La educación feminista
La autora de Zona de promesas interroga y problematiza los límites y la potencia del feminismo como espacio de intervención y acción política.
Paula Puebla

Florencia Angilletta es docente y becaria doctoral del CONICET. Además de haber estudiado Letras en Puan, publica notas y artículos sobre feminismos y política en medios diversos, como Revista Panamá, El Dipló o elDiarioAR. Con una lectura integral e integradora de la época, ciertamente política, Zona de promesas (Capital Intelectual) irrumpe en el debate público de los feminismos justo cuando el par mujeres y país formaliza su relación paradojal en las instituciones. Angilletta cincela una genealogía propia no para ponerla dentro de un museo o un santuario sino para seguir interrogándola y permitir su arborescencia.
Es 24 de marzo. Son las siete de la tarde. La entrevista se da a media luz en una vermutería en la zona de Chacarita donde suenan los greatest hits del rock internacional. Estado y mercado, punición y afectos, profesionalización del feminismo, de todo eso conversamos.
— Hace tiempo, y en diversos espacios, venís sosteniendo que “el feminismo no existe”. Lejos de la provocación, decís que el enunciado en singular obtura o “pinkwashea” la discusión política. ¿A quién o a quiénes pensás que le viene bien esa chatura de sentido?
— Por un lado, lo de que “el feminismo no existe” es algo que vengo pensando hace mucho, es una idea que se fue reformulando a lo largo de los años. Inicialmente, tenía que ver no con provocar, como vos decís, sino con abrir algo que por momentos parecía cerrado. Si bien los feminismos, tal como se organizan históricamente en el libro, son movimientos políticos desde hace siglos incluso, en los últimos años han dado un salto masivo muy importante. Y la masividad, para todo movimiento político, contiene el desafío de no perder radicalización. Entonces, proponer que el feminismo no existe tenía que ver con convocar que la masividad no podía derivar en un congelamiento de cierto feminismo que, por momentos, se vuelve un significante disponible: para los medios, para ciertas instituciones, para el mercado, para las feministas mismas que nos profesionalizamos en ese movimiento de masividad. Tenía que ver entonces con convocar una radicalidad, que es una radicalidad genealógica, porque nace en un movimiento absolutamente vanguardista, modernista pero que, como todo movimiento político, tiene este riesgo de cristalización.
La política para poder dar batalla debe ser masiva pero, a la vez, tiene que vivir esa tensión entre ser masiva y ser radical. Decir “el feminismo no existe” convoca a que esa articulación no derive en algo confortable. En ese sentido, incluso cuando escribo, a la primera que le digo que el feminismo no existe es a mí misma, como para no volverme confortable de ciertos lugares transitados y ponerme a disposición de pensar.

— Vos hablás de feminismos, en plural. A medida que iba leyendo el libro, mi sensación era que había algo en “los feminismos” que también representaba un problema. Si bien abre el sentido, el lugar al conflicto, creo que en el plural se cifra un riesgo, como si una potencia se desperdigara. A propósito, me adueño por un minuto de un latiguillo que usás para aplicarlo a los feminismos, para enunciar “si todos son feminismos, entonces ninguno de ellos es feminismo”. ¿Qué me dirías al respecto?
— Me parece que hay algo que recorre el libro, y mi forma de pensar, que es la obsesión por el lenguaje. Yo vengo de las letras, soy una apasionada de las palabras, entonces para mí pensar es buscar frases. No pienso antes de escribir, pienso en la escritura, la escritura para mí es el pensamiento. Entonces muchas veces construyo esas frases, que después se me vuelven lugares por los que vuelvo a pasar una y otra vez. He dicho que el feminismo no existe, he dicho que el neoliberalismo no existe, que el peronismo no existe, y así. Tengo mi propia saga de lo que no existe y siempre es en plural.
Creo que está buena la serie que vos armás, tu lectura es muy sagaz en eso, justamente porque conviven esas dos tensiones: por un lado, la vocación plural que muestra el conflicto, que es otra palabra que me organiza mucho; y por el otro, la vocación de ir al hueso, de precisar cuál es la piedra roseta última, ¿no?
