La primera novela de Julia Kornberg la proyecta como una escritora audaz y sumamente singular.

Paula Puebla
Julia Kornberg

Desenfado, astucia, ironía. Vidas anodinas, empachos ABC1, agujeros existenciales. La familia, la soledad, la búsqueda. La comunidad, el encierro y el “ya fue todo”. La primera novela de Julia Kornberg apunta hacia arriba y dispara. Con sus preguntas y sus suspicacias, con sentencias que apelan a atentar contra el poder, da en el blanco de un universo al que se lo suele dejar tranquilo, bañado de una imaginación de impunidades y silencios. Atomizado Berlín (Club Hem) condensa la contramarcha de una época que se rige bajo estrictos protocolos editoriales y desafía la ola (de dimensiones bíblicas) de los buenos pensamientos. Con una prosa que contagia —llena de argot, anglicismos y memes—, la narración ubica a su autora como una de las voces jóvenes más subversivas de la literatura argentina del presente.
Kornberg, egresada de Letras en la UBA, hoy vive en Nueva York. Estudia y trabaja en Princeton donde realiza un doctorado en literatura latinoamericana.

La novela se abre con una primera contradicción, en realidad, con un juego de oposiciones muy fuerte. Por un lado, el estallido del 2001, la crisis, los muertos. Y por el otro, la mudanza de los Goldstein a Nordelta. ¿Qué te atrajo de este contraste, de esa coyuntura en particular?
— Hay varias cosas. Por un lado, la crisis del 2001 es, para la gente de mi generación y un poco más grande también, un momento de memoria colectiva muy fuerte, de articulación de la memoria política. Eso es algo que me interesaba para pensar el libro, cómo se vive a través de la historia y las catástrofes, y cuando esas catástrofes te pasan por al lado o cuando son determinantes de tu experiencia de vida. Con los Goldstein, me interesaba saber qué pasaba cuando esa memoria estaba eludida. Además de ser el momento en el cual se articulan un montón de problemas de desigualdad, de precarización económica y política, hay toda una clase social que no solamente la pasa bien sino que se afianza. Hay proyectos como el de Nordelta que más o menos surgen en ese momento. Entonces me interesaba pensar acerca de eso, ¿no? Un espacio como el de los countries, que es un poco un paraíso utópico de la burguesía, que tiene un montón de condiciones que se parecen a lo urbano pero que están absolutamente desligados de eso. Si vivías en la ciudad, lo del 2001 era ineludible. Yo crecí en Colegiales y re-no me enteré de lo que estaba pasando en 2001 pero estaba ahí. Y si hago memoria, si recuerdo ciertos momentos de la infancia, hay marcas muy específicas de la urbanidad que en aquel entonces se volvieron ineludibles, pero si vivís en Nordelta no. Eso me interesaba, las utopías de la burguesía contemporánea de poder estar más allá de la historia. Creo que es en lo que fracasan los personajes.

La historia no los atraviesa, ¿no?
— Claro. En el lugar country también está esta idea de que fundan un país.Tienen sus reglas, su seguridad. También porque Buenos Aires se había empezado a volver muy inseguro y el country era un lugar apartado de eso. Aunque más o menos por esa época pasó lo de García Belsunce, la inseguridad llegaba a los regios.

En ese marco, el del marco privado que narrás, se mueven los Goldstein. Ese padre, esa madre, y esos tres hermanos. Entre tanto retrato costumbrista, tanto relato de las clases medias por las clases medias —por sintetizarlo de una manera arbitraria—, ¿qué te parecía que podía generar el hecho de indagar ahí donde se supone que no hay que indagar? Lo digo por el poder, por la barrera misma que propone el country, por el modelo de la exclusión, del adentro y el afuera.
— Una buena parte de la literatura argentina a partir del Martín Fierro se formula a partir de esa idea de poder darle voz a las clases bajas. Me parece que a mí eso no me sale, me encantaría, pero no. Y hacerlo me hubiera parecido menos honesto de mi parte.
Creo que hay un potencial político en poder pensar y satirizar a las clases altas. Un poco porque tener un enemigo apartado y sobre el cual no se indaga es improductivo. Y otro poco porque, no sé, puede ser divertido, entretenido.
A mí me gusta mucho Balzac, y Balzac es un tipo que produjo cien novelas que son cien tipologías de París. Armar esa tipología de París es lo que permite un cierto potencial; para Lukács era revolucionario, para mí por lo menos es político trabajar sobre esa aristocracia.

