El escritor de principios

Apuntes inconclusos para una teoría general sobre los comienzos en la literatura

DIEGO ERLAN

No sé contar chistes. Es raro, lo sé pero olvido detalles relevantes, me pierdo y empiezo a reírme previo al desenlace. De todos modos creo que lo más parecido a un chiste que cuento se lo robé a Groucho Marx. Y suelo repetirlo con bastante frecuencia porque es el único que me funciona: cada vez que postulo algo categórico, con seriedad y determinación concluyo: “Estos son mis principios. Y si no les gusta… tengo otros”. La gente suele reírse y pensar que adhiero a una especie de humor inglés bastante sutil e inteligente. Cuando se dan cuenta del fraude ya es demasiado tarde. No pretendía ser autorreferencial en estos apuntes pero la polisemia del título me hizo recordar esa cita de Marx y ese fulgor, indefectiblemente, me llevó a ensayar un comienzo que intentara atrapar al lector desde la primera frase: y todos sabemos que una primera oración confesional siempre rinde. Además, como la mayoría sospecha, sabemos que cuando se empieza a escribir desde el título las primeras líneas acostumbran a estar en diálogo con el mismo. Porque la idea proviene de ese lugar. Es su fuerza, su razón de ser y sin él no hay nada: a veces –reconozco– un texto sólo es un buen título. Nada más. Incluso todo este párrafo podría haber sido una simple nota al pie, borrada en la última corrección del texto final, sin embargo, esta larga y sinuosa introducción me dio tiempo también para reflexionar sobre esas primeras líneas de cualquier texto: de qué manera hablar de un tema poniendo al tema en cuestión.

Chéjov

Ahora bien, algunas preguntas que se acumulan: ¿qué características tienen esos inicios para atraernos, para impedir que soltemos un libro? ¿Tienen acaso algún secreto? Me acuerdo que una vez, en casa de Marina Mariasch, luego de haber ido a un concierto de Cat Power, jugamos a adivinar comienzos literarios. Veamos. “Nel mezzo del cammin di nostra vita/ mi ritrovai per una selva oscura,/ ché la diritta via era smarrita”. Hasta los que no saben italiano lo reconocen. Otro. “Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos paladar abajo hasta apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes.” Es extraordinaria la sensualidad que logra transmitir Nabokov en ese comienzo, en la precisa descripción del movimiento de la lengua para modular un nombre. Sigo: “Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar”; “Yo, Olga Orozco, desde tu corazón digo a todos que muero”; “En diciembre de 1978 hice el amor con una muchacha punk”; “Abril es el mes más cruel, que engendra/ lilas en la tierra muerta, que mezcla/ la memoria y el deseo, que agita/ las raíces secas con lluvias de primavera”; “Dije a aquel Paqui: –Procurá no morirte. A la tarde te ayudaré”; “Cuando esa mañana Personaje Iseka abrió los ojos, lo primero que vio fue un Soria”; “Mi padre murió hace cuatro años, un mediodía de octubre, en su departamento de dos ambientes en el que ahora vivo yo”; “Alguien debía haber calumniado a Josef K. porque, sin haber hecho nada malo, fue detenido una mañana”; “La historia no empieza así”; “Me voy hacia la luz/ me decía en un sueño mi padre muerto”; “No hacía ni tres horas que había llegado a Brighton cuando Hale supo que querían asesinarle”; “¿Hay una historia?” y así podríamos seguir hasta llegar al comienzo efectista de El buen soldado de Ford Madox Ford que tanto le gustaba a Piglia: “Esta es la historia más triste que jamás he oído”.

