución de llevar conmigo algunos juguetes para gatos, comencé a agitar un ratón artificial frente a un gatito gris que acababa de descubrir bajo el changuito de compras. Después de algunos titubeos, el animalito salió corriendo de su escondite, saltó sobre el ratón, lo levantó con sus patitas blancas y lo arrojó al piso, sacándolo de su caja.

¿Qué habría pensado Brod de todo esto? La situación me pareció tremendamente triste. Era triste que Esther hubiese envejecido tanto y fallecido, y que Eva, la bella chica a la que Brod había enseñado a tocar el piano, ahora apareciera en los diarios franceses como “la septuagénaire de los gatos” que custodia los papeles de Kafka en medio de “miasmas felinos y gatos de angora con toxoplasmosis”. Eva, que evidentemente quería proteger su intimidad e intereses económicos, era acosada a toda hora por los periodistas, mientras de seguro acumulaba una fortuna en honorarios de abogados. A Brod, se puede suponer, no le habría fascinado que los papeles de Kafka ocasionaran décadas de ásperas discusiones y fueran juguete de los abogados. Se habría sentido gratificado por la extraordinaria fama de su amigo pero fue gracias a esa fama, anticipada y creada por Brod, que Kafka dejó de pertenecerle. Brod siempre supo que no podía aferrarse a Kafka para siempre pero nunca pudo aceptarlo, y el resultado fue este.
Cuanto más averiguaba sobre la tormentosa historia de los papeles, más convincente me resultaba la analogía con El señor de los anillos que había señalado el abogado de la Biblioteca Nacional. Brod realmente parece haber considerado que la obra de Kafka era “un anillo para dominarlos a todos”.
El primer conflicto por los papeles de Kafka surgió en la década de 1930 entre Brod y Salman Schocken, magnate que había sido dueño de grandes tiendas y que se hizo cargo de la publicación de las obras de Kafka en 1933.
Esther Hoffe se hizo famosa por la actitud reticente que siempre tuvo respecto de los papeles que había heredado de Brod. Según Der Spiegel, dio marcha atrás con el plan de prestar El proceso para una muestra sobre Kafka en París porque no recibió una llamada del presidente de Francia en persona. Más tarde, una editorial alemana al parecer le pagó una suma de cinco cifras por los derechos de los diarios de Brod pero ella nunca los entregó.
En 1974, a pedido de los Archivos Estatales de Israel, un tribunal israelí analizó los derechos de Hoffe a la herencia de Brod. El juez dictaminó que ella podía hacer lo que quisiera con los papeles durante su vida. Al año siguiente, Hoffe fue detenida en el aeropuerto de Tel Aviv bajo sospecha de llevarse de contrabando al extranjero los manuscritos de Kafka sin dejar copias en los Archivos Estatales (requisito establecido por la Ley de Archivos de 1955). Cuando revisaron su equipaje, encontraron fotocopias de cartas escritas por Kafka y, según dicen, originales de los diarios de Brod. (Unas 22 cartas y diez postales de Kafka a Brod fueron vendidas el año anterior, supuestamente por Hoffe, en ventas privadas en Alemania.)

Hoffe fue dejada en libertad. Poco después, un archivista de los Archivos Estatales se dirigió a la calle Spinoza e intentó levantar un inventario de los papeles en presencia de Esther, Eva y un abogado. El archivista dijo haber encontrado más de quince metros de archivos, que incluían originales de los diarios de Brod, cartas de Brod a Kafka y cartas a Brod y Kafka de “personajes” no especificados. Pero la mayoría de los archivos consistían en fotocopias. Cuando se le preguntó por los originales, el abogado de Hoffe, según el archivista, “vaciló un momento y luego dijo que el material no estaba allí”, agregando que él “siempre aconsejaba dejar una fotocopia en Israel para cumplir con la Ley de Archivos.”
Lo incompleto del inventario deja abiertas muchas preguntas sobre el contenido de la herencia. Las respuestas bien podrían estar en un catálogo más minucioso confeccionado en los años 80 por un filólogo llamado Bernhard Echte. Las copias del inventario de Echte, que enumera unas veinte mil páginas de materiales, están celosamente custodiadas. Heller trata en vano de conseguir una desde hace años.
Echte, uno de los pocos estudiosos cuyo contacto con los papeles de Kafka parece no haber afectado su capacidad para apreciar la magia del descubrimiento literario, es también el único entrevistado que describió a Esther Hoffe con auténtico cariño. Echte me dijo en una entrevista por correo electrónico que Hoffe “realmente trató de cumplir la voluntad de Max Brod porque admiraba y amaba a Max Brod como una niña (y yo la apreciaba mucho por ello)”. Aunque la preferencia de Hoffe por “los libros con una buena historia” hacía que Kafka le pareciera “extraño”, según Echte, ella reconocía la importancia de Kafka para la literatura mundial y se vio impedida de llevar los papeles a Marbach sólo por su avanzada edad. Echte recordó con cariño “todos los descubrimientos que hicimos la Sra. Hoffe y yo.” En el interior de “una carpeta común y corriente”, por ejemplo, hallaron “dos o tres hojas de papel con las últimas notas de Kafka desde Kierling”, el sanatorio donde murió el escritor. En Zurich, descubrieron una carta que Kafka le había enviado a Brod en 1910, adjuntando dos regalos de cumpleaños: “una pequeña piedra”, que seguía en el sobre, y “un libro deteriorado”, que apareció dos años después en la calle Spinoza y resultó ser una novela de Robert Walser. Otros tesoros que me describió Echte comprendían un ejemplar de “Première Aventure Céleste de M. Antipyrine de Tristan Tzara, la primera publicación Dada, con una dedicatoria personal del autor a Kafka. ¡Imagínese!”.

