Yo no me caí del cielo

Lucila Grossman: una promesa que se hace realidad.

Paula Puebla
Lucila Grossman

Acá empieza a deshacerse el cielo (Marciana) es la segunda novela de Lucila Grossman y la confirmación de la existencia de una obra. Bajo los mismos influjos que Mapas Terminales, la autora recurre a la historia, al imperio y a la revolución para situarse en el futuro —un futuro que se parece, por momentos, bastante a este presente roto— y ver qué pasa ahí, en el centro y en los bordes de las sociedades. Novela críptica, de capas, de superposiciones, de voces disímiles aunque consonantes, AEADEC se divide en seis partes que se hilvanan entre sí para formar una escultura a la vez deforme y armónica, por momentos risueña, por momentos desoladora. Desde una posición fuertemente crítica respecto al estado de los vínculos humanos y el sistema que nos aúna, asida a una mixtura de recursos y experimentaciones formales, Grossman crea una lengua propia para pensar en lo que el capitalismo ha hecho de nosotros y en lo que todavía nos va a hacer.

La novela arranca con el mito fundacional de Roma, con el cuadro “El rapto de las sabinas” —que en inglés es “The rape of the Sabine Women”, no rapto sino violación—, que retrata esa transacción de mujeres entre romanos y sabinos. ¿Qué encontraste ahí que te sirvió como inicio de la novela?
— En realidad venía leyendo y había leído para la facultad un libro de Tito Livio, que es un historiador, una especie de Jorge Rial del Imperio Romano, y algo de toda esa épica me interesó, me gustó mucho. Leí muchos de sus libros y me copé con cómo pintaba a las diferentes mujeres. Una de ellas era Tarpeya y, casualmente, cuando estoy metida en todo esto, aparece el meme de “ni un celular a la vista, todos viviendo el presente”, que está en el inicio del libro. No fue la excusa para empezar a escribir sino que apareció en el medio de la escritura y le dio un poco de sentido a lo que yo estaba escribiendo. Hay varios cuadros que se hicieron meme, de hecho hay uno de Picasso también.
Pero acerca de este cuadro, para el que Livio utiliza la acepción de la violación, me parecía muy interesante el típico juego de las mujeres como culpables. Esta personaja es un poco la que desata el caos pero ni siquiera lo desata ella. Ella abre la puerta, es muy poquito lo que hace en realidad, pero a la vez es lo que desata una guerra enorme.

Es la Cristina de ellos…
— Claro. Un poco eso. Y esta dualidad está en toda la historia con respecto a la mujer. La mujer santa, que es la que se inmola por sus padres y sus maridos, y Tarpeya que es la loca, el demonio, que va y abre la puerta. Me pareció interesante recuperarla para también plantear las contradicciones que hay con respecto a la mujer pensada en términos duales, como con todas las nuevas filosofías y marketinizaciones.

En esa historia, entonces, se volvió clave el personaje de Tarpeya. ¿Qué te atrajo de ella?
— Tarpeya me sirvió también para el juego dual mío como escritora, con esta intención que tiene el personaje de reescribir la historia constantemente, con la obsesión de volver y volver y volver. Y este final, patético o destructivo, con esta idea revolucionaria de un mundo mejor que siempre termina saliendo mal.
En este sentido, toda esta obsesión casi involuntaria de Tarpeya por meterse en la cabeza de los personajes de los distintos textos, en tragedias, terremotos o este tipo de eventos, tiene que ver con buscar esta épica, trágica o no, y nunca conseguirla. De hecho, en “Tutuca” casi pero no, en “Simulacro de evacuación” casi pero no, en “¿Qué revolución vas a hacer quedándote dormida?” está Tarpeya diciendo basta, esto no va para ningún lado. Creo que hay una búsqueda de lo épico que nunca llega, que se deshace de algún modo.

