El cineasta Emir Kusturica publica un libro de cuentos donde regresa al tono más genuino de su filmografía. Y es un hallazgo.
FERNANDO KRAPP

Hace un tiempo –hoy nos resulta tan lejano– las películas se filmaban en 35 milímetros. Íbamos a las salas para emocionarnos ante las imágenes y los sonidos, y todo se reducía –reduccionismos más o menos– a películas comerciales o “de arte” (género conocido como “art house”). Estas últimas encontraron su público en las reuniones sociales que a falta de otro eufemismo se les llamó “Festivales Independientes”. Un momento al año en donde cineastas, críticos y cinéfilos se encontraban alegremente para mirar películas por fuera del mainstream. Obviamente, los festivales se burocratizan, el gusto de los programadores moldeó la producción y los festivales terminaron por incidir en un tipo de cine que, hasta el día de hoy, se sigue produciendo (la película Nomadland, ganadora del Oscar, es un digno resultado de ese proceso de pauperización cultural).

En esos festivales en donde se cocinaba lo más sofisticado de la escasa producción cinematográfica mundial de cada año (no todo el mundo tenía una película digital bajo el brazo), cuyo estilo era moldeado por críticos y programadores, había –y lo sigue habiendo– niños mimados. El serbio Emir Kusturica fue uno de esos directores. El cine de Kusturica emergió de un país periférico de la Unión Europea, la antigua Yugoslavia, y lo hizo con temáticas ajenas al gusto bienpensante, con un fuerte anclaje en la tradición cinematográfica europea. Cuando aparecieron sus primeras películas, en especial Tiempo de Gitanos, Kusturica dio en la tecla. Su cine combinaba la desfachatez estructural y el simbolismo de Fellini, el humor del post neorrealismo italiano, y los arquetipos de la cultura gitana; una cultura ágrafa – y por lo tanto, sin imágenes ni sonidos–, sin tierra fija, y lo suficientemente hermética como para aumentar el halo de misterio.

El batacazo de Kusturica llegó en el año 1995 con Underground, una película plagada de lirismo que bordeaba el realismo mágico; por momentos, Kusturica buscaba acercarse a Tarkovsky pero tocaba hilo fino de lo solemne. Underground narra la historia de dos hermanos que, luego de escaparse de los nazis, se refugian bajo tierra para fabricar armas. Uno de ellos decide salir para entablar negociaciones en la venta de armas, y mantiene a su amigo bajo tierra para que siga produciendo con la mentira de que la guerra aún no ha terminado; así, su amigo y su familia, viven un tiempo alterno, bajo tierra, atados a un pasado y a una historia que no avanza. Toda una metáfora.
La película se divide en tres partes: “la guerra” (en relación a la Segunda Guerra), “la guerra fría” (por la tensión atómica entre Rusia y Estados Unidos) y “las guerras” (por la guerra luego de la división de la ex Yugoslavia). El guión fue escrito por Dušan Kovačević –basado en una obra de teatro de su autoría– y supuso la culminación estilista y artística de Kusturica como realizador. Tocaba un centro neurálgico en la región: el conflicto en la ex yugoslavia entre Serbia y Croacia, por el territorio de Bosnia y Sarajevo. El estreno en el Festival de Cannes (en donde obtuvo la Palma de Oro a Mejor Película) era una manera elegante de poner en escena un tema complejo como fue la incorporación de los países del este a la Unión Europea.
El cine de Kusturica combinaba la desfachatez estructural y el simbolismo de Fellini, el humor del post neorrealismo italiano y los arquetipos de la cultura gitana
Kusturica nació en Sarajevo, un pequeño pueblo entre Macedonia y Albania (hoy, es un destino turístico importante en la zona). Sarajevo es la capital de Bosnia y fue el territorio de mayor disputa durante la guerra balcánica por parte de los croatas y de una pequeña comunidad croata que quería unir el territorio a la inminente nueva nación. La guerra en ese país duró cuatro años, prolongando así una serie de guerras entre todos los países de la ex Yugoslavia, cobrándose más 130 mil muertos y dos millones de personas exiliadas. Underground tomaba una postura radical frente al conflicto por la separación de Bosnia como nación y no como una provincia dentro de Croacia. Algo que, por supuesto, no agradó para nada a los croatas.

Luego de Underground, Kusturica volvió a sus cuentos de gitanos con Gato Negro, Gato Blanco (una película menos impostada) y su cine se volvió errático; tan errático como su figura pública. En cada una de sus intervenciones, Kusturica parecía sacarse el halo de gran artista que él mismo había armado con Underground. Un halo de artista serio y comprometido por las causas políticas. Un hombre maduro. Kusturica pateó el tablero e intentó volver a un grado cero de madurez: empezó a jugar. Tuvo una orquesta musical (la No Smoking, influenciado por Goran Bregovich, el compositor de sus películas), hizo documentales (malos) sobre Maradona y el ex presidente de Uruguay, trabajó como actor (no está nada mal en la pésima opereta criminal de Neil Yordan, El buen ladrón, con Nick Nolte), volvió a la ficción con una malograda y ninguneada reversión de Milagro en Milán de De Sica titulada La vida es un Milagro, y ahora, a sus 65 años, se prueba como escritor. Y, hay que decirlo, mal no le va: todo lo contrario.
Los cuentos reunidos en Forastero en el matrimonio (Acantilado) nos devuelven al primer Kusturica, al de los años ochenta y noventa. A sus películas como Papá está en viaje de negocios y ¿Dolly, vuelve a casa? Los cuentos son pequeños episodios de una vida familiar, narrados con saltos temporales y quiebres cómicos de espacio; los diálogos no hacen avanzar la situación sino que la cortan y la montan. En todos los relatos hay un chico –alter ego del narrador– de una familia de clase media de Sarajevo, con tíos borrachines que le enseñan cómo hacerse una paja en una bañera, o mujeres que llevan a su hijo a la playa de Dubrovnik para mostrarse importantes.
Tomando como punto de partida a dos personajes (Braco y Azra), Kusturica regresa a un tema que es su tema: la pérdida de la inocencia. Todas sus películas –con la excepción de Underground– indagan en el débil tránsito que emprende un chico hacia la madurez, y su resistencia. Así, regresa al primer amor, a la pregunta por lo que está bien y lo que está mal, a las primeras borracheras, al primer encuentro con la plata y su valor, a los secretos de una familia que condicionan los modos de relacionarse, a un contexto de guerra inminente que no pone por encima de sus vínculos ni sus afecciones. Con sus cuentos, Kusturica pone en cuestión, incluso, su propio lugar como “artista” (qué palabra tan pomposa y noventosa), y parece cerrar un largo proceso de inversión en donde, luego de tantos intentos fallidos y tanta errancia, vuelve a hacer lo que mejor le sale: sacarnos una carcajada en el medio de una tormenta de humo.