“No soy un escritor que opina”
Martín Kohan acaba de publicar “La vanguardia permanente” donde se pregunta la vigencia y el agotamiento de ese concepto en la literatura argentina.
PABLO DÍAZ MARENGHI

El 2020 fue un parteaguas para la historia de la humanidad. Alteró vidas y modificó existencias. Algunas, de la peor manera posible. ¿Qué podría ser peor para un escritor que ver modificadas de manera radical sus condiciones de producción literaria? Eso le pasó a Martín Kohan (1967). Ganador del Premio Herralde de Novela (Ciencias Morales, Anagrama, 2007), autor de novelas, cuentos y ensayos, se vio obligado durante varios meses a abandonar la escritura en el lugar donde solía hacerlo: los bares. “No había escrito ni una página en mi casa”, admite, en diálogo vía Zoom con Cuaderno Waldhuter. Sin embargo, acondicionó una habitación de su casa en donde estableció una suerte de bunker literario desde donde da sus clases de Teoría Literaria. Porque también es Licenciado, Doctor en Letras y docente de amplia trayectoria. Recuerda las primeras clases virtuales a comienzos del año pasado: “Cobró forma de ritual: conectarnos miércoles y viernes a leer, pensar y discutir sobre literatura en un contexto de tantas cosas ingratas”. Un sello inconfundible, tal como su vestimenta marca Adidas, se mantiene en todas sus videollamadas: la bandera con los colores de su amado Boca Juniors cuelga detrás de sí como telón de fondo de sus gestos y elucubraciones.
“Me considero básicamente un docente. Qué irritante leer en los medios cuando ponen que no estamos trabajando”, exclamó y alguien podrá recordarlo debatiendo con Eduardo Feinmann en C5N sobre las tomas de colegios o con Darío Lopérfido en La Nación + sobre la cifra de 30 mil desaparecidos. Es un escritor que interviene en la cosa pública —lleva escritas, cuenta, más de 700 columnas en el Diario Perfil— pero, a la vez, advierte que no se considera “un escritor que opina. Analizo discursos”, dirá y, al mismo tiempo, exuda la influencia de dos grandes maestras que también ayudan a entender quién es hoy: Beatriz Sarlo y Josefina Ludmer. Ahora le agregó un ribete más a su pulsión reflexiva acorde a estos tiempos: abrió una cuenta de Twitter en donde contesta uno por uno, con argumentos sólidos como el granito, a cada uno de sus detractores.
A pesar de los desórdenes, supo hallar el orden y mantener un ritmo de publicación prolífico: en 2020 lanzó Me acuerdo (Ediciones Godot) —recuerdos fragmentarios de su infancia en un formato que homenajea a lo hecho por Joe Brainard y Georges Perec— y Confesión (Anagrama) —novela que dialoga con la ominosidad de la figura del Dictador Jorge Rafael Videla en otra característica recurrente de su obra que lo emparenta con otro de sus referentes, Ricardo Piglia: la historia argentina y la memoria. Su último libro, La vanguardia permanente (Paidós), plantea un recorrido notable que recapitula los orígenes del concepto de vanguardia en el siglo xx y lo emparenta con diversos autores, gestos y corrientes literarias argentinas con el objetivo de problematizar la posibilidad de lo nuevo en la narrativa argentina.

¿Cómo surgió la idea del libro La vanguardia permanente?
Fue una propuesta abierta de Ana Ojeda, editora de Paidós. Luego de algunas charlas, se me fue armando el recorrido del libro. Tendría como horizonte de referencia a la literatura argentina. En un punto, casi que lo armé de atrás para adelante en el sentido de pensar primero en tiempo presente la significación de ese campo de debates: qué significa, qué vigencia o qué agotamiento pueden tener esas nociones hoy.
También es posible entender este ensayo como una larga clase, una exposición tuya que guía al lector. ¿Ves aquí la presencia de tu faceta docente además de la de escritor y crítico?
Me considero un docente. Es de lo que vivo, por lo tanto, lo que considero mi trabajo principal. La condición de crítico literario tampoco es secundaria ni subalterna para mí. He reaccionado en contra de prejuicios como “el crítico literario es un escritor frustrado” o “Bueno, lo que pasa es que vos también sos escritor”. Siendo crítico literario ya sos escritor. El libro tiene esas coordenadas. Hay una articulación en la exposición y ciertos planteos funcionales a una argumentación de conjunto. Para mí en un ensayo hay un despliegue de una argumentación. Al revés de Macedonio, no sé hacer un libro para lectores salteados. Esto me ocurrió también en la crítica literaria: por ejemplo, tengo la impresión de que una parte de los comentarios que recibí de la novela Bahía Blanca corresponden a lectores que han leído la primera página y les pareció suficiente con esa primera página para sacar conclusiones terminantes no solo sobre la novela entera que le faltaba sino sobre mí mismo. Es como dar una clase y que alguien entre cinco minutos y discuta, algo que también me ha pasado. Me doy cuenta ahora que lo digo. ¿Qué hacés?