¿Cómo traducirías ese cuadro a la gran representación de la actualidad? ¿Quiénes son las Tarpeyas de hoy?
— No diría que hoy hay Tarpeyas. Me parece que hay algo que arruinó la posibilidad heroica de las Tarpeyas que tiene que ver con el capitalismo, con el mainstream. En un punto, toda actitud tarpeyística no va a ser televisada. Entonces hay algo de eso que hace que sea muy difícil pensarlas y que ya no tengan, ni van a tener, el carácter de traición porque dentro de cualquier discurso políticamente correcto y de obediencia no se puede hablar en esos términos. Tampoco van a ser mostradas las actitudes de valentía contra algún tipo de sistema establecido.
También me parece que hay algo de contraponer a este personaje, a Tarpeya, que decide hacer algo y lo hace aunque eso signifique destruir su propia civilización, que ni siquiera es suya sino que es de los varones, con estos otros personajes que son bastante odiosos y bastante reales, que en un punto no pueden decidir nada, que están ahí flotando y viendo cómo resuelven cosas muy pequeñas en la mayoría de los casos muy de clase media. Por ejemplo, la narradora de “Tutuca” vive una especie del fin del mundo que no es fin del mundo, y se preocupa por la colcha que se llevó otra persona. Creo que también hay un juego con lo heroico y lo antiheroico.

Y también con la contraposición de las épocas, ¿no? Lo histórico representando la heroicidad, la revolución y los grandes actos, y esta actualidad futurizada.
— Sí, como una especie de quietud que no rompe sino que se deshace.

“Toda la vida, este cuerpo fue y será un campo de batalla”, decís y derramás a lo largo de la novela imágenes de descomposición, de mutación, de degradación corporal que llegan casi a la inexistencia. ¿Qué vienen a decirnos todos los cuerpos de Acá empieza a deshacerse el cielo?
— Tienen que ver con la solución por descomposición. Un poco siento que todo se deshace, no se me ocurre otro final para el mundo. Esto de una “Hiroshima con paciencia” no es una idea enteramente mía, porque ninguna idea es original, pero yo se la escuché en una charla a Raúl Zaffaroni en la que hablaba de la desidia de Latinoamérica como una “Hiroshima con paciencia” en términos casi estadísticos, ¿no? Por la cantidad de muertos que hay en el continente por razones que tienen que ver con el abandono y la desidia. Yo lo pensé más en términos retorcidos y poéticos, pensé que ese podía ser un final del mundo. Yo empecé a escribir esta novela y después vino la pandemia, que un poco jugó a eso.

Al comienzo de la historia hay un encierro en Estambul.
— Lo escribí hace tres años y de repente pasó esto. Fue una locura. También creo que hay algo que se relaciona con la imposibilidad de que haya Tarpeyas. Por todo lo digital, por todo lo tecnológico, siento que como humanos estamos atados de manos y tenemos un rango de acción muy chico. Estamos, de algún modo, mostrando todo lo que hacemos, conectados permanentemente a cosas que se relacionan mucho más con  la inacción que con la actividad real.

Me llamaba la atención la disimilitud de los personajes. Una chica que se embarca a laburar de cantante en un crucero all inclusive en el año 2028, la vida de Ladriana, Lamuda, Maricel y Elaxel en una villa, ¿qué sentís que tienen en común tus personajes? ¿De qué huyen?
— Si tuviera que buscar similitudes, creo que la protagonista de “¿Qué revolución vas a hacer quedándote dormida?” y la de “Simulacro de evacuación” huyen de cosas bastante similares que tienen que ver con algo que aparece también en mi primer libro, y es una obsesión por el vacío burgués de clase media, que si te lo ponés a pensar es un poco triste, y si no te lo ponés a pensar es bastante cómodo de vivir. Pero en el caso de “¿Qué revolución…?” tiene que ver con la impunidad, con una chica que viene de una familia recontra acomodada que comete un delito por el cual no se la juzga. Hay una idea de la culpa y se huye un poco de eso. En “Tutuca” no sé si hay una huída en particular, aunque sí creo que hay una llegada. En todo el libro ocurre eso, hay cosas que irrumpen, que se escapan. Tanto en “Tutuca” como en “Qué accidente” el personaje que produce cierta ruptura o cierto caos es el mismo. Pensé en esos términos, de agentes del caos, que llegan o se van, que pueden estar enloquecidos por este personaje, Tarpeya, que está en las notas al pie, todo el tiempo acompañando la novela, queriendo romperla a la vez que la construye. Pienso que el personaje del diablito, que es Elaxel, es el más turbado, y pienso en la locura y en cómo es interpretada, encerrada, discriminada.

