Los orígenes de Nick Land, el filósofo de la ilustración oscura.

DIEGO ERLAN

Noches atrás me quedé mirando videos aleatorios de Carlos Busqued por YouTube. Su muerte absurda nos impidió seguir encontrándonos con él en algún colectivo rumbo a Santa Fe, encontrarlo riendo detrás de las páginas de un periódico sensacionalista paraguayo como “Esto”, luego de leer insólitos casos de masacres y asesinatos y violaciones, esa muerte nos privó además de seguir encontrando en nuevas páginas esa mirada fascinada por las zonas oscuras de la esquizofrenia contemporánea. Recupero aquí una entrevista particular, una tipo pingpong que le hacen al poco tiempo de publicar Bajo este sol tremendo. Entre varias de sus repuestas antológicas hay una que viene al caso para estos apuntes y es la que se refiere a sus elecciones ideológicas: Busqued decía que eligía la izquierda para votar pero a la derecha para sumergirse en su maraña de ideas reaccionarias e historias delirantes porque detrás de todas esas ideas e historias siempre hay gente con heridas muy profundas. Sin duda entender a esa gente, para él, resultaba el verdadero desafío.

La sensibilidad de Busqued lo impulsaba a buscar la persona detrás de esos personajes despreciables que al escucharlos vociferar consignas hiperreaccionarias por televisión pueden despertar alguna mueca de gracia que enseguida muta en pánico cuando caemos en la cuenta de la gravedad de lo que dicen, de la seriedad con lo que lo plantean, y de que consideran que aquello que suscriben es su verdad y es la verdad que el resto debería aceptar.

De alguna manera, lo que Busqued se proponía era justamente lo que dejó de hacer la izquierda: leer a la derecha para entender su devenir. Al menos dos libros recientes plantean este error cometido por el progresismo. Alejandro Galliano, en su ensayo ¿Por qué el capitalismo puede soñar y nosotros no?, dice que “el error fue dejar de soñar nosotros, regalarle el futuro a un puñado de millonarios dementes por vergüenza a sonar ingenuos o totalitarios”. Y sigue: “El realismo político y la necesidad de resistir fueron arrinconando a la izquierda y los movimientos populares en formas de movilización y organización esencialmente defensivas, locales e incapaces de ir más lejos que la mera reproducción de las condiciones de vida ya precarias de los grupos movilizados”. Pablo Stefanoni retoma esta pregunta de Galliano y la parafrasea para articular otra: “¿Por qué la derecha puede ser audaz y nosotros no?”. Stefanoni entiende que puede desecharse esa pregunta enseguida y decir que la audacia de la extrema derecha se sustenta, sobre todo, “en su demagogia, en su irresponsabilidad, en que puede decir ‘cualquier cosa’, sin necesidad de sostener sus propuestas en datos ciertos, y en su falta de pruritos morales para mentir sin escrúpulos”. Puede verse esto en el lugar de las oposiciones frente a la crisis sanitaria generada por el Covid-19: cualquier oposición gana porque no tiene que lidiar con las decisiones que tome. Y por lo general son las extremas derechas las que acumulan capital porque sus soluciones radicales parecieran mágicas. El problema, dice Stefanoni, es que el progresismo se quedó cómodo dando su batalla en “la cultura”, en sus zonas de confort morales y en su adaptación a un capitalismo más hipster, además de sentirse agobiado, a menudo, por cierto “peso de la responsabilidad” que lo obliga a dar cuenta de lo complejo que es todo mientras pierde gran parte de su mística política.” Y en este pliegue es donde cabe analizar el recorrido intelectual de un filósofo como Nick Land.

Nick Land

Hace tiempo que venimos subrayando las ideas de Mark Fisher en libros como Lo raro y lo espeluznante, Realismo capitalista, Los fantasmas de mi vida o el rescate de los escritos de su blog K-punk, donde supo desplegar con acidez y cinismo el análisis pop cruzado con filosofía francesa. Hace tiempo que conocemos la rigurosa lectura que hizo Sadie Plant sobre los escritos situacionistas para plantear una propuesta crítica a la posmodernidad. Hace tiempo que el aceleracionismo no es una idea extravagante sino una plataforma para pensar y discutir el capitalismo contemporáneo e incluso para disentir contra el propio aceleracionismo como hicieron Bifo Berardi y Toni Negri. Eso lo sacemos. Quizás pocos sepan que un fantasma conecta todos esos nombres y conceptos y es el fantasma de Nick Land. Alguien me dijo, alguna vez, que Land era una especie de Espert británico. No habría que insultar de esa manera a Land.