¿Cómo pensar la vanguardia, un concepto que está muy ligado a la idea de futuro, en tiempos donde la idea del futuro es cada vez más incierta?
El libro se pensó antes de la pandemia. Las condiciones reales en las que el libro termina apareciendo, en cierta manera profundizaron un cuadro de situación que, de alguna manera, ya estaba. Cuando uno levanta la vista, ¿qué tanto futuro ve? Visibilidad reducida por pandemia, sería en este caso. Pero antes era por el clima de época. Es levantar la vista y ver un futuro tan corto. Ahora ni hablar. Decimos: alguien cumple años en septiembre, ¿Nos podremos juntar? Sin la pandemia estaba este clima de época de un futuro no solo muy corto sino tremendamente parecido al presente. La imposibilidad de levantar la vista y pensar que adelante en el tiempo puede haber algo sustancialmente distinto a lo que hay ahora. Si el futuro es la prolongación del presente no funciona como futuro. Eso formaba parte de este presente desde donde interrogo aquellos movimientos que, al menos algunos, apostaron a un imaginario de futuro especialmente fuerte e intenso. ¿Qué se hace con el futuro en ese caso? Uno puede ir viendo resoluciones sobre todo por el hecho de que no solo el clima de época ha cambiado, sin tampoco caer en optimismos vanos, porque buena parte de los movimientos de vanguardia transcurrieron durante la Primera Guerra Mundial o inmediatamente después. El mundo ya conocía desgracias. No las estamos estrenando. Pero aún así, el espíritu de la modernidad mantenía esa potencia de una perspectiva que parecía tener más futuro que pasado y ahora no solamente la disposición ideológica se ha invertido sino que, sobre todo, esa misma perspectiva de futuro está en el pasado en el sentido de que las propias vanguardias lo están.
¿Cómo impactó esto en tu análisis de las vanguardias?
El recorrido que fui haciendo tuvo que ver con dislocar esas temporalidades para que ese futuro, que está en el pasado, se resignifique de alguna manera. Por ejemplo, (Héctor) Libertella le asigna al pasado la potencia de un futuro. Porque él también dice “el futuro ya fue”. Le asigna al pasado, incluso a lo arcaico, la potencia de un futuro pasado. Piglia pone ese futuro en el pasado. Define tres vanguardias (Saer, Puig, Walsh). En algún sentido, las crea. Pone un futuro en un pasado que, en principio, no se había formulado en esos términos. Son variaciones para tratar de lidiar con ese estado de cosas, con el hecho básico de “las vanguardias ya ocurrieron, no se las puede retomar sin más pero tampoco tan sencillamente darlas por clausuradas. Es maniobrar sobre una antinomia que no es tal. Pretender hacer vanguardia hoy exactamente igual que antes es, de alguna manera, pretender que el siglo que pasó no pasó. Tampoco suponer que lo que podría postularse como un fracaso de las vanguardias las anula. Asi como lo que pasó en la URSS no anula la perspectiva de un futuro revolucionario. Plantea problemas. Bueno, vamos a esos problemas. Pero, sobre todo, la dislocación temporal. Eso es clave para reformular un imaginario de vanguardia y resolver ese problema que, de por sí, no tiene salida. ¿Cómo hacer de nuevo lo nuevo? No hay manera. Si lo nuevo ya es tradición, ¿Qué hacés cuando la disposición tradición-novedad se resuelve cuando aquello que fue radicalmente nuevo, porque novedades siempre hay, es ya en sí misma una tradición?
¿Cómo pensás la vanguardia en un contexto en donde la hiper digitalización de la existencia modificó las nociones de novedad y temporalidad; donde todo es más instantáneo y efímero?
