Los ojos de Aby Warburg
En un cruce de historia del arte y neurociencia, David Freedberg se arriesgó a criticar el pensamiento de Aby Warburg. Aquí, con destreza, Valentín Díaz se propone desbaratar esa crítica aunque reconozca que ningún autor sea incuestionable.
VALENTÍN DÍAZ

1.
Llegar a ser capaces de señalar un límite del pensamiento de un autor admirado es una tarea no despreciable para la que, sin embargo, hay que estar a la altura y saber el riesgo que se corre. La dignidad de esa tarea radica en que, por un lado, permite calibrar y valorar las cosas de las que sí fue capaz, y por otro, permite pensar con delicadeza la tensión entre esa obra y la historia. Porque señalar ese límite –como en este caso, cuando David Freedberg señala, en Las máscaras de Aby Warburg, “lo que Warburg no vio”– es atravesar el tiempo histórico y redefinir, se quiera o no, una época del pasado en función de una expectativa actual: lo que está presupuesto allí es que se trata de aquello que alguien –en este caso Warburg– no vio pero que podría, incluso debería, o habría sido deseable que viera, desde las necesidades o exigencias que hoy tenemos con respecto a esa época, pero a la vez dentro de lo que en esa época era posible. Señalar ese límite es, en suma, hacer miméticamente el recorrido de aquel autor, seguir uno a uno sus pasos, volver a escribir una a una sus palabras y decir, haciendo su experiencia, cómo no vio eso que estaba a la vista, cómo pudo quedarse corto en el momento decisivo.

Pero Freedberg –exdirector del Instituto Warburg de Londres entre 2015 y 2017 y representante de una tendencia teórica que intenta mezclar historia del arte y neurociencia– propone en este libro (que reúne dos ensayos suyos de 2004 y 2005) una contradanza en la que acaba mareado. Porque el riesgo al que se expone el que intenta señalar el límite del gran pensador es la exhibición espectacular del propio. En el deslizamiento del comentario a la ficción crítica, en la construcción de una escena en la que se reproducen las condiciones de trabajo (condiciones conceptuales, históricas y también psicológicas), se pone en juego el alcance de la imaginación crítica y, si no se maneja esa escena con cuidado, se hace de las propias convicciones un límite para la evaluación del límite del otro. Y ahí todo está perdido. La serie de cuestionamientos que Freedberg, luego de haber estudiado a su turno a los indios pueblo, hace de la célebre conferencia de Warburg sobre el ritual de la serpiente –pronunciada 27 años después de haber visitado los Estados Unidos y de haber experimentado en presente una escena originaria del humano y con ella la tensión entre el paganismo y la cultura clásica, como prueba de su sanación (luego de un colapso nervioso) en la clínica de Kreuzlingen– es por ello un relato de los límites de la propia lectura en el que cada señalamiento de los fantasmas de Warburg es en realidad una danza afantasmada en la que al final ya no se sabe qué fantasma corresponde a quién.
Y quizás Freedberg no hace más que exponer los suyos cada vez que deja ver su insistencia clasicista (tan obsesiva como la de Warburg con las serpientes). En torno a ese límite se organiza todo el resto de las objeciones. La idea inicial es que “Warburg no entendió el elemento central de todas las danzas pueblo” porque estaba dominado por la necesidad de encontrar supervivencias modernas para sus estudios de paganismo primitivo. Pero en el desarrollo de esas objeciones, Freedberg se va desplazando en una hipótesis móvil entre la imposibilidad, la falta de voluntad y la patología (Warburg no podía ver por sus limitaciones, no quería ver por falta de interés en el otro, o simplemente estaba ciego de locura). Se trata de una “visión etnocentrista”, desde ya, pero de pronto determinada menos por el imperialismo cultural que por “sus demonios”. Por ello Warburg es en el argumento de Freedberg, de pronto, víctima: “su torturado punto de vista”. Pero luego está dominado por un “afán de ver únicamente lo que tenía necesidad de ver”, y luego es sujeto de una “obsesión con los pueblo” surgida de “una profunda represión”, “el rechazo de su propio judaísmo” y luego, invirtiendo la causalidad, Warburg en realidad “rechazó su pasado judío con el fin de idealizar al indio”.
2
Ahora bien, lo que pareciera en principio ser una despiadada lectura de la conferencia de Warburg, se revela de pronto como una disputa con algunas formas de herencia, contra “los admiradores modernos” de un Warburg “idolatrado”. Es decir, el objeto casi no nombrado de la crítica de Freedberg es la línea de lectura encabezada por Georges Didi-Huberman y en no menor medida Giorgio Agamben (con sus diferencias, irrelevantes en este punto), línea a la que Freedberg alude por momentos a través de Philippe-Alain Michaud. Y lo que pareciera irritar más a Freedberg no es lo que inicialmente señala (la falta de especificidad en la mirada de Warburg y la falta de rigor en sus herederos contemporáneos para descubrir esa falencia) sino el fundamento de su mirada, un hilo del que esos modernos habrían tirado.

