Máquina Aira
En una lectura cruzada de las últimas tres ficciones de César Aira advertimos, de algún modo, su procedimiento y su genialidad.
FLAVIO LO PRESTI

Es difícil hablar en una nota sobre César Aira, porque es como hablar sobre la literatura argentina: es muy improbable haberla leído toda, y es difícil dar en pocas palabras una imagen coherente y justa de un objeto tan inabarcable (hay autores, ya lo sabemos, que son una literatura completa). Desde la década del setenta Aira publicó más de cien libros, que llevaron a una aventura tan extraña como el catálogo que Ricardo Strafacce publicó en la editorial Mansalva. Esa masividad también es diversidad, aunque muchos críticos han encontrado aporías en las ideas que Aira impuso para que su obra sea leída, entre ellas la de la búsqueda de una novedad procedimental en cada nueva novela.

Desde ensayos publicados sibilinamente en la web y en revistas marginales, en entrevistas permitidas fuera de la Argentina, Aira fue construyendo un aparato de lectura para su propia obra que se podría sintetizar de una forma más o menos caricaturesca e irrespetuosa: 1) ya no se puede escribir bien porque, de acuerdo a la ley de rendimientos decrecientes, una vez escrito el Quijote crear dentro de esa tradición demanda entregar la vida; 2) por lo tanto, a la literatura hay que hacerla de nuevo, retomar el impulso destructor de las vanguardias, mezclar dos químicos nunca mezclados en cada nuevo libro; 3) lo único valioso literariamente es la novedad, no la repetición de la literatura bien hecha: la única forma de alcanzar la novedad es escribir mal, en contra de toda academia, incluso de la que se está formando dentro de uno a medida que escribe (y por lo tanto no corregir); 4) es más importante escribir que haber escrito, el proceso que el resultado (y por eso cerca del final las novelas de Aira implosionan de forma muchas veces decepcionante); 5) escribir es escribir siempre, de forma continua, un libro tras otro.
Es cierto que algunas de esas leyes personales se verifican de forma automática (la escritura continua que le permite publicar entre dos y cuatro novelas por año), pero también es cierto que muchas de esas premisas son relativas. ¿Escribe Aira en verdad mal? Desde luego que no. Aira es voluntariamente desprolijo, sus novelas terminan por abandono, pero también es un prosista genial, tremendamente ingenioso, con un talento inagotable para la paradoja, los juegos ópticos, las frases contradictorias, la improvisación orientada.
¿Es absolutamente novedosa la escritura de Aira? No sólo tiene aires de familia con una zona de la tradición literaria (con su admirado Raymond Roussel, con algunos aspectos de la obra de Arlt, con la obra de Wilcock) sino que su propia obra ha generado la expectativa de lo inusual: si bien en un principio la aparición de una monja robot peleando con un kiosco de diario transformer, la autoficción orientada a presentar al autor como un monstruoso sabio loco (que intenta clonar a Carlos Fuentes o experimenta con hormonas de superpollos en Embalse Río Tercero o trata de aislar la energía de la única experiencia humana posible, el papelón), y los finales catastróficos o virados a la teoría absurda podían desconcertar, al libro número cincuenta (y no es difícil leer cincuenta de esos breves volúmenes) uno empieza a reconocer la dirección del delirio.

Hay dos síntomas muy claros de esto: por un lado, la existencia de lo “aireano” se volvió una marca reconocible hasta en la obra de otros, de autores que fueron identificados como epígonos en base a la utilización de procedimientos redundantes en la obra de Aira (el injerto de la teoría, el absurdo, el uso libre de elementos de la cultura de masas, las paradojas, el delirio, la lisa y llana ridiculez, el mal gusto); el otro, la escritura de una novela muy recomendable de Ariel Idez titulada La última de César Aira, en la que Aira es una especie de Supervillano a vencer y casi todos sus tópicos y particularidades están “copiados” de una forma tal que es inevitable ver la identidad retrospectiva.
De todos modos no se pueden negar de plano ni la novedad ni el carácter experimental: si bien sus experimentos tienen ese aire de familia, es cierto que, abierto a la improvisación, cada libro de Aira permite el ingreso de lo nuevo frase por frase. No hay rincón sin sorpresa en su prosa, desde el lirismo espontáneo que le disparan las descripciones de la naturaleza hasta la improvisación teórica que, extractada en Continuación de ideas diversas, pierde la condición de hallazgo que nunca deja de tener en sus novelas.
2020
Lo cierto también es que Aira es más que todas sus teorías y que la de sus críticos. Que solamente podría representarse el territorio escarpado de novedad de su obra con un mapa coextensivo como el que inventara Borges, el famoso mapa del imperio debajo de cuyos pedazos duermen los linyeras, favoritos particulares de Aira. Pero además un mapa que sigue creciendo mientras la máquina Aira funcione en su única modalidad: el movimiento continuo.