El libro tiene cinco temas —la instituciones, el arte, la violencia, los trabajos y el amor— en los que traté todo el tiempo de articular los feminismos con discusiones muy específicas, ligadas a la Argentina, a la época, al rock, a la clase media, que son una serie de obsesiones personales, generacionales te diría. Pensaba todo el tiempo en lo que vos traés, sin proponérmelo, en que la pluralidad no pierda densidad. Me parece que a veces hay algo riesgoso, justamente, en creer que hay una pluralidad sin riesgos, donde todos y todas nos quedamos con una parte de la torta.
Hay algo que dice Rancière que a mí me parece fascinante. Él habla de que la política no se trata de la administración de una cuenta, sino que tiene que ver con cambiar la cuenta, con volar por el aire la cuenta, ¿no? La política es algo que interviene, que hiere, que lastima, que propone otra cosa. Claramente, la vocación plural no es para amansar sino para dotar de nueva cuenta, de nueva imaginación política. A la vez, siento que esto sigue siendo una pregunta para lo cual no tengo una respuesta.
— Lo pensaba en clave peronista, haciendo un salto totalmente arbitrario y discutible. En cómo las fracturas al máximo de un movimiento lo pueden llevar a la ruina, como lo han llevado, y cómo para volver a tomar esa gran forma hubo que unir.
— Una palabra que me gusta mucho es la organicidad. En eso sí hay algo paradójico, soy una persona con vocación de plural y lo primero a quien le canto la elegía es a las instituciones. Pienso, en sintonía con lo que vos decís, que hay una piedra roseta de organicidad y de institucionalidad ineludible para cualquier proceso político. Eso no significa una suerte de armonía o de pacto, de cheque en blanco. Al contrario, tiene que ver con un estado de pregunta, pero que es desde adentro y no desde afuera.

— Decís que hay un problema subyacente, un drama, un equívoco, que dicta “mujeres y política asunto separado”. Frente a este problema, entiendo que los feminismos intentan coser ahí donde hay una escisión. ¿Cuáles son las principales resistencias en ese ejercicio de sutura hacia dentro del movimiento? Los de afuera ya los conocemos.
— Nunca me pude sacar de encima la política. Cuando estaba en la facultad, cuando participaba de otros espacios de la literatura, de la política misma y demás, notaba una escisión respecto de cierto conocimiento de figuras de la escritura, de la cultura, como hacia ciertas asociaciones estereotípicas, vinculadas con la intimidad, con el espacio de la casa, de lo doméstico, de los vínculos. Todo eso a mí me generaba mucha irritación.
Todos estos años para mí fueron de un descubrimiento doble. Por un lado, de que esa irritación también era profundamente sexogenérica, porque hay una gran tarea de los feminismos por politizar aquello que se consideraba menor, marginal, silvestre. Es decir, por ejemplo, abortar es político, pero maternar también lo es. A la vez, me parece que también hubo, de parte de muchas investigadoras, escritoras, grandes esfuerzos por recuperar tradiciones políticas que habían quedado muy invisibilizadas en los archivos, ¿no? Hoy, 24 de marzo, hay muchísimas militantes y compañeras que han participado de la política en lugares epocales muy jugados y valientes. Eso es super importante.
También creo que cuando escribimos, todos tenemos nuestros pozos de petróleo, ¿no? Aquello a lo que vamos una y otra vez, a buscar pequeñas joyas, algunas muy barrosas, otras más pulidas. Y para mí hay dos grandes pozos: uno es el peronismo histórico, los años 40, y otro son los 70, sobre todo los primeros. Son momentos donde se producen procesos muy paradojales, de radicalización política en ambos, tanto en la militancia como mediante las politizaciones de lugares inesperados, como pueden ser el cuerpo, el sexo, los afectos. Pienso en esas mujeres que fueron por primera vez al centro o a la confitería en los 40, que me producen una fascinación absoluta. Eso también formaba parte de un proceso político que no se agotaba en el voto, estaba en una serie de prácticas, incluso festivas y de disfrute. Lo mismo en los 70. Hubo un montón de chicas que fueron por primera vez a los recitales, que fueron por primera vez en cana, y todo eso formó parte de un proceso mixto. Eso no significa bajo ningún punto de vista reducir o achicar el peso de las conquistas históricas, sino poder verlas en serie con otras, ¿no? En ese sentido, la lupa se abre y se contamina un poco.

