La edición de los Cuentos completos de Leopoldo María Panero (Páginas de Espuma) lo muestra como un escritor único y extraordinario.
FERNANDO KRAPP

Uno de los hitos de la historia del documental se llama El Desencanto. Fue una película española estrenada en el año 1976 dirigida por Jaime Chávarri; una de las películas pioneras en documentar y revelar las relaciones enfermas en los lazos familiares, hoy tan de moda. La premisa era muy sencilla: retratar la caída estrepitosa de una de las familias más importantes de la movida cultural española durante el franquismo. El apellido de la familia era Panero y el padre, el gran poeta falangista Leopoldo Panero, hacía muy poco tiempo que había muerto. Quedaba su esposa Felicidad Blanc y sus tres hijos, Leopoldo María, Juan Luis y el menor, el Michi.
La película es un hito porque con muy pocos elementos se las ingenia para construir una red de conversaciones, declaraciones y acusaciones cruzadas en el seno de una familia aristocrática. Y en ese cruce de amenazas y reclamos se ven las grietas por donde el régimen franquista iba a terminar de caer. La metafórica casa de los Panero es muy similar a la casa de las Grey Gardens de los hermanos Maysles; una casa destruida, gótica, que sostiene en los cimientos el peso oscuro de las mentiras, la hipocresía y la corrupción familiar. El Michi Panero estaba loco, fue un escritor y poeta, y se sumó a lo que se conoció como “la movida madrileña”, en donde abrió bares y restaurantes, convirtiéndose en una de las figuras claves de la contracultura española en los años de transición post franquista (hasta Nacho Vegas le dedicó una canción). Juan Luis era un paranoico, también poeta, aunque de espíritu aventurero; educado en Londres, viajó por sudamérica durante varios años hasta conocer a Octavio Paz y a Jorge Luis Borges.

De los tres, Leopoldo María Panero es quien construyó una obra sólida, tanto como poeta, traductor y narrador. Entre sus traducciones se cuenta la de Adios a Berlín de Christopher Isherwood, además de la que hizo de la obra de Lewis Carroll. Como poeta, formó parte del movimiento “novísimo”y fue también un arquetipo del “malditismo”, un poeta loco que exploró sin prejuicios en pleno franquismo su sexualidad y las drogas. Viajó por la India, estuvo en Tánger y frecuentó durante años diversos hospicios. Dueño de una oratoria y una retórica impecable, los pasajes más memorables de El Desencanto son los que él habla. En la película, dice que sus dos hermanos depositaron en él toda la locura y la paranoia que estaba radicada en ellos mismos, y cuyo germen no era otro que la envidia. Al momento de su estreno, El Desencanto fue censurado por las declaraciones que hizo Leopoldo María Panero de sus experiencias sexuales con otros internos cuando estaba en un hospicio.
Los relatos de El lugar del hijo y Palabras de un Asesino, reunidos en Cuentos completos que felizmente Páginas de Espuma distribuye ahora en Argentina, se leen por un lado con el sabor remanido del rescate editorial, pero por el otro como un regreso a esa época convulsionada y contradictoria que vivieron los jóvenes hacia el final del franquismo. La forma que encuentra Panero de narrar su época (de habitarla) es en una relectura del género de horror. Porque si bien se afilió al partido comunista durante su juventud y abrazó el hippismo americano casi como un beatnik, sus cuentos son tradicionales. Podríamos asociarlos al decadentismo francés de fines del siglo XIX; son cuentos de terror clásicos, con elementos de las mitologías y del folclore americano, que buscan inspiración en la tradición medieval europea mezclando el lenguaje de la herencia pasada con el discurso contrariado de la ciencia.En sus cuentos siempre alguien descubre una grieta por la que se filtra algún tipo de mal o de temor. La locura, sujeta a las convenciones de la norma y de la cordura, duda de su propia exposición literaria. Así, un hombre que odia a su mujer decide adoptar a un chico con quien mantiene una relación tensa y misteriosa hasta descubrir que el chico es un dios acuático. En “Cuatro variaciones sobre el filicidio” asistimos a una serie de impresiones sobre la prisión del Conte Ugolino en la Génova de 1284. En “Mi Madre”, un hombre parte hacia el Amazonas tras los pasos de su padre científico hasta encontrar un mundo de horror más cercano a Lovecraft que a Conrad. Las adaptaciones o variaciones son cruciales en las relecturas que hace Panero del género que escribe como si se tratara de un traductor porque, como él mismo aseguró, la traducción es más una corrección que una trasposición de una lengua hacia la otra. Reescribe a Fitz-James O´Brien y plantea reescrituras en clave de guión cinematográfico de Peter Pan.

El relato más complejo es “Allá donde un hombre muere” que tiene ecos del Conde de Lautréamont y del Marqués de Sade cuya extensión sobrepasa a un cuento corto. Es donde Panero se libera de las convenciones del relato de horror clásico (una realidad que se quiebra y en cuyo quiebre el lenguaje no alcanza para nombrar el estupor), y se rinde a una lengua desaforada y desnuda; una lengua que se desata ante las visiones animales de orgías, de sexo y descontrol en un marco de relato medieval. Panero exacerba su uso magistral del español –cultivado durante años tanto en las mejores universidades españolas y francesas, como en los pasillos más oscuros de Madrid, Marruecos y el Oriente Próximo, en donde se llenó las venas con heroína– para contar la deriva de un narrador en relatos que enmarcan otros relatos. El Panero que se ve y se escucha en El Desencanto se puede ver y escuchar, de trasfondo y camuflado, en sus cuentos. El desencanto está relacionado con la decadencia de una institución (la familiar) que se cuela por todos los vestigios y los lazos sociales que su literatura toca. Leemos a Panero con la misma perplejidad que leemos a Poe, a Lovecraft, a Lem y a Philip K. Dick, y con la certeza de que quien narra el horror lo cuenta no como un lector o un mero traductor, sino como un testigo clave de lo siniestro. Aunque lo siniestro, para Panero, no está oculto en los pliegues del lenguaje ni en las relaciones psicopáticas de una familia disfuncional. Es lo que está ahí: delante de los ojos. Eso que vemos cada vez que salimos a la calle y que no nos animamos a mirar de frente; porque lo que entendemos como “lo real”, para Panero, ha muerto, y como él mismo señala, “toda la realidad ha muerto al tiempo que toda creencia, el espacio en el que se vive no puede producir terror, porque es el terror mismo”.