Porque tal como Freedberg admite, la conferencia de Warburg lejos está de ser la intervención de un especialista en los indios pueblo. Warburg no es un etnógrafo. Apenas se preparó antes de viajar con la lectura de una breve bibliografía. Y así lo señala Warburg: su texto es un “relato” sobre recuerdos y una revisión de las fotografías que trajo consigo. ¿Cuál es entonces el verdadero problema?
El verdadero problema es que en la línea didi-hubermaniana, así como en la agambeniana lo que se demuele es el Warburg clasicista y se propone una idea perturbada y no armónica del Renacimiento. Ante esto, amonesta Freedberg: “Si se hubiera quedado con el viejo paradigma wincklemanniano del ideal de la serenidad habría entendido mejor aquello que estaba contemplando” y gracias a ello, se hubiese curado: “esto lo habría calmado”. Y además, habría depurado su idea del Renacimiento: “Warburg habría podido encontrar la supervivencia de lo verdaderamente clásico”. La represión del elemento anti-clásico se traduce a su vez en la intolerancia con respecto a la locura de Warburg: “tal pensamiento es un claro síntoma de la bipolaridad de Warburg”, “el candor típico de los deprimidos”. E incluso en una sanción moral: Warburg fue un “joven lascivo”. Allí se pierden incluso las objeciones más serias: por qué no incorporó a su archivo –al Atlas– los cuadros de los indios, por qué no analizó más profundamente los conflictos políticos y la persecución estatal a los indios (aunque bien leída la conferencia, esos elementos están presentes).

No, la danza de los pueblo y los anazasi es –según Freedberg– estática y serena. Su arquitectura es racional y funcional. La cultura de los indios pueblo es naturalmente clásica. Los anteojos winckelmannianos permiten, en suma, ver la verdad. Como si lo clásico fuera universalizable. Freedberg termina así, pese a intentar tomar distancia de aquellas lecturas, llegando por otras vías a la misma depuración clasicista operada por Gombrich y Panofsky.
Desde ya esto no debe conducir a la idea de que Warburg es incuestionable. Sin ir más lejos, a cada paso dado por Warburg siempre aparece Benjamin (que intentó sin éxito vincularse con el círculo Warburg y fue enfáticamente despreciado) para mostrar ese paso más que podría haber dado, para hacer ver cómo aquellas intuiciones teóricas eran el fundamento de una filosofía completa, para mostrar que había alguien que, simplemente, con conceptos similares, escribía mejor, pensaba un poco más y estaba menos aferrado a una cultura clásica como último refugio de la razón y el control con la que de un modo u otro había que rendir cuentas.
3
Hay una foto del viaje de Warburg sobre la que Freedberg insiste. En ella (reproducida en el libro, que incluye 80 imágenes de gran calidad, entre las que están las del propio Warburg, y un apéndice con los Ricordi de Warburg del período), el autor posa con una máscara sobre la cabeza. Freedberg la considera “vergonzosa”: “algunas veces parece que lo más lejos que llegó Warburg fue a ponerse, de manera ofensiva, una máscara kachina encima de la cabeza, en una de las fotografías más vergonzosas que trajo consigo. Si se hubiese puesto la máscara sobre el rostro, tal como debería haber hecho, y tal como lo requería la danza, habría mirado a través de diferentes ojos”.
“Si [Warburg] se hubiese puesto la máscara sobre el rostro, tal como debería haber hecho, y tal como lo requería la danza, habría mirado a través de diferentes ojos”
David Freedberg
Ponerse mal la máscara, ponérsela a medias… Warburg reflexiona en el texto sobre el acto de enmascararse y –en contra de lo que Freedberg lee allí– ese acto es la única forma de respetuosa distancia ética que quizás Warburg concibió: “Al enmascararse, el cazador o el agricultor imita a la presa –se trate de un animal o del fruto de la tierra– creyendo que, mediante una misteriosa transformación mimética, será capaz de obtener los frutos de su ardua labor cotidiana como cazador y agricultor”. Warburg se abstiene de una mímesis que no podría no resultar paródica. En cambio, Warburg prefiere otra mímesis y posa de cowboy junto a un indio. Es ésa quizás la foto (portada de la edición castellana del libro) que reclama una lectura ética donde una vez más la literatura o el pensamiento surge en el pliegue de los viajes coloniales (comerciales, científicos, militares) y se proponen inventar otra cosa.
Obsesionado con ver lo que el Warburg de sus herederos modernos no puede ver, Freedberg termina no viendo mucho de lo que Warburg sí había visto, fundamentalmente algo que no había previsto como experiencia anacrónica: la superposición de tiempos y tradiciones que resulta de la doble estratificación y de tres experiencias temporales superpuestas, tan radicalmente contemporáneas (es un momento clave de la expansión norteamericana) como arcaicas, la auténtica “hibridación” que experimentan en ese momento los pueblo. Escribe Warburg: “a partir del siglo XVI el núcleo original americano fue cubierto con una capa hispano-católica, que a su vez fue interrumpida violentamente a finales del siglo XVII. Por encima de esas dos capas se extiende un tercer manto, constituido por la educación norteamericana”. Al perderse ese plano, Freedberg no puede leer lo que sí narra Warburg: un relato sin espacio para la piedad que participa de una tradición (los viajes y los exploradores) que hacen, sí, el ridículo, sacan fotos tontas, son víctimas del robo (a Warburg le roban el vino), pero saben, también, que el otro tiene un saber inaccesible, que es una potencia de contraconquista, como cuando Warburg asiste al cura en una misa y piensa que probablemente el intérprete que tradujo frase a frase el sermón “bien pudo haber dicho lo que quisiera”.