— Te cito dos preguntas que hacés en el libro, una es “¿El Estado puede ser feminista? y la otra “¿De qué manera se conjugan las luchas con las libertades individuales?”. Traigo la discusión a la actualidad para preguntarte qué ocurre dentro de los feminismos con, por ejemplo, la reciente creación del Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidades, con la institucionalización de lo que son las luchas.
— Me parece que tu pregunta apunta al corazón delator del libro que, si bien es un libro que forma parte de un proceso de investigación y escritura de muchos años, es terminado y leído en un momento muy particular, que es el de la institucionalización de los feminismos. Por dos de las cuestiones que señalás, la creación por parte de este gobierno del Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad, y por la sanción de la ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, que era una demanda histórica de los feminismos no desde Ni Una Menos sino desde el regreso de la democracia.
Este proceso de institucionalización abre una paradoja que es la tensión entre lo instituyente y lo instituido. Son procesos muy convocantes, que implican instituir leyes, derechos. Y son, muchas veces, ásperos y hostiles porque suponen conflictos que tienen que ver con la conjugación entre la sociedad civil y el Estado, que para mí es algo muy importante. ¿Qué significa esto? Bueno, una respuesta fácil sería que ninguna institucionalización cumple las promesas del proceso, que es algo que no comparto bajo ningún punto de vista. La otra respuesta, que tampoco compartiría, sería que toda institucionalización cumple la zona de promesas del proceso instituyente.
El libro está detrás de una comunidad de escrituras muy amplia donde se viene tratando de pensar, de construir y de ampliar discusiones que apunten a ese corazón. También creo que, en algún punto, “dar la discusión” es algo que ya está ganado y que entonces es momento de darlas en la especificidad que requieren. Comparto que a veces hay que ir al hueso, poder discutir y acompañar políticas concretas, para luego pensar otras.
Asistimos a un momento que es paradojal, algo que no es propio de los feminismos sino que es común a todos los procesos políticos que tensionan lo instituyente y lo instituido. El último 8M nos encuentra celebrando, por primera vez, en el contexto de la IVE sancionada pero al mismo tiempo frente a una serie de femicidios que han puesto de vuelta una dimensión de la violencia de género muy compleja frente a la cual hay que seguir pensando qué políticas estatales son las que realmente pueden intervenir ante esas realidades tremendas. Las relaciones entre la sociedad civil y el Estado son múltiples: no es “contra el Estado” pero a la vez es “en el Estado, ¿para qué?”. Creo que esa es la gran pregunta.

— Incorporemos esta sentencia, tuya también: “sin el mercado no se puede; solo con el mercado no alcanza”. ¿Qué pasa cuando el mercado intercede en su doble rol de facilitante y de apropiador? ¿Por qué al neoliberalismo se le cae la baba, y acá sí creo que cabe el singular, con el feminismo?
— Para mi generación, Cuando los trabajadores salieron de compras, el libro de Natalia Milanesio sobre el peronismo histórico fue, en algún sentido, una lectura muy potente para pensar la relación entre el mercado y la cultura. La tradición de la que muchos y muchas venimos tiene una mirada sesgada, bajo la idea de que los procesos culturales y políticos radicales se darían de espalda al mercado. Eso es una sentencia por supuesto incompleta, que deja de lado básicamente el desarrollo mismo de la modernidad. Pero que, sobre todo en la tradición nacional, deja de lado esta cultura vinculada al consumo, profundamente inclusiva, que ha tenido el peronismo histórico primero y el kirchnerismo después del 2003, y que, en algún punto, el macrismo no pudo entender —y que quizás, fue su falla tectónica última.