El año pasado publicó tres libros. Lugones, escrito en 1990 y editado por Blatt & Ríos, cuenta el día en que Lugones va al Tigre a suicidarse, pero rodea al evento de una trama truculenta, de aventuras, en la que Lugones aparece como un viejo héroe romántico al que Aira somete a dos de sus fuerzas constantes, el ridículo y la teoría. Con el marco de un hotel administrado por un aquelarre ninfomaníaco en el que se trafica con papel desde el Uruguay y un operativo policial comandado a distancia por el comisario Leopoldo Lugones (h), el poeta está deprimido porque ha fallado en su deseo de ser un escritor; quiere suicidarse en una cena final en la que se debate sobre literatura; aparece, finalmente, un yacaré parlante. Esta descripción, que encaja en el esquema básico de la obra de Aira (delirio, huída hacia adelante, acumulación a favor de la sucesión del relato), no le hace justicia a las sutilezas espontáneas, a la “improvisación orientada” con la que se resuelven las encrucijadas a las que expone el arte de narrar, como dice el propio yacaré (¡) (mi favorito es el momento en que Lugones fantasea con jugar con un pato de goma en una bañera, y después fantasea con que alguien abra la puerta del baño, y se pregunta dónde ocultar al pato, y entonces el pato imaginario alarga su cuello de goma, y se puede imaginar el resto).
Los otros dos son Fulgentius (Literatura Random House) y El pelícano (Mansalva), respectivamente de 2017 y 2019 (Aira deja registro en el final de cada texto la fecha de finalización). Los dos aportan una novedad: sus personajes principales están cerca de la edad que Aira tiene hoy. Fulgentius es una fantasía romana, y en su textura, como en casi toda la obra de Aira, se filtran las que parecen confesiones personales. En una entrevista, Aira dice: “Si uno es sincero consigo mismo, sabe que se terminó la juventud y hay una melancolía que va creciendo. Creo que la tengo a raya justamente con el juego, con la invención, pero va aflorando. No sé, lo veo desde afuera. Tal vez termine siendo uno de esos viejitos payasos”. El narrador de Fulgentius parece suscribir esta necesidad vital de prolongar la juventud: “Daba la impresión de que había nacido sabiendo. Quizás era uno de los privilegios de la juventud. Si era así, había que procurar prolongarla tanto cuanto fuera posible”. Más allá de las coincidencias entre Aira y Fulgentius, de las teorizaciones sobre el arte de la escritura, lo más importante de Fulgentius es una recurrente reflexión sobre la madurez que está teñida por la inevitable ironía aireana: “El contraste entre lo que había sido y lo que pudo ser le hizo sentir que todo había sido tiempo perdido. Un tiempo artificial, como el del teatro; quizás su pasión por volver a ver una y otra vez en escena la tragedia que había escrito al principio era un vano intento de recuperar un tiempo real. Igual de vano había sido este proyecto de apropiarse de la variedad del mundo mediante el conocimiento. Renunciar a él, como lo hacía rindiéndose al sentido común, iniciaba, lo presentía, una cadena de renuncias que duraría tanto como él”.

En El pelícano, la presencia de la muerte se filtra en la historia de dos extraños linyeras, Jocoserio y Quinta de tos, que viven con respectivas madres de noventa y cuatro años y comparten, además, la usurpación de un galpón lleno de cosas que no quieren limpiar: “Intervenía un temor supersticioso: una vez que terminaran el trabajo previsiblemente largo y laborioso de limpiar y ordenar, se morían”. Aira imagina un lector que posterga la llegada de la muerte con el mecanismo de pedir, como último deseo, volver a leer todo lo que leyó: “el plazo que obtiene es considerable, de años, si lee con detenimiento. Pero esos años que gana, ¿los gana de verdad? Porque se los tendrá que pasar leyendo, no viviendo. Y para más melancolía, la biblioteca es testigo y prueba de que la vida verdadera, no solo este suplemento que recibe por merced de una Muerte misericordiosa, también se la pasó leyendo”. ¿Es Aira hablando de su propia vida, son reflexiones propias de un presente crepuscular? “Alguien podría haberle dado la razón, ya porque todo lo que hacía lo hacía en provecho de seres que no se lo agradecían y que de todos modos estaban condenados a la muerte, ya porque todo lo que hacía era repetido, desde tiempos inmemoriales, siempre lo mismo”. Pero Jocoserio y Quinta de Tos “habrían querido devorar el mundo, olvidados de que sus madres tenían noventa y cuatro años. Con el talismán del Pelícano podrían llegar a las entrañas del acontecer, a la experiencia desnuda”. La desaparición de ese tótem que es el Pelícano (un objeto multiforme como el dios de “Las ruinas circulares”, un objeto infinito como el Aleph, o imposible como la Escalera de Penrose) no permite, de todos modos, el acceso a la experiencia: se disuelve en la ironía ensayística de Aira. “Su desaparición había desaparecido cerrando el círculo de su existencia nula. Era la lógica inescapable de las noticias: la caducidad era parte del interés que despertaban, el reemplazo estaba implícito ya en la instalación del tema, como para asegurarle al público que siempre habría algo más que ver y oír, algo distinto que renovara la sangre del acontecer”. La novela da un giro extraordinario al final hacia un romance melancólico y fracasado: Aira vuelve a precipitarse para desaparecer hacia lo que sigue, huir siempre hacia adelante.
Este quizás sea un Aira que merece ser leído como no pudimos hacerlo antes por efecto del desconcierto: despojados de la necesidad de comprenderlo en su totalidad, disfrutando los accidentes de su inteligencia caprichosa y de la generosidad de su falta de corrección, relativizando el poder de su maquinaria.