La lírica nouvelle de Giani Stuparich es una magistral alegoría sobre la despedida y el duelo.

Maximiliano Crespi
Giani Stuparich (1891-1961)

En 1954, en una breve nota sobre El extranjero de Albert Camus, Roland Barthes definió lo que hasta hoy se entiende por novela solar. En esa breve recensión, el teórico francés afirma que el Sol, la fuerza de lo luminoso natural, es el elemento que en la ficción trastorna y recompone la percepción del personaje y tiene tal incidencia en sobre la situación que condiciona su actuación en momentos decisivos de la historia. “Los tres episodios de la novela (el entierro, la playa, el proceso) están dominados por esa presencia del Sol; el fuego solar funciona con el rigor mismo de la necesidad antigua”, dice Barthes. En ese rasgo específico de la ficción existencialista y de la que no podría excluirse La Náusea, el joven crítico francés identifica una persistente incidencia de connotaciones míticas atribuidas en el orden de la ficción a esa fuerza natural que se impone y altera la forma automatizada de las conductas humanas. Lo natural hace a lo inhumano.

Algo parecido ocurre en La isla, la novela breve de Giani Stuparich no porque la luminosidad turbe la lucidez del personaje al punto de llevarlo al crimen (como en la novela de Camus) sino porque una y otra vez lo devuelve a la experiencia primitiva del no saber. Cuando el sol cae a plomo, el resplandor de la luz solar sobre la arena y el mar se vuelve «insoportable» y produce un desequilibrio, tanto en el desarrollo de los acontecimientos como en la percepción de la “normalidad”. Dice Barthes: “ese [Sol] no fluidifica, sino que endurece, transforma toda la materia en metal, el mar en espada, la arena en acero, el gesto en asesinato: el sol es arma, lámina, triángulo, mutilación, se opone a la carne blanda y sorda del hombre”. La sordera es la de la automatización rutinaria de la percepción, contra la cual el Sol ejerce su poder profanador, que desactiva, neutraliza y pone a funcionar de otra manera y con otro sentido lo que, devolviendo a la quietud movimiento y plasticidad orgánica, los poetas latinos solían denominar el “curso de las cosas”.
Esta bella y melancólica novela de Giani Stuparich alegoriza sin duda la crisis de tradición cultural vivida por una generación de autores originarios de Trieste, que vivieron ese desarraigo como una crisis existencial. Scipio Slataper, Carlo Michelstaedter, Enrico Mreule y Carlo Stuparich (hermano de Giani) son algunos nombres de esa generación que experimentó ese momento de la historia con matices de angustia existencial —al punto que incluso empujó a algunos al suicidio (Michelstaedter) y a otros a la muerte en el campo de batalla durante los años de la Primera Guerra Mundial (como ocurrió con Slataper o con el propio Carlo Stuparich). Sobreviviente de esa generación diezmada, con el paso de los años Giani Stuparich se llegó a convertirse en uno de los más importantes referentes de la literatura triestana, elaborando el duelo existencial y generacional desde una literatura especial y obsesivamente centrada en la reflexión en torno a la decadencia, la enfermedad y la muerte.

La elegante brevedad y el pulso rigurosamente trágico de un texto como el de La isla son prueba indeleble de una poética y una metafísica desarrollada en torno los tópicos sensibles de la pérdida y del desengaño. Como en toda novela corta, hay siempre dos historias en la historia: la de un viaje de vuelta al origen y la de una despedida que se presenta bajo la forma de un duelo en vida. En el medio, como en las páginas del vernáculo “libro enterrado” de Mauro Libertella, la posibilidad y la imposibilidad de un legado.
La historia del vínculo filial entre padre e hijo se recupera en a partir de viaje juntos a la isla de Isquia, al momento en que el padre ha entrado en la fase terminal de su enfermedad. Padre e hijo vuelven a ese lugar donde la vida ha nacido, empujados por la inminencia de la muerte. Stuparich organiza el relato desde esos dos personajes, alternando sus dos puntos de vista —siempre impactados y afectados por la presencia de lo natural que, fundido en la forma de la metáfora solar, se impone como emblema mítico de una fuerza trascendente y absolutamente indiferente al dolor y a la conmiseración del pequeño ser humano. Como en la nouvelle de Camus, el ambiente creado es casi el de una suspensión hipnótica (“Reinaba una calma estática; se tenía la impresión de que el barco se había vuelto más ligero de golpe y de que apenas rozaba el agua”, escribe Stuparich). Es esa fuerza casi lírica la que, por contraste, revela absurdo el voluntarismo de intentar dar sentido al legado (dado o recibido) en función de nuestro propio lugar en el mundo. Como el oleaje del mar que llega a la orilla, el ritmo sosegado y sereno del relato produce el efecto de un flujo natural y armónico que lleva y trae la vida de los hombres.
La angustia del hijo no puede aliviar el sufrimiento del padre, y la voluntad del padre no conseguirá hacer cambiar al hijo de opinión. Pero nada de eso importa demasiado. El pasado y el futuro se vuelven simplemente inconcebibles bajo la luz cegadora de ese solo que cae a plomo. El duelo se realiza siempre en presente y, para uno y otro, en ese viaje juntos. La novela de Stuparich, como la de Mauro Libertella confluye en un punto certero. El legado es siempre incómodo y es, irónicamente, siempre irrenunciable.