Me parece que hay una búsqueda para leer las relaciones entre feminismos y mercado de una forma más porosa. Menciono dos ejemplos de vinculación muy concretos e icónicos: la del sufragio femenino en Estados Unidos con la venta de jabón y el nacimiento de la soap opera; y la otra del feminismo de los setenta con la gran campaña tabacalera. Señalo estos dos aunque para nada estamos reduciendo una relación tan compleja. A nivel local podemos hablar del boom, por ejemplo, de vender en su momento el pañuelo verde, ¿no? Hubo una cosa muy sintomática cuando saltó a la masividad la lucha por la IVE en 2018, de repente el pañuelo, que había sido una especie de símbolo de culto, que te lo pasaban con una historia, como un legado, se empieza a vender en la esquina. Por un lado, implicaba un salto muy importante, y por el otro, la producción del pañuelo se fue de los carriles habituales de la Campaña. Volvimos a una cosa casi aurática de feminismos del primer pañuelo y del pañuelo bis.
Trato de no ser tan demonizante del mercado y de las relaciones que los feminismos mantienen con él. Por supuesto he leído el libro de Nancy Fraser, Cinzia Arruzza y Thiti Bhattachayra, Feminismo para el 99%, donde son muy taxativas respecto de los procesos de mercantilización del feminismo y su versión mainstream y de cómo resulta funcional a lo que ellas llaman neoliberalismo. Me parece que esa es una lectura que muestra ciertos límites y riesgos atendibles, pero a mí me interesa pensar más en la intersección. Ningún proceso político se da a espaldas del mercado pero ninguno tampoco se deja completamente a sus pies.
Por supuesto que las feministas nos profesionalizamos en estos años, vivimos de ser feministas, lo que implica una condición de enunciación irrenunciable: formo parte de una institución, cobro un sueldo y tengo una relación económica con el feminismo. La profesionalización tiene que llevarme a una posición de absoluto compromiso, no puedo creerme más vanguardista de lo que las condiciones epocales me proponen. Porque básicamente todos los procesos políticos mantienen relaciones económicas con sus condiciones, todas las relaciones personales son económicas. Vivimos en un mundo atravesado por el dinero y no podemos pensarnos a espaldas de él.
Para mí una lectura muy importante para pensar es haber leído en su momento la tesis de Verónica Gago, La razón neoliberal, donde trabaja acerca de la producción del neoliberalismo no solo de arriba hacia abajo sino de abajo hacia arriba. Y la tensión entre feminismos y mercados también circula en esa dirección. En esa dialéctica se complejiza eso de “mercado sí, mercado no”.

— Citás a Alicia en el país, decís que en la canción de Charly hay una intención de “juntar a las mujeres con el país”. Si hiciéramos fast forward, ¿cuáles ves que son los desafíos actuales de esta Argentina que ensaya esa unión?
— “Canción de Alicia…” es una especie de pequeño tesoro que ha sido sobreanalizado, pero que me importa menos como canción política que como canción feminista, en el punto en el que provoca, sobre algo que creíamos ya muy escuchado, una voz que trata de buscar alguna sutura incómoda, molesta, problemática entre la cultura del rock y las mujeres.
Hay algo que vos traés todo el tiempo, y con Alicia se nota, y es que el libro tiene cierto juego entre estar todo el tiempo anclado en discusiones epocales —en preguntas que nos convocan en primera persona, porque involucran nuestras propias vidas, condiciones de trabajo y demás—, y a la vez en una búsqueda genealógica constante. Soy una obsesiva del siglo XX, y todo el tiempo quise mostrar ciertas líneas históricas, no en un sentido secuencial, porque cada época está encendida y rota a su manera, pero sí mostrar conexiones, desvíos, desplazamientos entre épocas.
