El retorno de Stefan Zweig

La editorial Acantilado reedita la obra de uno de los grandes y relegados autores de la primera mitad del siglo XX.

Luis Gusmán
Stefan Zweig

La reedición de las obras de Stefan Zweig a cargo del sello editorial Acantilado devuelve a la palabra “acontecimiento” todo el peso que la contemporaneidad cultural (atada a la fugacidad de la noticia periodística y a la instantaneidad de las redes sociales) parece haberle arrebatado. Es realmente un acontecimiento cultural significativo el arrancar a un autor de su invisibilidad ordinaria y reactivarlo en una nueva circulación. Un acontecimiento político, porque es volver a poner una obra de cara a la impredecible interacción con lecturas que la recrean y actualizan en tiempo presente.

Quizá convenga recordar que Zweig fue un autor de nuestras madres, ya que sus libros producían en ellas Confusión de sentimientos e Impaciencia del corazón, solo para nombrar dos de sus títulos más populares hasta mediados del siglo pasado. Había nacido en 1881; un año antes que James Joyce (1882) y dos antes que Franz Kafka (1883). Diez años antes que él había nacido Marcel Proust, y seis el indiscutible “dueño de la lengua alemana”: Thomas Mann. Zweig no iba a disponer de una lengua propia llevándola al borde de sus posibilidades, como lo hizo Joyce; ni a crear un mundo propio dentro de la lengua extranjera, como hizo Kafka; ni pudo apropiarse del detalle que hace único al universo proustiano; ni detento del oficio y el valor para desplegar ese clasicismo universal que hace de Mann el dueño de su lengua. En ese extraordinario mapa literario era natural que Zweig fuera un paria, un escritor “menor”, confinado a la novela psicológica.
La literatura suele producir esos equívocos. Entonces el destino de Zwieg (de ser un escritor menor y popular) se le volvió inevitable. A veces tienen que pasar años para una obra tenga la ocasión de ser releída y acaso reubicada en la cartografía literaria que la convoca. Eso sucede con actualmente Zweig y la reedición de sus obras es en efecto una prueba de ello.

Seamos justos: aun siendo un escritor “menor” y popular Zweig recibió cierto reconocimiento en su época. De su amigo Joseph Roth, sin duda. Pero también del Dr. Sigmund Freud, en especial por su nouvelle titulada Veinticuatro horas en la vida de una mujer, una historia que sucede en Montecarlo en un día y cuyos protagonistas son un jugador del casino y una mujer enigmática que se cruzan para vivir el comienzo y el fin de una aventura. Ni un solo beso, pero todo está en el aire. El amor la salvación, el encuentro y la despedida.  Leída hoy, esa novela breve nos hace preguntarnos cuándo los autores de este tiempo tendrán el coraje para hablar de los sentimientos sin afectación, sin avergonzarse de la emoción genuina y sin dejar que sus personajes acaben devorados por la escritura. Para extender esa pregunta podría detenerme en Novela de ajedrez, ese relato que ahora releo y redescubro consolidado a partir de una decisión poética sumamente eficaz, que tiene y cuenta el vértigo demorado de cada pieza inmóvil hasta que se pone en movimiento (con una intensidad que puede parecer abrupta pero que está siempre atada a una cadencia), en consonancia con la propia deriva de la partida. Esa misma técnica está también en otros trabajos de Zweig. Es como si escribiera —al mismo tiempo y con la misma estrategia narrativa— sus biografías (María Estuardo, Joseph Fouché, Américo Vespucio o Michel de Montaigne, sólo por nombrar algunas) y sus ficciones. Como si cada género le despejara el camino al otro. Como si los grandes personajes históricos cedieran paso y allanaran el camino a las vidas de los seres más insignificantes. Y viceversa.