Galliano, en su libro, resume el contexto en el que surge Land más o menos de esta forma: en la transformación capitalista de los años ochenta, la academia británica, hegemonizada por la filosofía analítica, le daba poco espacio a textos como El Anti-Edipo, que en lugares como las destruidas aulas de la avenida Independencia donde se dictaba la carrera de Psicología en Buenos Aires, había seminarios de verano dedicados íntegramente a este libro de Deleuze y Guattari que pudo anticipar la aceleración de las fuerzas financieras y tecnológicas del capitalismo 3.0 de los años noventa. Sin embargo, tan permeables como las aulas argentinas lo era una cátedra de la modernista Universidad de Warwick, en las afueras de Coventry. Allí Nick Land era un personaje singular que estudiaba a Nietzsche y a los filósofos franceses, daba conferencias parado sobre el escritorio, se presentaba como especialista en “estudios sobre el colapso de la civilización occidental” y decía que el capitalismo nunca había podido dar todo de sí frenado por la política, “la última gran indulgencia sentimental de la humanidad”. Como cuenta Robin Mckay, Nick Land estaba rodeado de una leyenda porque él mismo sostenía (aunque se desdijera) que había vuelto de entre los muertos o que era un androide enviado desde el futuro para poner fin al Sistema Humano de Seguridad (Digamos: un Terminator sin los gestos tiesos de Schwarzenegger). Más allá de eso, la explosión de Land se da justamente cuando congenia sus ideas con las de Plant y Fisher, ella profesora de estudios culturales en Warwick y él un ex alumno con ganas de romper todo. En ese trío confluyó cierto espíritu tecnófilo hacker con la música electrónica y las tribus raves que empezaban a irrumpir en la cultura marginal. “En 1995 los tres forman la Cybernetic Culture Research Unit (CCRU), un grupo de estudios independiente que tras el carisma de Land y el prestigio de Plant reclutó estudiantes inconformistas para pensar el triunfante capitalismo 3.0 y su internet desde un punto de vista menos optimista que la revista Wired. La CCRU quería dinamizar el decrépito capitalismo británico mediante una combinación de las transformaciones tecnológicas y económicas de la época con la filosofía francesa, el jungle y la nueva ciencia ficción, desde Terminator 2 hasta Neuromante, la novela de William Gibson, y el ciberpunk en general. Ya fuera por el éxtasis bailable o la inmersión tecnológica, esas formas estéticas anticipaban la desmaterialización absoluta del cuerpo, el ego y la sociedad bajo las fuerzas de un mercado que sería incontenible para el capitalismo mismo.” 

Hablar de Nick Land es hablar de su pasado y eso es lo que hace Mackay en el iluminador retrato que abre Fanged Noumena, el primer volumen que reúne los textos de Land entre 1988 a 2007. Se trata de un recorrido donde somos testigos, como lectores, del experimento con la escritura que se propone Land: perseguir una nueva forma de pensar. “Land propuso liberar las fuerzas movilizadoras de la deshumanización y destilarlas en forma de ‘microculturas experimentales’: intensificar la ruina del lenguaje ocasionada por el capitalismo a través de prácticas nuevas de escritura, oralidad y pensamiento, pero también reconectando el cuerpo a sus trasfondos ‘moleculares’ y relajando la constitución física y vocal que lo mantenía encerrado en aquel régimen de significación”. En la travesía de esa búsqueda, Land perdió el respeto de sus pares y hasta la confianza de sus simpatizantes mientras tensaba un poco más la cuerda e intentaba romper con lo normativo. Mackay lo acepta: en algún momento de esa búsqueda Land “se volvió loco” y no se conformó con documentar el proceso como si escribiera el informe de un experimento fallido, como sugiere en el ensayo “Un chiste de mal gusto”, sino que asumió la progresión de su colapso como la prueba definitiva y humillante de la incapacidad humana para escapar de la “caja mental”, la prisión de la identidad individual. Las anfetaminas habían hecho lo suyo. Luego de su breakdown se mudó a Taiwán pero fue en Shanghai (neo-China, como la llamaba) donde encontró su lugar. Empezó a trabajar como periodista freelance y luego de un tiempo se acercó al soberanismo racista del movimiento neorreaccionario o NRx, de Mencius Moldbug, para quienes escribió en 2013 el manifiesto La ilustración oscura, donde plantea su escepticismo con respecto a la libertad y a la democracia y llega al punto de plantear que una empresa puede ser la dueña de un país. No fue extraño entonces que Land defendiera de manera apasionada el gobierno de Trump o la opción por el Brexit, entre otras banderas. 

Cuando Mackay lo contactó para publicar los textos que integran Fanged Noumena, Land no se negó pero señaló que esa era otra vida y no tenía nada más para decir. “Ni siquiera recuerdo haber escrito la mitad de todo eso. No quiero condenar retrospectivamente mi trabajo más antiguo, así que lo mejor es darle la espalda. Pertenezco al abrazo y a las garras del dios no-muerto de las anfetaminas”. Una prosa deleuziana que llega a extremos onomatopéyicos plasma en este libro el pensamiento de Nick Land en estadío anterior de su existencia, momento en que construye un pensamiento radical que lo lleva al colapso: como si hubiera implementado las ideas aceleracionistas en su propia cabeza.

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