En el tango con el peronismo histórico, y en el rock con Alicia, me parece que claramente el presente es un momento de cruce entre mujeres y Estado. Por primera vez, las mujeres llegan al lugar del Estado último. De hecho, creo que lo que más vamos a recordar del 2021, además de la pandemia y las elecciones, es que por primera vez la película del año va a ser sobre esa mujer de la que nadie se animaba a hablar, la primera mujer de Estado. Que “Una casa sin cortinas” sea la película sobre la que todos y todas nos sentimos conminados a ver, a expedirnos, para mí habla de lo que estás señalando, de que las mujeres y el Estado están finalmente juntos. Al punto tal que hoy podemos meter la mano en el drenaje y sacar esa piedra de basura que es que la primera mujer que llegó a un puesto político de jerarquía fue Isabel.

— En el capítulo “Una vida violenta”, planteás que es vital una separación entre vulnerabilidad, precariedad, daño y delito, entre maltrato y violencia. Es decir, llamás a hacer una separación fina de las violencias de la modernidad. En este marco, te preguntás si el código penal puede ser la nueva educación sentimental de una generación. ¿Puede?
— No, de ninguna manera. Los feminismos no pueden ser punitivistas. No soy la primera en decir esto, ha sido algo que se ha dicho de muchas maneras y creo que también crece, se conflictúa, y vuelve a decirse en las voces de quienes estamos pensando acerca de esto. Pero hay algo dijo María Pía López, que me pareció muy fuerte, que es algo así como “el miedo existe”. Yo ahora estoy acá, luego tengo que caminar, hago un cálculo de cuán de noche va a ser, si me voy en taxi, si me voy caminando. Creo que los feminismos tienen un problema de arrastre y es un tema muy incómodo dentro de la discusión política que es la seguridad. Pareciera que cada vez que hablamos de seguridad lo hacemos desde cierto conservadurismo y eso es una disputa política que hay que dar. No puede ser la seguridad un significante disponible siempre apropiado desde la derecha.
Los feminismos, en esa cultura de arrastre, muchas veces como reacción frente a esta apropiación conservadora con políticas punitivistas, tendemos a no dar lugar al miedo. Y el miedo organiza la vida, el miedo existe. Todos quienes son padres, así sean las personas políticamente más radicales del planeta, temen por sus hijos y proponen estrategias concretas y empíricas en el mundo en el que viven. Las mujeres, lesbianas, travestis, trans, también se las proponen respecto de sus condiciones de circulación, por ejemplo, nocturna. La pregunta no es por desconocer el miedo sino, como dice María Pia, es cómo lo tramitamos, qué hacemos con él.
La disputa política está en seguir dando una discusión de política instituida sobre, por ejemplo, cómo puede haber, no solo en centros urbanos sino en el conjunto del país, una policía dispuesta a intervenir rápidamente ante denuncias de violencia de género. Por supuesto que hay que pensar nuevas imaginaciones de cómo vivir juntos que no se agoten en el castigo, la pena y la cárcel. Pero hay que poder lidiar en el mientras tanto y para eso hay que seguir pensando estrategias comunes que no sean punitivistas y que a la vez no hagan de ese no ser punitivistas un lugar cómodo.
— ¿Pensás que la juventud se está apropiando de ese significante disponible que es la seguridad, a su manera, con sus herramientas, ante la incapacidad de la generación anterior?
— María Pía, en diferentes ocasiones, vincula la idea nodal de Judith Butler sobre las vidas y los duelos que importan. Más allá de los privados, aquellos que se vuelven públicos arrastran ciertas construcciones sociales detrás de algunas vidas que importan más que otras. Entonces, durante muchos años, asistimos a que las vidas de ciertas mujeres, sobre todo jóvenes, resultan más dueladas que, por ejemplo, la de los pibes muertos por gatillo fácil. O las muertes por desnutrición, que es algo que en un momento captaba mucho la opinión pública pero hoy no hablamos.
Si la publicidad dice que la época es lo que comprás en el supermercado, una época política es de quiénes hablan los diarios y la televisión que se están muriendo. Y ahora hablamos de mujeres jóvenes, de ciertas mujeres jóvenes, que mueren en situaciones de violencia de género. Es una lucha política que hay que poder dar a la vez que hay que estar advertidas de que la lucha es interseccional, que no puede no incluir las vidas de quienes mueren por desnutrición, de quienes mueren por condiciones económicas extremas, por gatillo fácil o abusos policiales.