Es cierto. Algunos comienzos, como el de Madox Ford, funcionan como una trampa. Entiendo que plantear un ensayo (un principio de ensayo, desde luego, siempre algo inconcluso, meras anotaciones al margen que empiezan como una buena idea y terminan en nada) le correspondería a alguien intrépido como Francisco Bitar, por ejemplo, y hasta diría que estas líneas podrían leerse como una suerte de homenaje al maestro santafesino al que imagino ahora, entre pañales sucios y papeles sueltos, tirando él también su magia en una historia de aires shakespereanos para un amor que no pudo ser: “Punto y Coma habían nacido para estar juntos, pero nadie se los permitía”. Amos Oz lo dijo: “Empezar es difícil”. Una página en blanco es, en realidad, una pared encalada sin ninguna puerta ni ventana. Empezar a contar una historia –plantea el mago de Oz– es como tontear con una persona desconocida en un restaurante. Como la escena de Gurov al inicio de “La dama del perrito” de Antón Chéjov: el comienzo de casi todos los relatos es realmente un hueso, algo con lo que cortejar al perrito, que puede ser la única manera de acercarse a la dama. Es cierto, como plantea Stevenson, que nada provoca mayor desencanto al ser humano que descubrir los mecanismos y resortes de cualquier forma de arte. Nunca podremos aprehender las afinidades de la belleza porque se encuentran en un estrato de la naturaleza demasiado profundo y demasiado lejano, en los misteriosos orígenes del ser humano.

Al igual que Oz, Stevenson utiliza una metáfora arquitectónica para referirse a las palabras, que es el material con el que el escritor construye su palacio. “El primer mérito que nos atrae desde las páginas de un buen escritor o la charla de un conversador brillante es la elección correcta y el contraste idóneo de las palabras empleadas”. Advierte Stevenson que es extraña esa capacidad de agarrar una serie de bloques toscos que pueden utilizarse para cualquier cosa (la retórica judicial es enfática en el aspecto de oscurecer el lenguaje) y dotarlos, con sólo ponerlos en la posición adecuada, de los significados y matices más precisos, restablecerles su energía primigenia. ¿Qué nos acordamos de un comienzo? En la breve antología que planteamos antes se advierten algunas líneas: muchos comienzos, como el de Los Sorias de Laiseca, empiezan cuando un personaje abre los ojos, como si el relato fuera el despertar de un sueño intranquilo. Otros, en tanto, se preguntan sobre la historia, sus características o su imposibilidad de contarla. Por último, la contundencia dramática se traza en su máxima expresión con el arco entre la vida y la muerte. Todo principio es siempre una especie de contrato entre escritor y lector. Podemos plantear un lenguaje particular (que a su vez es un mundo) como sucede con el comienzo de uno de los grandes textos de la poesía de los 90 como es “La zanjita” de Juan Desiderio: “Meté la mano/ sacá lo hueso de poyo/ de la zanja/ meté la mano/ te cortaste lo dedo/ por sacar la mitá/ de lo cien peso/ de la tierra/ y sus tendones/ se vieron hermosos/ bajo el sol.” No siempre la primera línea que se escribe es la primera que terminará siendo la definitiva. A veces hay que darle vueltas y eso es trabajo: un minucioso, agotador y hermoso trabajo de reescritura. El drama de la página en blanco es un mito. Reconozco que tengo archivos con una sola línea. La primera y única de libros que están a punto de escribirse o ya están escritos en la cabeza pero les falta el minucioso y agotador y hermoso trabajo de bajarlos al papel. El problema, en ese punto es la distancia entre el texto que imaginamos y el que logramos escribir. Una distancia enorme. Otro escritor de principios es César Aira: él mismo confiesa que acumula comienzos de novela, que le encanta plantear los cimientos para una montaña rusa imaginativa, lanzar esa historia al espacio, esmerarse en una explosión inicial pero en algún punto del trabajo (minucioso, agotador y hermoso) no siempre consigue lo mismo con los finales. El mismo Aira reconoce que en muchas de sus novelitas le sucede que llega a un punto del relato en el que pierde interés y, a veces, los termina de una manera abrupta. Eso nos empuja a la otra cuestión trascendente: cómo terminar. No es otro tema sino parte del mismo porque como ya dijo Eliot: “cada frase, cada oración, es fin y es principio, todo poema es epitafio.”

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