El futuro de la vanguardia
En su nuevo ensayo, “¿Qué será la vanguardia?”, Julio Premat lee a Ricardo Piglia, Héctor Libertella, César Aira y a partir de ellos construye un mapa para encontrar el tesoro de la literatura.
FLAVIO LO PRESTI

Es difícil que la persistencia de la palabra vanguardia en la literatura argentina pueda no parecer misteriosa: en un año en que ya es dada por muerta (un año profuso en sentencias de muerte) Piglia insiste en convocar a la vanguardia, y obliga a Julio Premat a la pregunta que da título al libro y que guía su exploración: ¿Qué será la vanguardia? No qué es, porque en el enfoque de Premat la vanguardia no es o un campo o una tendencia que se defina de una vez y para siempre habilitando su colocación inerte en un museo de las ideas, sino qué será en el futuro o, como se preguntaría un niño, qué será eso ahora, en cada momento que es nombrada y convocada después del decreto de su extinción.

La respuesta de Premat consiste en pensar los objetivos con los que se utiliza y las tramas de argumentación en las que este calificativo performativo (la vanguardia empieza a ser apenas uno la declara: esto es vanguardia) en nuestra contemporaneidad. Para eso, escruta el seminario que Ricardo Piglia dictara sobre lo que llamó “las tres vanguardias” en ese 1990 preñado de contradicciones invisibles. Esas contradicciones, por otra parte, no son mayores que las que pueblan la argumentación de Piglia y que pueden verse a simple vista: mientras el territorio en que la vanguardia floreció fue la poesía, Piglia se ocupa de tres narradores como Juan José Saer, Rodolfo Walsh y Manuel Puig; mientras que la vanguardia fue una ruptura con el presente y con las tradiciones esperando la validación del futuro, Piglia se dedica a trabajar sobre la tradición.
Esto es así porque los deberes que se le adjudican a la vanguardia en esa contingencia argentina están marcados por lo que Francois Hartog llama “presentismo”: la extinción de la posibilidad de imaginar el futuro, un proceso que “destruye el lugar de las revoluciones estéticas”. La tarea de la vanguardia argentina, señala Premat, será imaginar lo utópico oponiéndose a un discurso dominante que ha decretado la muerte de la literatura, pero sin prefigurar el futuro: proponiendo, en cambio, otras temporalidades, otras relaciones con la tradición y lo imposible.
Una intuición interesante de Premat es leer a los escritores a contrapelo de sus programas
Este movimiento hacia el pasado en contra del discurso único del presente es leído por Premat en el propio Piglia, quien metaforiza el espacio literario como un campo de batalla y delimita en la tríada Saer/Walsh/Puig características que definen su propia poética: la actualización del vínculo entre vanguardia política y vanguardia estética, la importancia de la forma, el recurso a la radicalización como legitimación del proyecto de escritura, el desbaratamiento de las historizaciones tradicionales y la utopización de lo literario.
Una intuición interesantísima de Premat es leer a los escritores a contrapelo de sus programas: la idea de que la vanguardia ofrece una respuesta formal a lo político no está tan resuelta como induciría a pensar el estilo asertivo del Piglia ensayista: es una idea/obsesión que le permite avanzar, rechazar la autonomía literaria como una determinación absoluta pero sostener una autonomía “bajo control” en la importancia otorgada a la forma y, finalmente, otorgarse un mito heroico en una “épica de confrontación” que también lo enfrenta al discurso académico. Para esto, Piglia define su propia forma de la vanguardia en la disolución de la frontera entre lo verdadero y lo falso y la expansión del ensayo hacia la ficción.

También lee Premat la vanguardia en la figura de Héctor Libertella, a quien le toca la posición de maestro, modelo e ideal ético, pero en una posición de “antipatriarca” en tanto transmite como legado la rebeldía, el anticonformismo y la radicalidad. En Libertella, lo que define la vanguardia es el hermetismo (el refugio en la cueva) que se sustrae al mercado sin dolor gracias a la conciencia de una superioridad estética y ética: ese hermetismo es asumido como una forma de escribir sin escribir y hace funcionar la utopía en la disolución de la distancia entre programa y escritura, en un movimiento que termina devolviendo la literatura a un estado primitivo, cavernario, a un pasado que se vuelve un lugar de anómala supervivencia.
En el caso de Aira, la fuga sobre el tren del famoso “continuo” le permite evitar la inmovilidad aplastante de “llegar cuando la literatura ya está muerta”, evitar ese momento en que pensar es ya no poder moverse. Buscando los restos de lo ingobernable (Raymond Roussel, Duchamp, el surrealismo) para construir lo nuevo, lo inasimilable, lo que es “mala escritura” porque aun no puede ser leído, Aira recurre a las vanguardias para reiniciar el arte desde cero a través del mito del procedimiento, dependiente de un credo que es un cúmulo de ficciones contradictorias (de nuevo la intuición de leer a los autores a contrapelo tiene en este caso un gran rendimiento): el retorno al origen, la amnesia, las filiaciones inventadas, la erudición alternativa, la oposición a la “buena escritura”. Esta batería paradojal cuaja en un formalismo que Premat asocia con un “hermetismo de la inutilidad”, transparente de página en página pero incomprensible en el conjunto, reticente a la demanda de comunicabilidad del presente.

A estos autores Premat agrega una lectura caprichosa que encuentra en distintas poéticas contemporáneas esta misma extraña supervivencia de lo anómalo (Gabriela Cabezón Cámara, Pablo Katchdajian, Damián Tavarobsky, Mario Ortiz, Sergio Chejfec y Félix Bruzzone) para desembocar en una respuesta largamente preparada en el texto: las formas de la vanguardia argentina no van contra el pasado sino (en un proceso complejo cuyas contradicciones Premat registra sagazmente en cada caso) contra el mercado, los relatos sociales, los lugares comunes de la lengua y los medios, los imperativos de lo actual, los realismos edulcorados y la autobiografía banal. Son formas de transformación retrospectiva de esta tradición, resultado de un impulso interrogativo y una crítica utópica (la utopía entendida como aquello que se sabe fugaz e incierto pero cuya inexistencia resulta vital, un “excedente de posible”) hacia el presente, en donde la vanguardia es un resto obcecado que se reactiva.