Estamos un momento en el cual las mujeres y el Estado tienen una fase inédita de vinculación, por el ministerio, porque venimos de tener por primera vez una presidenta electa y reelecta, con mujeres en espacios de conducción política muy significativos. Y estamos ante una generación nueva que ve dentro del Estado lo que nosotros veíamos afuera, ni hablar de las generaciones pasadas: los DDHH, los feminismos, los movimientos sociales. Eso produce nuevos desafíos sobre lo instituyente y lo instituido, sobre el lugar de la ley, sobre lo que está dentro y fuera de la ley, sobre lo que es estar ante la ley. A la vez, eso conlleva cierto riesgo de paternalización o maternalización de la vida respecto de que las instituciones cobijen todo lo que le sucede a los sujetos. Siempre tiene que haber un margen, un desvío, un afuera.
La sociedad civil es lo que más hay que privilegiar en este momento. ¿Qué va a ser lo instituyente dentro de diez años? No lo sabemos, pero hay una generación que tiene que poder dar discusiones políticas y hay que dar espacios para que puedan ser no necesariamente atravesadas por el Estado. No significa darle la espalda al Estado, sino atravesar esta tensión.
Sí creo que en la ESI primero presenta lo integral y después está lo sexual. Digo esto en forma rápida para buscar esto de que las generaciones nuevas puedan dar cuenta de las luchas de las mujeres, lesbianas, travestis y trans pero también de las luchas sociales en un sentido amplio donde también puedan darse cuenta de por qué ciertas vidas son más difíciles de duelar públicamente y donde no haya construcciones confortables. No se trataría de que el código penal se transforme en un manual sentimental; cada generación tiene que seguir inventando sus formas de amar, de hacer política, de ganar dinero y claramente me parece que la ley tiene que estar para poder cuidar aquello que antes no se había cuidado. Pero a la vez, para estar ante la ley las generaciones tienen que tener ciertos bordes que sigan poniendo en estado de interrogación aquello que está dentro de la ley. Ese proceso tensionante entre lo instituyente y lo instituido es ineludible para cualquier generación, porque sin ella todo lo bueno quedaría dentro del Estado.

— Pero pienso que la praxis feminista, creería que la más joven, pareciera por momentos desmentir aquello de la razón antipunitivita. Basta con la reedición del “escrache”, las cancelaciones, la infantilización y moralización de las víctimas, el llamar violencia a todo aquello que se presente ante uno como muestra de negatividad.
— Creo que sobre este tema hay dos grandes mujeres de época: por un lado, Nilda Garré, que cuando estuvo en defensa fue un parteaguas en la historia de Argentina respecto de mujeres y Estado, y por otro lado, Sabina Frederic, que tiene un lugar muy importante en Seguridad dentro del Estado Nacional porque justamente no se trata de pensar un Estado de espaldas a las fuerzas de seguridad sino que trabaja con ellas buscando dar nuevas discusiones, cuando muchas de esas discusiones son de género.
Hay un pivot que es mucho más interesante que seguir discutiendo la punición en abstracto. Hay que poder dar políticas estatales concretas y me parece vital que para las nuevas generaciones haya conquistas pero también un estado de pregunta. Sí creo que la fuerza puede estar en generar espacios para que eso suceda, y muchas veces las políticas del escrache indiscriminado, las políticas de la cancelación, las prácticas punitivas, en redes sociales especialmente, que se viralizan, muchas veces corren el foco. No se trata de discutir lo que se supone que esas políticas de seguridad buscan —igualdad, justicia, democracia—, sino los medios que se emplean para esas luchas. No comparto el uso de esos medios. Creo que hay que poder legar a las nuevas generaciones medios distintos para las luchas que compartimos, pero los medios no pueden ser nunca esos que nombraste.