Leí un tweet tuyo que decía que escribís “sobre chetos déclassé porque, como cheta, la alternativa de emular pobreza falsa me parece muy poco digna”. Me parece que viene en continuidad con esto que decías, no adquirir una posición impostada de tu parte, aunque la impostura en las letras abunde, ¿no?
— Sí, está lleno. Supongo que también tiene que ver con la circulación que tienen de las letras argentinas y latinoamericanas en el mundo, ¿no? En países como Estados Unidos, todo el tiempo se leen textos de Latinoamérica que hablan de los pobres, de la violencia narco, de las dictaduras. Que es cierto, existen, por supuesto son problemas relevantes, de magnitud, pero que me parece que nos estamos perdiendo otra parte que es muy importante y muy interesante, un material literario muy rico. Eso es lo que me interesaba y me interesa, es por dónde yo puedo pensar una intervención un poco más genuina. Porque también creo que hay una violencia cuando alguien que viene de San Isidro o Pilar, decide ponerse un poncho y decir “así hablan los gauchos”. Entre otras cosas, eso implica que los gauchos no pueden hablar por sí mismos. Puede haber resoluciones interesantes igual. Como Puig, por ejemplo, que grababa directamente y transcribía.

Que el latino haga “su gracia de latino”, ¿no?
— Me aburre muchísimo y también es medio raro para los argentinos, tan acostumbrados a nuestro pequeño mundo de psicoanálisis, de pronto tener que cumplir esa norma. Pero también es cierto que es la literatura que más se vende, y hay pocos casos que se salgan de eso. Creo que Bolaño es el único gran hit que pudo hacerlo.
En la última novela de Pola Oloixarac un poco aparece eso, hay una conferencia, creo que en Suecia, donde el narrador cuenta que la señora de Israel está hablando del holocausto, el señor de irán está hablando de su vida como refugiado, y los latinos ricos que son de Miraflores, Buenos Aires y México están hablando de los pobres.

Regreso e insisto con esos tres hermanos, con la singularidad de sus historias. Y de ese afuera que salieron a buscar. ¿De qué se despegaron Jeremías, Mateo y Nina? ¿Qué pensás que salieron a buscar?
— Creo que se despegaron de la vida que tenían pautada. En general, en esas clases sociales, cualquiera que pertenezca a una familia tipo tiene unos pasos a seguir y una serie de caminos que puede hacer, prever desde la adolescencia. A mí me interesaba ver qué pasaba cuando uno decidía activamente eludirlo. Como Jeremías, que entra al Colegio Nacional Buenos Aires, que servía para sacarlo del espacio de Nordelta. Creo que cuando a uno se le sugieren caminos de vidas posibles, que no son los que están determinados, hay una potencia narrativa. A partir de esa crisis empieza un momento no previsto, que es lo interesante de narrar a estos personajes.

¿Fueron a buscar un destino propio?
— Puede ser. Otra hipótesis es que esa vida está un poco agotada, ¿no? El universo de Nordelta, del country, de la familia tipo, después del 2001, con la entrada del siglo XXI ya no es sostenible. Esto no es necesariamente cierto, porque siguen existiendo chetos que se casan a los 25 años y que generan familias, etcétera, pero hay algo de la familia y del poder económico que está en crisis. Hasta los chetos están en caída. Es un momento económico que nos precariza a todos y destruye todo a su camino, con lo cual la familia también está en decadencia.

