Los ensayos de Betina González son el resultado de una década de reflexión en torno a la lectura y la escritura de ficción.

Bibiana Ruiz
Betina González

Cuando Roland Barthes se pregunta si escribir es un verbo intransitivo, lo que hace es reflexionar acerca de por qué y desde qué momento debemos pensar solo en redactar y no en escribir algo. Para el autor de El placer del texto, escribir es “constituirse en el centro del proceso de la palabra, es efectuar la escritura afectándose a sí mismo, es hacer coincidir acción y afección, es dejar al que escribe dentro de la escritura, no a título de sujeto psicológico sino a título de agente de la acción”. Justamente de afectarse a sí misma, de la relación entre la escritora, la acción, el proceso de la escritura y el habitar el campo cultural es de lo que nos habla Betina González en La obligación de ser genial, una recopilación de ensayos editada por Gog&Magog que son el resultado de más de diez años de enseñar a leer y a escribir ficción.

A través del análisis, la autora expresa su ser en el lenguaje y nos cuenta sobre su relación con la lectura y la escritura de ficción de una manera clara, desmenuzando el fenómeno complejo que es la literatura, internándose en los secretos de la escritura y repasando experiencias que fueron determinantes en su trayectoria. González, que aprendió a percibir la escritura como un juego de ensayo y error, responde con sus textos a dos preguntas ligadas a la teoría literaria —qué es la obra y qué es leer—, pero también expone cómo es ser mujer, lectora y escritora en una época en la que el feminismo se abre camino en el paradigma masculino vigente.
El libro de González está dividido en dos grandes partes que estructuran la obra. Por un lado, “La aventura textual”, abocada a la ficción, su construcción, escritura, lecturas y análisis; por el otro, “Silencio, exilio y astucia”, un diario de viaje y crónicas de una emigración no forzada, aunque no por ello menos dolorosa.
En las primeras páginas, la autora, que enseña literatura y escritura en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad de Nueva York en Buenos Aires, se pregunta de qué forma nos relacionamos con los libros que escribimos y leemos y detalla el entramado que atraviesa una historia desde su origen hasta el momento en que se convierte en una parte importante de la vida del lector. Hay también una crítica al momento presente en el que los textos muestran una falta de compromiso por parte de quien los escribió. “A lo mejor tiene que ver con la desconfianza que hoy en día hay en torno a la ficción. Nadie quiere poner el corazón porque parece que está en todas partes”, pero, sentencia, “la autora que no arriesga el corazón, no arriesga nada”.

Desde los roles de lectora y escritora de narrativa, González desarrolla también los aspectos que hacen a una interesante aventura: la emoción, y cómo narrarla siendo una moneda devaluada en los medios masivos, las redes sociales y cierta rama de la llamada literatura del yo, el ritmo, que implica discutir el propio estilo, el intento de fijar un fluir y también un orden, además de la tensión en la que se construye la narrativa, la imaginación, la curiosidad, la ilusión y el miedo que acompañan todo el proceso.
Es el deseo de esta escritora que la desconfianza contemporánea ante la ficción no refleje un agotamiento de nuestra capacidad de imaginar un mundo diferente porque “la ficción es siempre un modo de cuestionar la experiencia y su sentido” y “escribir ficción es lo contrario a explicar. Es aceptar y disfrutar la incertidumbre que produce la propia realidad cuando se la mira a través de esa síntesis de elementos dispares, incluso disparatados, que es la literatura de ficción”.
Varias veces a lo largo del texto, la autora resalta que la literatura salva: “Leer o escribir es para mí un sol diminuto que nace en una página y me aleja de la muerte” y, al igual que muchos escritores, en determinado momento González decidió escribir en una lengua que no era la suya. “En el deseo de otra lengua está ya el deseo de ser otra, de habitar otro lenguaje, encontrar en él una llave para la puerta cerrada: el permiso para la invención […] Siempre somos otra persona en otro lenguaje y eso tiene un componente lúdico parecido al de la ficción”. Por supuesto que también hay un componente doloroso, “sobre todo cuando una vive en esa lengua como extranjera por algún tiempo”.
Es una obviedad que la lengua natal no se elige, aunque sí puede elegirse la literatura y, si en algo colabora el destierro es “en clarificar las elecciones de quien escribe”. Betina González cursó su magíster en Escritura Creativa en la Universidad de Texas y su doctorado en Literatura Latinoamericana en la Universidad de Pittsburgh. Fue en esta ciudad en la que los inviernos —“un ensayo general para la muerte”— duran cinco meses, la nieve es intensa y la noche cae a las cuatro de la tarde que la autora perdió las palabras, “algo que le ocurre a cualquier escritora que viva un tiempo en una comunidad de hablantes de otra lengua”.

Cuenta Cynthia Ozick —citada por González— que Kafka, que optó por la austeridad expresiva en su uso particular del alemán de Praga, “veía a los judíos que escribían en alemán como bestias atrapadas, ni en casa en su lengua natal ni extraños en ella. Se enfrentaban así con tres imposibilidades: la de no escribir, la de escribir en alemán y la de escribir de otra manera”. Para Betina, “hablar otra lengua es siempre una lección de realidad. […] Solo al pensar e imaginar en otro sistema, la condición de materia de la lengua natal aparece en su verdadera dimensión”. A ella, traducir sus propios textos le permitió entender mejor su modo de escribir en castellano, y sostiene que “cada escritora tiene sus razones para abandonar el territorio seguro de su lengua natal”. Después de seis años, la experiencia con la estabilidad que espanta la pasión, la academia y la exigencia por la especialización extrema que se dan en Estados Unidos hicieron que Betina decidiera volver a la Argentina, recuperara el refugio de la lengua propia y se cobijara una vez más en la escritura, “un modo de resistencia frente a los embates del mundo”.
La obligación de ser genial toma el título de una elaboración de Ricardo Piglia que González confiesa que ilumina de formas insospechadas su propia escritura. “La obligación de ser genial es la respuesta al lugar inferior, a la posición desplazada”, apuntó el escritor refiriéndose a Leopoldo Marechal, quien se aisló durante más de quince años en su casa. Para González, la frase es brillante: “la obra escrita en reclusión y en exclusión se rarifica, se ensimisma de un modo tal que no puede más que ser única. La respuesta del escritor excluido es la de una originalidad, una excentricidad extremas”. La autora sostiene que, a diferencia de todos los escritores varones, que no fueron desplazados o excluidos, la situación sí aplica a todas las mujeres escritoras. “Una escritora tiene siempre la obligación de ser genial, un escritor puede conformarse con ser bueno, aceptable o directamente mediocre pues incluso la mediocridad le ganará un espacio en el campo literario, espacio que ya estaba garantizado por la sola pertenencia de género”, explica.
En Cómo acabar con la escritura de las mujeres, Joanna Russ relata cómo las autoras cuyos textos rompían con los roles adjudicados socialmente fueron ninguneadas y castigadas con prohibiciones informales. González, ganadora del Premio Tusquets 2012, dice en este diálogo que hace con el presente —y que escribe en femenino (lectora, escritora, autora)— que la obligación de ser genial rara vez el tiempo sobra: “No basta con ser buena: hay que ser genial”, y sostiene que, en el campo cultural, el lugar de la escritora es por lo menos incómodo porque “lo primero que hace es poner a una escritora en su lugar, a través de diferentes prácticas y sentidos”.