¿Qué más hay en las bóvedas? La mayoría de los especialistas coinciden en que es improbable que la herencia contenga alguna obra importante desconocida de Kafka. Sin embargo, Kafka a menudo incluía parábolas lapidarias y cuentos breves en sus cartas y diarios. Brod publicó todo lo que le pareció bueno, pero Peter Fenves, profesor de literatura de la Universidad del Noroeste, opina que todavía podría haber algunas “joyas literarias”: “Quizá un cuento como “Chacales y árabes”, obra que imagino que Brod habría eliminado” si Kafka no la hubiese publicado. (En esa fábula, unos chacales –a veces interpretados como una caricatura de los judíos– informan a un viajero europeo que lo esperan desde hace generaciones para que les corte el pescuezo a su sucios enemigos, los árabes.)
El patrimonio de la herencia es de gran interés no sólo para los estudiosos de la literatura sino también para los historiadores y los biógrafos. Reiner Stach, que ya ha publicado los Volúmenes 2 y 3 de su vida de Kafka en tres tomos, me dijo que hace años que espera que las bóvedas revelen materiales necesarios para el Volumen 1: un cuaderno de Brod “que, según se dice, contiene ‘gran cantidad de datos sobre Kafka’; el diario inédito de Brod de 1909; y cartas de los hasta ahora desconocidos “amigos de la juventud” de Kafka”.
En mi última noche en Tel Aviv volví a la calle Spinoza para reunirme con el director de cine Sagi Bornstein, que estaba trabajando en un documental sobre el caso Kafka. Nos encontramos al final de la calle al caer la tarde. Bornstein, que llevaba un gorro tejido a rayas y en la solapa un botón que sólo decía “K” (regalo de kafkólogos holandeses), había venido acompañado por dos miembros de su equipo y un perro de tamaño mediano llamado Babylon Fighter. Nos sentamos en un banco público y Bornstein me colocó un micrófono. Sus ayudantes filmaron la conversación desde la vereda de enfrente, donde parecían estar parados en medio de unos arbustos.
Bornstein tenía pensados dos posibles títulos para la película: “El último cuento de Kafka”, que hacía referencia a su testamento, y “El huevo de Kafka”, que aludía, dijo, a “un huevo de Pascua o el huevo de Colón”.
“Es algo que todos tratan de resolver… pero al final es sólo un huevo”, explicó Bornstein. Habló de sus experiencias mientras rodaba en Marbach, Praga, Berlín y Kierling y sobre sus inútiles esfuerzos para entrevistar a Eva Hoffe. “Siento pena por ella”, dijo. “Creo que la entiendo bastante bien. Es su vida y no tiene la obligación de rendirle cuentas a nadie. Pero la historia no le pertenece sólo a ella. Accidentalmente, quedó envuelta en una historia que nos supera a todos.” Se quedó callado. Pasó una chica en bicicleta. Babylon Fighter, que no usa correa, parecía estar dispuesto a seguirla pero Bornstein lo disuadió con un severo chasquido de la lengua. “Así que”, dijo mirándome, “quiero ir a golpearle la puerta.”