Se vuelve muy complejo. Por suerte tenemos, al encuadrarlo en la literatura argentina, la posibilidad de volver sobre las operaciones de lectura de Piglia, los textos de Libertella, César Aira. Tenemos un mapa de referencia de escritores que han maniobrado con mucha inteligencia en ese campo sin quitarle complejidad, al contrario. Respecto a la tecnología, hay como un presente continuo. Por un lado, todo pasado se volatiliza y, al mismo tiempo, en la misma volatilización tampoco hay una perspectiva de duración proyectada. Por eso si no sacas un libro en un año da la impresión de un efecto de inexistencia. La contingencia parece ser el todo de la temporalidad. Obviamente no es así. Incluso ya le llamamos instantaneidad a lo que antes quizás nombramos como actualidad. La mayor parte de las cosas con las que estamos a la mañana se volatilizaron a la tarde. Como entretenimiento puede estar muy bien. Cada uno se entretiene con lo que puede. Los fuegos de artificio también duran poco y uno se para y los mira. En ese sentido, la literatura y algunos escritores responderán a eso. Pero hay otra temporalidad y otra sedimentación. Hay un ejercicio, que puede ser alentador y deprimente a la vez, que es leer los suplementos culturales de hace cuarenta años. Te das cuenta que había centralidades que parecían definitivas y que se volatilizaron. Y, al mismo tiempo, escritores que hoy sabemos que son referentes y pasaban desapercibidos. Hay una dinámica muy propia de esta diferencia entre el presente y una sedimentación. Existe un vértigo de puro presente, que no tiene ya ni siquiera actualidad sino instantaneidad, que pretende que nada sedimente; altera y distorsiona. Por suerte, la literatura no deja de tener sus tiempos propios. Los tiempos del desarrollo de una larga conversación literaria que va circulando entre los escritores y va armando un sistema más o menos estabilizado. Creo que fue perdiendo terreno.
En el libro analizás la relación entre los cambios tecnológicos y el concepto de vanguardia. ¿Podrías ampliar un poco esta idea?
Nos toca una época interesante porque atravesamos una revolución tecnológica cabalmente. En relación a la vanguardia podemos pensar dos cosas. La fascinación tecnológica no tiene un sello político intrínseco: hemos tenido el Futurismo ruso apoyando a la Revolución soviética y al Futurismo italiano junto al fascismo. Después, está la discusión de Bertolt Brecht: la apropiación de las novedades tecnológicas para producir innovaciones formales en el arte y no suponer que vienen dadas por la propia tecnología. Walter Benjamin, en uno de sus raros momentos optimistas en La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica plantea una correlación entre el shock del montaje cinematográfico y el shock de los montajes del dadaísmo. Lo pone en correlación. La transformación tecnológica no asegura la novedad. Suponer que los cambios en las condiciones materiales de escritura, lectura y circulación de textos aseguren la innovación estética me parece un razonamiento desconcertante. Con la imprenta, la literatura tuvo reproductibilidad tecnológica mucho antes que la música o las artes visuales. La invención de ese objeto llamado libro, que todavía resiste y todo indica que va a seguir ahí, hizo posible un género literario nuevo: la novela. Hoy uno puede crear un texto con un hipervínculo que reproduzca un video. Pero, desde el punto de vista estético, ¿se está produciendo algo radicalmente nuevo en el sentido de lo que se generó con la novela? Es eso lo que hay que calibrar si uno quiere tener a las vanguardias como referencia en cuanto a grado de intensidades. No se trata simplemente de renovaciones. Se trata de una radicalidad de lo nuevo e, incluso, haber transformado la idea misma de lo nuevo para producir una transformación no ya al interior del arte sino en la condición misma del arte.
En el libro afirmás que no observas una transformación semejante ocasionada por las nuevas tecnologías
Creo que hubo algo en una generación intermedia que sobreactuó las expectativas. Las dio por certezas. “Somos la generación de internet”. Quizás se apresuraron al establecer esa identidad antes que estuviera del todo clara la apropiación y uso de las tecnologías. Porque Brecht efectivamente transformó el teatro con las tecnologías que aparecían en su época.
En el libro encontrás gestos de vanguardia en críticos como Federico Monjeau o Diego Fischerman.
Tiene que ver con el carácter que le otorgamos a la crítica para no recaer en esas concepciones, que a uno lo fastidian, de que es algo subsidiario o subalterno a la literatura. En este caso sería: la lectura produciendo efectos de vanguardia. Por eso también destaco lo de Piglia. Sobre todo para uno de los problemas que el libro plantea: las condiciones de posibilidad en la imposibilidad de las vanguardias hoy. No pensarlas solamente en términos de producción sino también interrogar una sensibilidad de lectura. Qué pasa con una crítica que tiene la sensibilidad del temperamento de vanguardia y a veces no tiene el objeto. En algún momento hay, incluso, una desproporción: mucho más espíritu de vanguardia en estos críticos que en sus propios objetos. Hay dos casos que me marcan mucho porque cursé con ambas: Beatriz Sarlo —en cuyos textos sobre Borges y el grupo Martín Fierro me basé para trabajar el capítulo de “La vanguardia moderada”— y Josefina Ludmer —El género Gauchesco me parece un texto crítico, vanguardista y experimental cuyo objeto es la tradición. Ahí se arma un mapa interesante sobre la base de la jerarquización de la función de la crítica y de la eficacia y potencia que la lectura puede llegar a tener.