Hay muchas indagaciones y reflexiones acerca de la libertad, de ese gran engaño que se derrama, en mayor medida, sobre la juventud, y ciertas menciones a la revolución, a los que sí se le animan y los que no. Te cito: “¿Ser libre al final es ser victimario sin culpa?”, “Qué gracioso eso de pagar para tener un asiento en una oficina y que les rompan el culo sin obra social mientras creen que son libres, ¿no?”. ¿Qué queda de la idea de revolución en un fresco de apocalipsis, en esa guerra quieta, que pintaste en la historia?
— Me acabo de acordar de la frase de Benjamin que dice “cada segundo es la pequeña puerta por donde puede entrar el mesías”. Es una frase que pienso mucho, por esa cosa de la irrupción, de lo que viene y rompe, revoluciona. En términos de realidad, y probablemente pesimistas, lo que para mí es un poco el realismo, no la veo. Veo más un quedarse dormido que una revolución. Aunque siempre está la esperanza de ese mesías. Ahora si sostenemos esa especie de inmovilidad que nos tiene cómodos a todos, no hay lugar para la revolución. Y tampoco sé de qué revolución hablamos, a esta altura la palabra misma  casi no tiene más sentido.

¿Hay algo de nostalgia? En algún momento de la novela, decís que la nostalgia se disemina como un virus, como si señalaras que antes sí se hacía la revolución o se la intentaba hacer al menos. Y en esos intentos están inscriptos la heroicidad, la épica, la valentía, el arrojo.
— Sí, totalmente. En esa parte también dice que la nostalgia no tiene ningún propósito evolutivo pero que, sin embargo, existe. A mí me da una nostalgia sobre algo que nunca viví, ¿no? La posibilidad de lo heroico no la veo, y me genera cierto sinsentido de la vida, como si nada pudiera cambiarse. Si de repente te ponés a pensar y estás mega incómodo con todo lo que pasa en el mundo pero no podés hacer nada, bueno, no sé, ponete a escribir y enojate un poco. Pero en realidad puede ser que parte del enojo, de la rabia, sea nostalgia de algo no vivido.

Te valés de una mezcla de registros —misivas electrónicas y versos, por ejemplo— e incorporás, en un gesto desafiante para tu propio texto, las notas al pie como una voz más, una voz de intervención, que interroga, que contradice y que, por momentos, refuta, y hasta pide editar, como si representara una especie de superyó. ¿Cómo lo pensaste vos?
— En realidad las notas al pie son, en el primer capítulo, lo que Tarpeya cuenta como esa voz que la vuelve loca, que la enferma. Ella es una especie de iluminada, que queda en un umbral tratando de rehacer el mundo. Y esta voz es la que todo el tiempo está interviniendo sobre la propia intervención de Tarpeya, que son todos los relatos.
Creo que está bueno lo que decís, es una voz que en un punto es un poco escritora, superyoica, que señala “che, acá se te fue” o que se ríe en la cara de lo escrito. Es una voz que contradice y complica pero a la vez guía. De hecho, antes del último capítulo, la nota al pie pasa al cuerpo del texto, y el anteúltimo capítulo termina en las notas al pie. Es un pasaje de narración a subnarración que vendría a ser la conversación de la narradora consigo misma.

Ariana Harwicz

Y aparece Lucila Grossman como personaje, algo que puede advertirse, al menos así lo advertí yo y me hago cargo de la interpretación, casi como una burla, una provocación,  al lugar de preponderancia que las autoras ocupan en la literatura mainstream en la actualidad. ¿Te animarías a hacer una lectura política de la aparición de Lucila Grossman en la novela?
— Me gusta mucho lo que dice Ariana Harwicz en la contratapa, eso de que para escribir hay que verse muerto, ¿no? Hay algo de correrse de toda lógica del yo, que es la lógica de las redes, de ahora, para ir más allá de eso. Me di cuenta de que lo que estaba ridiculizando en ese capítulo, con un grupo de chicas que se fueron de viaje, era a mí misma. Yo era ese grupo de chicas, aunque todo exagerado y alocado. Si la literatura no va a cuestionar y a divertirse y a jugar un poco, al menos yo no la entiendo. Yo entiendo la literatura como un ejercicio de hacerme chistes a mí misma, de divertirme creando mundos y en eso advierto una suerte de despersonalización, para mí, de destrucción del ego. Me pareció que estaba bien matarme ahí, en el texto.
También esa irrupción se relaciona con la figura de Tarpeya que es a quien tiran de la roca, y a Lucila Grossman, que soy autora del libro, soy arrojada de la roca por un diablo drogado. Me causaba mucha gracia, era también un chiste que me hice a mí misma.