— Si “el Estado no ordena la sexoafectividad”, si no regula “las fantasías sexuales de su población”, si no interviene en esa erótica, ¿pensás que pretenden hacerlo los feminismos? ¿Por qué?
— Otra de las frases que he dicho hasta el cansancio es que todos y todas tenemos un patio de atrás y demos gracias a Dios que existe, que lo tenemos. Creo que en la tensión entre lo instituyente y lo instituido hay una llaga, una herida, un lugar extremo y último que es el del deseo. No hay Estado, movimiento político ni condición económica que vaya sobre eso. Por supuesto que el deseo está afectado por el Estado, por la época, por el feminismo, por las condiciones económicas, pero es una especie de animal que nunca ha sido domesticado. Se lo intenta domesticar pero es un animal que siempre trepa, se escabulle, se esfuma, aparece en lugares inesperados, vuelve. Eso es profundamente conflictivo porque estamos ante una época en la que confiamos en la ley, no solo en la jurídica sino en la ley en el sentido del pacto, del acuerdo, como figura última. Y todo el tiempo las relaciones humanas, personales, sociales, políticas, afectivas, nos ponen de manifiesto contra algo que se escabulle del acuerdo, contra esa dimensión o ese patio de atrás que resiste.
Eso es algo brutal que nos afecta de manera inesperada y a la vez sigue siendo la razón última de la época. Cuando nos vamos a dormir, cuando apoyamos la cabeza sobre la almohada, todos tenemos un pequeño animal. Eso por supuesto no significa que confiamos en las leyes como formas de la transformación política, de la comunidad del vivir juntos, pero son ambas cosas a la vez. Salvemos las dos verdades: los patios de atrás y las leyes.

— “La época como lo que pasa entre sociedad y Estado”, escribís. Y construís una genealogía propia con las militantes de los setentas, Madres y Abuelas, las Alicias, las trabajadoras dolarizadas de los noventas, las jóvenes post 2001, los años kirchneristas. Si te pido que arriesgues una caracterización, ¿cómo delinearías a las mujeres atravesadas por esta época?
— No lo sé. Me parece que es una gran pregunta. La obsesión por el pasado, más allá de que todos los que vamos al pasado somos un poco conservadores y conservadoras, creo que en el fondo es una apuesta al futuro. Hay una pasión de futuro absoluta pero esa pasión precisa mirar un poco el siglo XX. Eso intenta hacer el libro sin ser nostálgico.
No sé si puedo caracterizar de forma contundente a la nueva generación o a la generación Ni Una Menos, de la cual también soy parte, por supuesto, porque mi propia forma está atravesada por ella. No me siento afuera, yo misma me encuentro interpelada incluso en mi vida más íntima. Sí me propuse hacer un puente entre el futuro y el pasado, para que los hijos e hijas pudieran conocer esas series que tan hermosamente nombraste, para que puedan narrar sus propias historias.
Me encanta una frase de Lao Tse, y es que las hijas y los hijos son de la vida. No son del feminismo, de los feminismos, son de una época entre las cuales están los feminismos y me parece que traté de cantar esa canción como una forma de legar algo, en última instancia, a esos hijos e hijas de una época de la cual también soy parte y que también es profundamente contradictoria, difícil y apasionante para mí.
— Hablando del sentido de futuro que lleva la palabra “promesa” en el título del libro, ¿qué nos prometen los feminismos? ¿Qué les promete esta generación de feministas a ellos?
— Siempre digo que un gobierno, una pareja, una historia es una zona de promesas. Por supuesto que la promesa tiene que ver con la potencia y el acontecimiento. No es una ilusión, no es una fantasía, sino que la promesa es lo que pasa entre el pasado y el futuro. Por eso me resulta una forma convocante de pensar. Yo quería que una chica de 15 años terminara el libro y se pudiera hacer alguna pregunta, que no sintiera que las feministas digerimos toda la politización de los feminismos. Sino que los feminismos siguen siendo un pozo de petróleo al que se le pueden seguir haciendo preguntas. Esa es la promesa última.