Pero me interesa subrayar especialmente en esta nota la singularidad de una nouvelle que, en un en un género tan transitado y en un tema tan y tantas veces escrito, se recorta con una verdad tan filosa que hiere el corazón del lector. Me refiero a Mendel, el de los libros. En esa inolvidable narración, el personaje central es un judío que, en una mesa apartada del Café Gluck, se despega de sí mismo y se observa como desde afuera: “De modo que allí estaba yo sentado, a punto de caer en esa pasividad indolente que, como un narcótico, irradia todo auténtico café vienés”. Así se pronuncia el narrador que describe a Mendel inmerso en la experiencia de la lectura: un hombre que lee a la manera talmúdica; es decir, entre el rezo y el canto de arrullo: “Allí, en aquella mesa y sólo en ella, leía él sus catálogos y sus libros tal y como le había enseñado en la escuela talmúdica, canturreando en voz baja y balanceándose: una cuna negra bamboleante”. Mendel lee y se lee en un registro absoluto: como se ora ante un Dios y como se le canta a un niño.
Sólo Stefan Zweig es capaz de tal simpleza descriptiva. Sólo él es capaz de dar a una escena de lectura una belleza deslumbrarte y condensada; una escena en que las palabras son puestas en movimiento, al punto que musitan en sus labios y, desatando ese canturreo casi místico, escapan a la inmovilidad de la simple descripción de una imagen.  La cuna negra (metáfora cromática que en principio alude a su vestimenta) evoca no sólo la cadencia de ese movimiento, sino también sus efectos en el lector: la dulzura casi adormecedora de la canción de cuna.
Pero Mendel no leía como leen quienes buscan “alimento espiritual”, ni leía como leen quienes ansían “apropiarse de un saber” en ese mundo narrativo; leía como leen los anticuarios que están inventariando la existencia: “Aquella memoria específica retenía precios, páginas, créditos (que) atraían su atención”. Se lo podría considerar incluso como un precursor del Funes borgeano, en tanto no puede evitar el recuerdo exacto de cada línea de lo leído, no por efecto de una repetición monótona al oído (que una y otra vez sigue oyendo esas palabras), sino por la gracia de una perversión óptica: la refracción. 

En el relato de Zweig, ese peculiar lector llamado Mendel es enviado a un campo de concentración tras ser acusado de conspirar con los enemigos del Imperio Austro-húngaro. Insólitamente, allí prisionero comienza a recibir correspondencia de sus clientes de todo el mundo. Envuelto en los engranajes de esa máquina paranoica desplegada en el campo, los sobres, los nombres, las direcciones se le vuelven algo más de lo que son: se le presentan como claves en las que se cifran los mensajes del enemigo. No cometeré la imprudencia de anticipar el desenlace de la trama; pero, sin temor a equivocarme, me limitaré a afirmar que en esa novela —escrita en 1929— Zweig supo captar un cierto estado de la lengua y de la imaginación histórica que, como en una pesadilla premonitoria, esbozaba imágenes del desastre por venir. Cautivo en ese campo, Mendel sufrió el tormento que más había temido: la privación de leer.
Antes que un escritor, Stefan Zweig fue un lector empedernido. Como demuestran los artículos y ensayos reunidos en Encuentros con libros, plasmó por escrito y con absoluta franqueza sus agudas observaciones como lector tanto en las reseñas que publicó en la prensa como en epílogos y prólogos que escribió por encargo para numerosas ediciones de obras de autores con los que no necesariamente congeniaba. A diferencia de Borges, que sólo lee la similitud y la repetición, Zweig tenía la capacidad de leer en el texto del otro lo que el otro producía como diferencia. Encuentros con libros es su valija de Frankenstein porque allí está su novela de formación como lector, sus afinidades y sus disidencias. Pero sobre todo allí está lo que para él y para Mendel representa la palabra de los otros: la posibilidad de no estar solo en un mundo que se encamina con los ojos vendados a su propia destrucción. Para decirlo con Zweig: “desde que existe el libro nadie está ya completamente solo, sin otra perspectiva que la que le ofrece su propio punto de vista, pues tiene al alcance de su mano el presente y el pasado, el pensar y el sentir de toda la humanidad”.