Esto de que la literatura tiene que cumplir una función de destrucción del ego más que de construcción me interesa.
— Al menos la literatura que a mí me gusta leer y la que a mí me genera ganas de escribir. Cuando logro acceder a un estado de escritura feliz, digamos, tiene mucho más que ver con la disolución del ego que con la construcción del ego. Necesito que pasen cosas, que se rompan, poder imaginar mundos, que se erijan ciudades y se deshagan, porque para escribir sobre mí ya está el mundo real. Para la quietud y el discurso del yo, ya estamos, ya estamos de eso, necesitamos cosas distintas.
Por supuesto que hay cosas que uno escribe y no las interpreta. Uno las hace inconscientemente y luego se da cuenta de que responden a teorías que uno tiene, cosas que uno cree sobre la vida, que salieron en forma de ficción pero son pensamientos, son cuestiones ideológicas.

Muchas cosas que llegan con las lecturas de los demás, ¿no?
— Sí. Yo no lo había pensado en términos políticos. La Lucila Grossman del texto es la ridiculización total de cierta lógica clasemediera que quiere flashear ser pobre, con esta cosa de “vámonos al Norte, seamos hippies, hagamos pulseritas”.
También pienso que en la escritura, si bien hay una disolución del yo, siempre se lo recupera. Muchas cosas que están en el libro responden a cosas que yo viví, por ejemplo,  “Tutuca” es una deformación total del barrio en el que viven unos amigos, con personajes que están bastante pintados y extraídos de ahí. Hay algo medio vampiresco en la escritura, que después se deforma y se transforma, y deja de tener que ver con lo que realmente es o pasó.

Me parece que es ahí donde se vuelca la literatura, donde está la gracia. Algo que no se ve en esas literaturas del yo sin mediación, sin el trabajo que demanda la ficción.
— Hay algo también experimental con la forma, que es algo que a mí me divierte mucho, de jugar a ver dónde se rompe el lenguaje, donde ya no comunica para pasar a comunicar otra cosa, dónde empieza a pasar algo que quizás ya no estás entendiendo bien pero te provoca. Se vuelve un juego medio desquiciado pero, en general, me gusta mucho más el lenguaje cuando se descoloca que cuando está todo colocado, perfecto y suavecito.

“La idea de futuro siempre me dio taquicardia”. Hay, al comienzo, pero a lo largo de toda la novela, interrogantes sobre las imaginaciones del futuro, esa “presencia injustificable”. Sobre este punto, me gustaría traer a colación algo que Julia Kornberg, la autora de Atomizado Berlín, dijo en una entrevista para Cuaderno Waldhuter. Dijo, y parafraseo, que una generación podría definirse por cómo piensa el futuro. Si tuvieras que arriesgar, ¿qué pensás que puede definir a tu generación?
— Coincido con esta idea de que una de las formas de definir una generación es cómo ve el futuro y creo que nuestra generación se define por la incapacidad de pensar en un futuro. Tiene que ver con todo lo que venimos hablando, y el único final que se me ocurre es un deshacerse lentamente. También por la facilidad que tiene este sistema de fagocitar toda acción que parece que va a ser algo distinto. Hace muchos años que el capitalismo se volvió tan feroz. Y en ese sentido, estamos atados de manos, todo lo que parece que emerge es deglutido, deshecho, queda algo que es líquido, que no tiene la fuerza de nada. Nuestra generación es una generación que no puede pensar el futuro, más todavía con estas cosas que pasan.

¿Qué es un libro para vos?
— Para mí un libro es el acceso a otros universos que ayudan a entender o desentender, en el buen sentido, este universo en el que vivimos. O debería ser eso, no siempre lo es.