El camino de la novela negra
Ted Lewis renovó la novela negra británica y nos dejó al inolvidable personaje de Jack Carter.
Mariano Granizo

¿Por qué leer a Ted Lewis cuando la novela negra ha mutado, hoy en día, hacia un policial ennegrecido y atravesado por altas dosis de corrección política? La respuesta es simple: leerlo es enfrentarse a la novela negra de los 60, una novela carente de toda clase de intencionalidad progresista e intenciones moralizantes, donde la narración vale por ser solo una descripción más del horror en que estaban inmersos sus lectores; de clase trabajadora, por supuesto: es el policial el que pertenece a la clase media, víctima y lectora de un género que reivindica su deseo del imperio del orden. Porque la clase media, cuando lee la novela negra, se horroriza y pide orden, aunque desee el horror.

Al público no inglés, Ted Lewis llegó mediado por la película Get Carter (1971), Asesino implacable acá, que versiona la novela Carter, con un extraordinario Michael Caine en el papel principal. Se ha dicho que Carter tiene el peor comienzo de novela que pueda encontrarse: “La lluvia llovía”, pero entenderlo así implica dejarse llevar por un formato preestablecido por novelas que introducen, mansamente, al lector en los hechos. “La lluvia llovía”, como arranque de la novela, implica que acá cada cual hace aquello para lo que su naturaleza lo acredita y, así como la lluvia llueve en esa Inglaterra de los 60 (la novela es de 1970), Jack Carter solo será capaz de ingresar en una espiral de violencia para averiguar sobre la muerte de su hermano, espiral que comparten con naturalidad todos los personajes con quienes se cruza. La narración de Lewis arranca y arrancó, como se suele decir de esas películas de género que carecen de primer acto y van directo al meollo del asunto (películas de serie B de los 60/70 o las de zombies actuales).
El escenario de las dos novelas de Jack Carter, Carter (“Jack vuelve a casa” hubiera sido una mejor traducción de su título, única crítica que se le puede hacer a la magnífica edición de Sajalín) y La ley de Carter es el mundo de Ted Lewis, a quien el alcohol lo mata a los 42 años luego de haber alcanzado el éxito como autor de novela negra. Fundador de la nueva novela criminal británica, con algo de novela rural y de drama social británico al estilo del “kitchen sink realism”, historias situadas en casas de protección oficial y pubs, con prostitutas, drag queens, vendedores de drogas, realizadores de porno, obreros industriales que a duras penas llegan a fin de mes, alcohólicos, drogadictos, mujeres golpeadas, maridos cornudos y criminales de mayor o menor porte. Oriundo de Manchester, sitúa sus novelas en el proletario norte industrial de Inglaterra, feo y pobre, distante de la hermosa Costa Oeste de la novela negra estadounidense, el norte proletario de Inglaterra, donde “la lluvia llovía”. Lewis fue un hombre surgido de la clase obrera que pudo meterse en el circuito de la narrativa, inicialmente, como guionista de Z Cars, drama televisivo policial que en los 60 fue muy criticado por el realismo con que mostraba un suburbio de Liverpool (serie en la que, incluso, Ken Loach hizo sus primeras armas), un pueblo ficticio del norte de Inglaterra, mezcla de industrial y rural, muy similar al que regresa Jack en Carter.

En la novela, Jack quiere saber qué pasó con su hermano Frank, quién lo mató y por qué. No se trata de la invocación absurda de algún tipo de justicia en un ambiente en el que la justicia no alcanza a nadie; ni siquiera venganza, simplemente saber y ajustar cuentas por la propia necesidad de sostener ese orden interno que los justifica. En su búsqueda sabemos lo que ocurrirá, porque entre esa gente solo puede ocurrir lo inevitable, pero nos atrae que todo se desarrolle en un plano de irremediabilidad absoluta, la misma irremediabilidad de las vidas que experimenta Jack con su hermano desde chicos, por esos prados ingleses, escopeta en mano, rumbo a un fin oscuro como el que les rodea.
Tampoco se trata de aceptar el destino porque el contexto así lo ha decidido. Los personajes de Lewis hacen suya la irremediable existencia de otro orden, sujeto a ese que todo lo domina, pero en el que pueden progresar. Aquí, en este registro, no hay lugar para progresismo alguno, algo que sí terminará atravesando por completo al policial, dado que no se trata de otra cosa que de un género que, pese a intentos infantiles de incorrección, persigue siempre el restablecimiento del orden por sobre el caos y el desastre del crimen. En la novela negra, y puntualmente aquí, en la escritura de Ted Lewis (que hace recordar, inevitablemente, a la de Jim Thompson), aquí, repito, no existe vocación ni aspiraciones, solo determinaciones de clase, y quien mejor sepa nadar en ese sucio mar conseguirá sobrevivir. El pasado y el presente se entremezclan, y las determinaciones de clase parecen burlarse cínicamente de todo discurso progresista, de la elegancia detectivesca y las buenas intenciones de la novela social.

Jack va desandando su camino solo para darse cuenta que, ante los cambios que se van dando, nadie cambia, persisten, porque hay una sola manera de sobrevivir para ellos y es siendo como son. El panorama no cambia porque no existe nada a la vista, porque una novela negra muestra la estructura sin los mecanismos que actúan en la superestructura. (En la novela negra se suspende todo progreso o simulación de cambio: allí todo es como fue, es la novela de lo salvaje sin pruritos, la novela de las estructuras básicas e inmutables.)
La parquedad inicial del relato se corta cuando se inmiscuye el recuerdo, porque para quienes viven en ese ambiente solo el recuerdo merece la pena ser elaborado con palabras, ser materializado verbalmente lo mejor posible, con justeza y precisión; el presente, por contrapartida, siempre es parco, salvo que se sea un niño, en cuyo caso no existe: todo pasa a ser futuro, un futuro del que sí se pueden decir cosas, miles, porque se sabe vedado, por lo tanto, solo es fantasía. La parquedad del presente se vuelve una declaración judicial. Ese es el tono. No hay mayor entusiasmo por contar porque se debe vivir, pese a todo. El mundo y el orden no interesa, se asume que ni la investigación (en el orden ficcional) ni el libro en el mundo real podrían aportar ningún tipo de orden. Tiempos en los que la novela negra era cruda y sincera, y de calidad.
La novela negra de Ted Lewis abraza la soledad del estilo inimitable. Ese género que gozaba de vida plena con un distinto como Lewis hoy se convierte tan solo en un espectáculo, entregado al fluir panfletario del buen ser progresista. El lugar de la novela negra se siente más a gusto en los territorios próximos al Busqued de Bajo este sol tremendo o al de las crónicas de Cristian Alarcón; al alejarse de estas realizaciones, solo queda el policial, y se debe asumir una pulsión por la restauración del orden (orden del que se saca ganancia, pero nunca se dice quién lo hace; del desorden y el caos de la novela negra sabemos quién se lleva dicha ganancia).
¿Por qué, entonces, leer a Ted Lewis? Porque en sus novelas “la lluvia llovía”, y punto; todo se derrumba, y el mundo sigue andando.