El largo viaje del Orient-Express
Fue el símbolo de Europa y en él viajaron escritores, artistas, políticos y los personajes más pintorescos de su época. Mauricio Wiesenthal reconstruye con rigor y encanto las historias que transcurrieron en esos vagones.
LUIS GUSMÁN

Mauricio Wiesenthal consigue ubicarse en el registro de Mario Praz cuando este se refiere a “La casa de la vida”. En el extraordinario fresco que traza en Orient-Express. El tren de Europa (Acantilado), se advierte que para Wiesenthal, escritor trotamundos e historiador de la cultura, los trenes son como su casa y pasan de estar vivos –en movimiento– hasta cuando terminan en un museo.
Apunto dos observaciones contrapuestas que aparecen en este libro. Una sobre Flaubert y otra sobre Proust. Ambos como pasajeros. Mientras que a Gustave Flaubert, el viaje en tren le parecía lo más aburrido del mundo, “sin más matices un puro aburrimiento” para Marcel Proust era exactamente lo contrario: “Los amaneceres son un acompañamiento de los largos viajes en tren”. Ni las anécdotas de los personajes tan ilustres ni las leyendas sobre el Orient-Express opacan la rigurosidad histórica del autor. Hay en este trabajo un delicado equilibrio entre la información documental, las mitologías del autor en el registro en que Barthes ubica esta palabra, y el relato de los hechos. La escritura, por su estilo, hace que el libro no se convierta en un catálogo.

Una de las películas que mejor respetó la identidad del Orient-Express fue De Rusia con amor –basada en la novela de Ian Fleming cuyo personaje es James Bond– porque las escenas de interior fueron rodadas en el vagón 3893. “Este carruaje de la serie Y (coches cama de veintidós plazas) había sido construido en Bélgica en 1948 y circuló efectivamente en el Orient- Express”. De esa manera encontramos al tren como personaje. Por algo es que el vapor que expulsa la locomotora envuelve su misterio. Emile Zola, en La bestia humana, describe al artefacto como un monstruo realista y Wiesenthal transcribe la visión de Théophile Gautier, a quien la locomotora le inpiraba miedo y advertía su costado monstruoso (“tiene fuego en los ojos y el humo le sale de las fauces”). Wiesenthal comenta que para Gautier se trataba, en suma, de un invento inglés que llegaba envuelto en “desagradables anglicismos (station, rail-road, plataform, sleping car)” lo que le hacía pensar en el mundo plutónico, y ferruginoso de las ciudades industriales como Manchester o Birmingham.
Estaciones
En el recorrido del Orient-Express las estaciones de tren son como un vía crucis profano que va desde Victoria Station a la estación de Sirkeci en Estambul. Las citas de este libro son como un paisaje que el lector-viajero va mirando a través de la ventanilla y se encuentra con lugares inesperados. Por ejemplo, Agatha Christie no nos espera a bordo de Asesinato en el Orient Express sino en la personificación de la estación de donde parte el tren: “¡Querida Victoria, puerta abierta al mundo, más allá de Inglaterra! ¡Cómo adoro tu andén de las salidas continentales! ¡Y cómo me gustan los trenes siempre!… Pero un tren grande, jadeante, solícito y sociable, un tren, con enorme y humeante locomotora, que emite nubes de vapor y parece decir impaciente ‘Debo andar, debo andar, debo andar’ es un amigo. Comparte tu estado de ánimo y te habla directamente diciendo: ‘Me estoy yendo, me estoy yendo, me voy, me voy’.”