Yo, para ser franco, no quería pero el deber es el deber. Los técnicos salieron de entre los arbustos y todos desandamos la cuadra. La casa tenía las luces encendidas aunque ya eran más de las diez de la noche. Bornstein me acompañó hasta la puerta pero se mantuvo alejado de la mirilla. Si ella lo veía, dijo, no abriría la puerta.
“De todos modos, no creo que abra”, dije… acertadamente, como se comprobó después. Adentro se oían voces. “Está hablando por teléfono”, dijo Bornstein. De nuevo en la vereda, llamó desde su iPhone con marcado rápido al abogado de Eva, Oded Hacohen, y hablaron durante algunos minutos. Una enorme polilla volaba en círculos sobre nuestras cabezas bajo la luz de un farol y sus alas se agitaban como las hojas de un gran libro de magia abierto.
“Hace un año que tenemos la misma conversación”, explicó Bornstein, cortando la comunicación. “Lo único que me dice es que no podemos hablar con ella ahora. No dice ‘nunca’, sólo dice ‘ahora no’. Es Ante la ley. Es exactamente lo mismo.”
Bornstein se refería a la famosa parábola en la que un hombre se presenta ante la ley pero se encuentra con un guardián que le impide entrar. El hombre pregunta si se le permitirá entrar más tarde. “Es posible, pero ahora no”, dice el guardián y le explica que él es sólo el primero de una serie de guardianes cada vez más poderosos y terroríficos (“La sola visión del tercero es más de lo que incluso yo puedo soportar”). El hombre se queda sentado junto a la puerta durante horas, días, años, esperando que se le permita entrar en la ley. Con su último aliento, le hace una pregunta al guardián: Ya que la ley está abierta a todos, ¿por qué nadie más se acercó en todos estos años? “Esta entrada estaba destinada exclusivamente a ti”, dice el guardián. “Ahora me voy y la cierro.” Como muchos cuentos de Kafka, este produce el efecto de una gran revelación, a la vez que no tiene un sentido que se evidencie de manera inmediata.
Bornstein me llevó de regreso en su motocicleta. Mientras corríamos en medio del tránsito y por una calle peatonal, donde por poco tenemos un fatal choque con un hombre joven tendido sobre una sábana que decía ser el Mesías, yo pensaba en Ante la ley, específicamente en los sentimientos que proyecta el hombre en el guardián. “Durante muchos años”, escribe Kafka, “el hombre observa al guardián de manera casi incesante. Olvida a los otros guardianes y este primero le parece el único obstáculo que le impide entrar en la Ley.”

¿Quién es Eva Hoffe si no el guardián que nos parece el único obstáculo para entender a Kafka? Pero, en realidad, detrás de Eva, hay una serie de guardianes entre los que se destaca Brod, al que se le ha reprochado todo lo imaginable: hacer de Kafka un santo, negarse a quemar sus papeles, esconder los papeles que se negó a quemar, escribir novelas horribles y, en general, ser ineludible. Y luego, cuando logramos pasar la puerta de Brod, nos encontramos con el más poderoso de todos los guardianes, el mismo Kafka.
“Con Kafka, la gente se vuelve loca por conseguir el manuscrito original, no una fotocopia, no un facsímil”, me dijo una vez Meir Heller. “Con la mayoría de los escritores, una vez que hay una copia, a nadie le importa.” Transformamos los manuscritos originales en un fetiche porque parecen ofrecer acceso al Kafka definitivo, un Kafka que está más allá de Brod. Pero esto también es una ilusión. Los manuscritos no son definitivos, porque lo definitivo, para bien o para mal, es producto de los plazos, los editores y las editoriales: cosas que Kafka hizo todo lo posible por no tener o que terminó no teniendo por la mala suerte, la tuberculosis y la Primera Guerra Mundial. Las veces que Kafka sí preparó manuscritos para su publicación, pasó mucho tiempo corrigiendo errores y descifrando sus propias abreviaturas y a veces pidiendo ayuda a Brod. Un crítico conjetura que “la versión de Brod al fin de cuentas podría ser más parecida a lo que Kafka habría publicado” que la más meticulosa de las ediciones académicas alemanas. Quizá no haya ningún Kafka más allá de Brod. De todos modos, como el hombre de la parábola, finalmente volvemos a nuestra fe en la ley. En las próximas semanas, un grupo designado por el juzgado terminará de inventariar las cajas restantes, así como el contenido del departamento de la calle Spinoza. Es sólo cuestión de tiempo para que la lista se haga pública y la mayoría de los materiales emprendan el camino a un archivo u otro. Tras quitar de en medio al último guardián, estaremos tan cerca de Kafka como se puede estar.

Este artículo se publicó originalmente en la edición del 22 de septiembre de 2010 en The New York Times.