En una entrevista, Beatriz Sarlo contaba que la crítica literaria le dio herramientas para pensar la política, ¿coincidís con esta idea?
Hay docentes que no solamente pesan muchísimo en la formación por lo que, efectivamente, ponen en juego en las clases sino que son referentes en el sentido estricto. Por una parte, me formé muy cerca de Josefina Ludmer, su manera de leer y su trabajo hipertextual. Al mismo tiempo, percibía una circulación más acotada al mundo universitario (algo que no desestimo sino, al contrario, lo incorporo). Al mismo tiempo, veía en profesores como David Viñas, con sus contratapas de Página 12, o Beatriz Sarlo, en la revista Punto de Vista, otro tipo de intervención. Me siento más o menos en condiciones de analizar discursos, con una cierta expansión, si uno quiere, de cierta formación semiótica en el sentido de (Roland) Barthes en Mitologías. Una cierta destreza de lectura que te permite, también, leer imágenes, objetos, publicidades, fenómenos sociales. Pero leerlos. Ni pronunciarse ni opinar. En el diario Perfil, por ejemplo, tengo escritas más de setecientas columnas. Creo que no he opinado nunca sobre nada. En eso reconozco, en un sentido discipular, lo que plantea Sarlo. La literatura supone la práctica del lenguaje de un grado de sofisticación mayor. Cuando aprendés a leer lenguajes, retóricas, narraciones, imaginarios, representaciones en la literatura, son herramientas con las que, si entrenás tus destrezas de lectura, podés leer los discursos políticos, periodísticos. Prácticas, figuraciones. Es la diferencia con otro tipo de intervenciones que uno lee en la prensa que son opiniones, chicanas, las retóricas agresivas resentidas de las redes traspasadas a los diarios. Fue muy significativo para mí cuando tenía veinte años, leía a Ludmer o me reunía con ella por mi tesis de doctorado y tomaba elementos de su manera de leer. Tampoco me reconozco como escritor que opina. El clásico era Borges. Por ejemplo, sentí que mis lecturas de Benjamin, Barthes, de representaciones de la ciudad en la literatura, me permitieron escribir sobre experiencia urbana durante la pandemia. Qué pasaba en la relación con la ciudad. Que no es opinar. El escritor sale y opina: “Hay que poner toque de queda”. Qué se yo. Tengo opiniones: las charlo acá en casa, en la sobremesa, si no hay fútbol. En cambio, poder pensar la experiencia de la ciudad, cómo impacta lo que estamos viviendo, la pérdida y recuperación de la ciudad como espacio de prácticas sociales. Yo hago eso. No soy un escritor que opina. Creo que, en algún punto, está bien que quienes tenemos esta formación intervengamos y aportemos reflexión en medio de los cascoteos de “abran, cierren” y el cruce de agresiones.
Venís sosteniendo un ritmo de publicación muy prolífico en pandemia. ¿Cómo fue la adaptación?
Para bien y para mal —no sé si es bueno o tendría que preguntarme qué me pasa— mi trabajo transcurre con un grado de estabilidad. Cuanto más se desacomoda todo a mi alrededor, más estabilizo mi trabajo. No es que estoy tan estabilizado que puedo seguir trabajando; sigo trabajando porque me estabiliza. Tuve un montón de alteraciones por la pandemia, como todo el mundo.
Es vox pópuli tu hábito de escribir en bares.
No había escrito ni una página en mi casa. En mi casa leo. Pero tampoco es la adaptación más extrema. Uno se acomoda. La lectura y la escritura siguieron. Los tiempos se acomodaron. La pandemia te morfa algunos tiempos y te agrega otros. Ver los partidos por televisión es mucho más triste que ir a la cancha pero ir a la cancha lleva mucho más tiempo (risas). Porque, imaginate, a Boca, que lleva mucha gente (no como estos otros –risas–), hay que ir mucho antes. Yo voy a la popular. Ahora juega a las 7 y me siento en la tele 7 menos cuarto. Tristemente, porque me encantaría perder ese tiempo. Es uno de mis dos sueños recurrentes en la pandemia. El otro es viajar. También hay una zozobra de viajar e ir a la cancha. A cambio, tengo más tiempo que me encantaría no tenerlo. ¡Qué me importan dos horas más para escribir, quiero ir a la cancha!