A lo largo de la novela, narrás esta especie de éxodo juvenil por diversos lugares. De Punta del Este a Tel Aviv, de Gaza a Berlín, pasando por París, etcétera. ¿Cómo elegiste esos escenarios? ¿Por qué?
— Creo que fue simplemente por el momento de producción. La novela la empecé a escribir en Israel y después estuve dando vueltas por Europa, escribí en los lugares que iba visitando, en trenes, lugares de tránsito. Entonces surgió a partir de eso, lugares que conocía bien, lugares que me interesaban históricamente. Bueno, aunque Punta del Este no conozco muy bien. Pero me parecía una continuación de Nordelta por otros medios.

La sensación a medida que uno avanza con la lectura es la de una novela que avanza sobre la descomposición, de una familia que hizo lo que pudo mientras pudo, que a su vez se hace carne en cada uno de esos hijos de una manera distinta. ¿Coincidirías conmigo en que tratás la descomposición, la decadencia, el derrape?
— Sí, totalmente. Creo que tiene que ver con lo que decíamos antes de la idea de la crisis de lo comunitario. La palabra atomizado surgió mucho después de la escritura de la novela, pero me parece muy descriptiva de los tiempos que corren. Tiene, sobre todo, sustentos económicos claros, no por ser una marxista pesada, pero me parece que las épocas en las que vivimos la bajada de línea estructural es para descomponer los vínculos familiares, sociales, de pareja, comunitarios. Y sí creo que esa es una preocupación que tiene la novela, el cómo hacemos para mantenernos conectados en este mundo que se está cayendo a pedazos.
La mayor parte de mis amigos y familiares viven todos por ahí, no están todos en un solo lugar como era antes, en el pueblo, en Nordelta, en el shtetl. Ahora hay una persona en Japón, otra se tuvo que ir a Corea del Norte porque pegó un laburo, otra quedó en Buenos Aires, pero es uno el que está en otro lugar.

Algo que apareció en la contratapa del libro, y también en algunas reseñas que se hicieron, y es la palabra generación. Y una operación muy piola que hiciste es que pusiste a actuar a tu generación en el futuro, como para mostrar sus puntos ciegos, casi como advertencia de que todo lo que no estamos haciendo ahora, dentro de unos años, se nos va a venir en contra. ¿Qué hace a una generación para vos?
— No sé si puedo hablar por una generación. Pero me pregunto hablando con vos si no será una cuestión, justamente, de cómo imaginamos el futuro. Las generaciones están marcadas por el tipo de ideal o de futuro proyectado que tienen. Mi generación, que es una generación muy post caída del muro de Berlín, post caída de las Torres Gemelas, post 2001, está anclada en un imaginario apocalíptico. Si creciste viendo las imágenes del 2001, es medio imposible que el futuro vaya a ser mejor: de acá en adelante todo es decadencia. Esa es una forma posible de pensarla a la generación, cómo nos imaginamos el futuro, o la falta de.

Pienso que detrás de ese gesto algo cínico que tiene la novela, de estar más allá de todo, de los personajes mismos, de los pares, de la comunidad judía, de los que viven en Nordelta, puede haber inscripta una tristeza. Por esto que decís de la falta de futuro.
— Hay algo que se rompió en la generación de nuestros padres, ¿no? Hay cierta nostalgia en ese sentido. En el primer capítulo, incluso aparece un socialista…

[Risas] Un chico del Partido Obrero.
— [Risas] Es cierto que alguien que tenía imaginarios emancipatorios en los ochenta, en los setenta, en los sesenta o en los veinte, ahora se vuelve un poco ridículo. Eso es muy triste porque sería maravilloso poder tener imaginarios emancipatorios ahora, poder decir que el mundo va a ser mejor y que el capitalismo se va a terminar. Pero es difícil y se siente pavote, muy de loser.

Muy testimonial, ¿no?
— Sí, por un lado, está la realpolitik, sí; pero, por otro lado, ¿cómo pensás el futuro?

¿Qué es un libro para vos?
— Supongo que es una forma de intervenir de forma productiva en ciertas conversaciones y preguntas que están circulando. También pueden ser dos papeles con un montón de papeles en el medio.