Los ríos
En muchos trechos del viaje, los ríos acompañan la mirada de los pasajeros. Uno de los que se encuentra en el recorrido es el Danubio: “Mas allá de Bucarest (la Francia oriental era llamada Rumania, país que por entonces tan afrancesado) el tren se detenía a orillas del Danubio en la estación de Giurgiu. Luego, atravesando la frontera búlgara llegaban a Rustschuk que era entonces una población dormida”. Sí, dormida, hasta que fue despertada por la bella descripción de Elías Canetti, lugar donde nació en el seno de una familia sefaradita. El río sigue su curso: “Río abajo comenzaba Oriente y río arriba –hacia Budapest y Viena– quedaba la amada y lejana Europa”.
Viajeras
Joséphine Baker era una viajante asidua del Orient-Express. Su vagón preferido era el 3309 donde en los años treinta tuvo un accidente cerca de Budapest y serenó el ánimo de los pasajeros cantando su éxito: “J’ ai Deux Amours, mon pays et París”. No fue la única. En su autobiografía, Agatha Christienarra su viaje como pasajera: “Después de Trieste atravesamos Yuguoalasvia y los Balcanes con todo el encanto de recorrer un mundo diferente por completo, atravesando despeñaderos, contemplando carretas de bueyes, y los carros típicos, observando a las gentes en los andenes y las estaciones, bajando del tren a veces en lugares como Nis y Belgrado, para ver cómo cambiaban las grandes máquinas por nuevos monstruos, con signos y letras completamente distintos”.

Wiesenthal también se detiene en los hoteles donde subían o descendían los pasajeros del Orient-Express. Es un circuito paralelo donde el prestigio del hotel le disputa alguna leyenda al tren. Hoteles que se convierten en verdaderos santuarios literarios. Entre ellos se encuentra el famoso Hotel Pera Palas de Estambul, en el que Agatha Christi durante una semana desapareció del mundo y solo fue descubierta por una vidente desde Nueva York.
Ese mismo hotel aparece en un novela que lleva el mismo nombre del tren y en la que John Dos Pasos cuenta que estaba en el bar del hotel al enterarse de que un diplomático de Azerbayián ha sido asesinado en el hotel: “Abajo, en el salón de terciopelo rojo del Pera Palace, todo es precipitación y confusión. Traen a un hombre vestido con levita y un sombrero de astracán negro. Hay sangre en sillón de terciopelo rojo…”
El pasajero del Orient-Express tal vez no supiera quién viajaba en el tren: por eso en sus vagones hay suspenso y misterio. En el tren, un pasajero podía cruzarse con un agente secreto. Eso sucede en La máscara de Dimitrios, de Eric Ambler, donde un personaje viaja enmascarado o con otra identidad: “El Orient-Express sirve de escenario a una persecución apasionante tras las huellas de un criminal que ha dedicado toda su vida a todo tipo de fechorías: alcahuete y espía, traficante de drogas y asesino a sueldo”.

El último viaje
Este libro es un recorrido y así describe Wiesenthal el último recorrido del Orient-Express, el 19 de mayo de 1977: “Murió como los últimos reyes del Ancien Régime, sin otro delito que haber sido el rey de los trenes”. Partió de la Gare De Lyon con diecinueve minutos de retraso, “como si hubiese querido vengarse de todos los escritores que fechamos su muerte el 19 de mayo. No fue así, dado que pasaban trece minutos de la medianoche y ya era la madrugada del día 20”. Quizás no fuera venganza sino una resurrección o un tren que el vapor de la locomotora lo volvió fantasmal. Este libro es un recorrido que lleva a los lectores desde el primero hasta el último viaje. Nada más parecido a un fantasma que la bella e inquietante descripción que hace el autor en el capítulo titulado “Cuando se encienden las luces”. Es inevitable no sentir la necesidad de querer subir: “No hay nada más bello que el comedor encendido de un tren, cuando las cristalerías brillan bajo la luz de las tulipas multiplicándose en espejos y ventanas. Las marquesinas arrojan un suave tinte moreno sobre los rostros, recién maquillados de las mujeres. Las violetas en sus floreros de plata, parecen dibujadas para esta noche romántica”.
Estuve en el Pera Palas de Estambul, en el mismo cuarto donde se alojó la señora Christie: el retrato de la médium es inquietante. Nunca viajé en el Orient-Express, pero sí en el Rayo de Sol que llegaba a Córdoba por la mañana. Wiesenthal tiene razón: no hay nada más bello que cuando se encienden las luces del salón comedor. Desde el primero hasta el último viaje, este libro avanza como la cita de Truffaut: “Las películas deben avanzar como avanzan los trenes en la noche sin atascos ni puntos muertos”.